Los fármacos pirata matan a miles de personas cada día, gracias a falsificadores en China e India que mezclan tiza, polvo y agua sucia para fabricar píldoras que se venden en todo el planeta. Ahora que Internet está convirtiéndose en el dispensario mundial, estas medicinas venenosas pueden venderse en la farmacia de la esquina.

 

Suresh Sati, un hombre grandullón y alegre que vive en una pequeña ciudad en el noreste de India, lleva más de la mitad de sus 40 años persiguiendo falsificaciones. En cuanto le vi por primera vez, en mi hotel de Nueva Delhi, me di cuenta de que disfrutaba con su trabajo. La mayor parte de los días se dedica a visitar a sus agentes secretos, que viven cerca de los principales mercados de mayoristas de la ciudad, en los que se vende la mayoría de los productos de imitación. Ellos le pasan noticias y rumores sobre nuevos traficantes y policías corruptos. Cuando emprendemos el camino hacia uno de los mayores bazares, sonríe con nostalgia al recordar su primera redada contra falsificadores en 1981, en unas pequeñas instalaciones que fabricaban antenas pirata. Su trabajo ha cambiado mucho desde entonces. Hoy, sus blancos están mejor financiados y organizados y son más peligrosos. En la actualidad, dirige una empresa llamada El Protector, que organiza redadas en nombre de multinacionales. El trabajo del que vive es la caza de medicamentos falsos.

Al día siguiente, de vuelta a su despacho en el sótano de un edificio como tantos de la zona residencial de Nueva Delhi, Sati me enseña un atisbo de aquello a lo que se enfrenta. Despliega las muestras de medicinas de imitación que ha reunido en recientes compras clandestinas y la redada de la semana pasada. Coloca dos frascos de eritromicina líquida, un antibiótico que se utiliza para tratar infecciones bacterianas, en la mesa que tengo delante. Uno de los frascos es auténtico; el otro contiene agua del grifo. “¿Cuál es una copia?”, me pregunta Sati. No puedo contestar. Me parecen absolutamente idénticos.

Durante el último decenio, el tráfico de falsificaciones farmacéuticas se ha convertido en uno de los negocios ilegales que más ha crecido en el mundo. La OMS calcula que más del 30% de las medicinas que se venden en ciertas zonas de África, Asia y Latinoamérica son ilegales. Se prevé que en 2010 la producción mundial ascienda a 75.000 millones de dólares (unos 53.000 millones de euros), un aumento del 90% desde 2005. El espectacular incremento de las incautaciones indica asimismo una crisis cada vez mayor. En 2006, la Comisión Europea informó de que los agentes de aduanas habían interceptado 2,7 millones de fármacos pirata en las fronteras de la UE, un aumento del 384% respecto al año anterior.

Esta industria funciona de forma muy parecida a la de las falsificaciones de bolsos de diseño o de DVD del último éxito de Hollywood. Ofrece una imitación del producto verdadero que a primera vista resulta razonable, fabrica esas copias en gran número y se apoya en las economías de escala para obtener beneficios. Los productos, muchas veces, los distribuyen los mismos intermediarios que comercian con otros artículos de imitación. La diferencia es que los fármacos de mentira pueden costar vidas.

Durante gran parte de la última década, los medicamentos para mejorar la calidad de vida –para la disfunción eréctil, analgésicos y ansiolíticos como el Valium– eran los más imitados, sobre todo en los países ricos. Pero, en los últimos años, los falsificadores han pasado a una farmacología falsa mucho más peligrosa, con remedios para el cáncer, el sida y enfermedades cardiacas graves. Estas imitaciones producen hasta un millón de muertes al año, la mayoría, en los países en vías de desarrollo, pero, cada vez más, también en los ricos. En el último año, al menos 95 estadounidenses murieron de reacciones alérgicas asociadas a la heparina –un medicamento utilizado para prevenir coágulos de sangre– fabricada en China. Mis fuentes en la Agencia Estadounidense del Medicamento (FDA) dicen que la heparina contaminada estaba, casi seguro, falsificada.

Algunas de estas medicinas no son más que buenas imitaciones de fármacos con marca registrada, higiénicamente fabricadas con los ingredientes correctos y en las proporciones adecuadas. Infringen los derechos de propiedad intelectual, por supuesto, pero no son intrínsecamente peligrosas, mientras sean copias perfectas. Por desgracia, la motivación de los falsificadores suele ser el beneficio, no fabricar productos fiables. Por eso tienden a ser más perfeccionistas con el envase, no con el contenido, para poder hacer pasar su peligroso producto por el genuino.

La falta de controles de calidad y de vigilancia hace que los países más pobres sean los objetivos con más posibilidades de lucro para estos imitadores. Un mercado como Estados Unidos es más difícil de abordar, aunque, en la actualidad, el anonimato y la amplitud de Internet ofrecen una forma atractiva de evadir los controles. Muchos medicamentos supuestamente genéricos que se venden en la Red desde Canadá en realidad están fabricados en China e India, desde donde los traficantes los llevan hasta Europa y EE UU a través de Dubai, Egipto o Rusia. En el otoño de 2007, agentes de aduanas británicos descubrieron una operación en la que los delincuentes transportaban Viagra falsa por valor de millones de dólares desde India, Pakistán y China hasta Gran Bretaña, donde se reenvasaba y se vendía on line a clientes de 35 países, entre ellos, Estados Unidos y Canadá. Según la OMS, la mitad de todos los fármacos comprados en Internet no supera las pruebas para verificar los ingredientes activos.

Sin embargo, el mayor motivo de preocupación es, quizá, lo poco que está haciéndose para combatir el tráfico de fármacos pirata, sobre todo en los países en desarrollo. La falta de recursos hace que el problema resulte abrumador para la mayoría de ellos. Durante el día que pasé con Sati, comenzó sus rondas a las siete de la mañana y terminó justo antes de medianoche. Es posible que no todos los días llegue a tanto, pero la verdad es que para muy poco. La razón es que se trata de una batalla perdida de antemano. “He tenido mucho trabajo”, dice. “Por cada falsificador con el que acabamos, se instalan dos o tres más”.

No es extraño que productos como los fármacos sean blancos de falsificaciones masivas. Los auténticos son caros, lo cual hace que el margen de beneficio en las imitaciones sea aún mayor, y el mercado mundial de posibles compradores es inmenso. Más aún, porque pueden ser difíciles de detectar. Si a un paciente no le hace efecto una medicina, seguramente lo atribuye a la gravedad de la enfermedad, no a la calidad del producto. Además, las políticas elaboradas para fomentar la producción local de genéricos pueden rebajar también los controles de calidad sobre las medicinas para la exportación, y eso da a los falsificadores la oportunidad de deslizar sus partidas en el mercado.

La complejidad de la cadena de suministro y los esfuerzos que hacen para ocultar sus orígenes hacen que sea extremadamente difícil localizar los centros de la falsificación internacional. Pese a ello, casi todos los observadores e investigadores que se dedican a la búsqueda de estas peligrosas copias indican dos culpables principales: China e India. Mis investigaciones sobre la piratería de medicamentos contra la malaria sugieren que entre el 60% y el 80% de esos productos procede de ambos países. “La inmensa mayoría de los fármacos falsos tiene su origen en Asia”, dice Peter Pitts, presidente del Centro para la Medicina de Interés Público, en EE UU. “Hablar del 50% es seguramente un cálculo conservador”.

Los falsificadores chinos e indios son de todo tipo. Algunos trabajan para empresas farmacéuticas legítimas. Son empleados deshonestos que se quedan después del trabajo para sustituir activos legales por otros que no cumplen las normas, y luego venden los fármacos a las redes criminales. Otras bandas están asentadas en los barrios bajos, allí tienen hormigoneras en las que introducen los ingredientes y los mezclan para fabricar medicinas que luego venden en la calle. Algunos comercializan tiza como si fuera aspirina, o lactosa como si fuera Viagra, e imitan con gran minuciosidad el envase del producto para poder venderlo en tiendas o exportarlo a otros países. Los más sofisticados añaden pequeñas cantidades de los principios genuinos para que sus fármacos pasen unas pruebas químicas sencillas y engañen a las autoridades, que tratan de evitar que las falsificaciones entren en la cadena de distribución. “Los indios copian todo”, dice Vijay Karan, ex jefe de la policía de Nueva Delhi. “En India se vende más whisky Black Label del que se fabrica en Escocia”.

Sin embargo, cuando se habla de medicinas de imitación, el Gobierno indio niega categóricamente que exista un problema. Las cifras oficiales aseguran, de forma un tanto ridícula, que no representan más que el 0,4% de todos los medicamentos legales presentes en el mercado nacional. La OMS sostiene que la proporción está más cerca del 20%, y otros expertos la sitúan hasta en el 30%. Pero el Ejecutivo indio puede no conocer la gravedad del problema porque no se esfuerza demasiado en mirar. Incluso, cuando las autoridades competentes de otros países llevan a cabo la investigación necesaria y prohíben a las empresas indias que fabrican falsificaciones que introduzcan medicamentos en sus fronteras, India, muchas veces, permite que esas compañías sigan funcionando.

¿Será posible que animales
políticos como los del Consejo de Seguridad lleguen a acuerdos sobre
inmunidad?

En enero, Sati y yo hicimos más de una hora de trayecto por carreteras muy deterioradas en el Estado de Uttar Pradesh para visitar una fábrica de fármacos en la que se hacen algunos de los medicamentos falsos. La instalación no era más que una casita en una aldea remota a las afueras de Aligarh, una ciudad de un millón de habitantes a unos 140 kilómetros al sur de la capital. Una hormigonera industrial mezclaba polvo y tiza que luego se comprimía para formar pastillas que se hacían pasar por un analgésico local. Las ocho o nueve personas que trabajaban allí eran demasiado pobres para atreverse a salir de la aldea. Seguramente no tenían ni idea de que el trabajo que hacían era ilegal ni de que su producto se iba a enviar a mercados mayoristas en ciudades de alrededor.

Una de esas ciudades es Agra, más conocida como la ciudad del Taj Mahal, que en los últimos años se ha convertido en el centro del tráfico de medicamentos pirata de India. De los tres principales mercados mayoristas en los que se venden estos fármacos en Agra, el mayor es el de Mubarak Mahal, que ocupa tres plantas y alberga aproximadamente quinientas pequeñas farmacias. Según Uday Shankar, un farmacéutico que trabaja en el hospital público de esa ciudad, las medicinas ilegales constituyen el 20% de las ventas en tiendas, que superan con facilidad los cinco millones de dólares diarios. En el cercano mercado de la Fuente, al menos cincuenta tiendas venden genéricos, pero también ofrecen imitaciones. Sin embargo, según Shankar, en la zona comercial establecida en la Facultad de Medicina y en sus alrededores existen por lo menos 180 farmacias, y es la que tiene el mayor porcentaje de medicamentos falsos. “En la Universidad, muchos médicos les dicen a los pacientes que compren las medicinas en tiendas concretas dentro del mercado”, explica. “Algunos [lo hacen] para asegurarse de que compren las que tienen una calidad razonable, pero otros les encaminan deliberadamente hacia farmacias que venden imitaciones”. Shankar cree que los médicos seguramente cobran por enviar a esos pacientes.

Parte del suministro de estos fármacos procede de grandes fabricantes, como Rajesh Sharma, a quien se considera un falsificador cada vez más importante en el Estado de Haryana, muy cerca de Nueva Delhi. Al parecer, Sharma se especializa en fabricar medicamentos falsos por encargo y permite que el comprador fije el porcentaje de ingredientes activos. Algunas medicinas son químicamente similares a los antibióticos y analgésicos legales, pero otras versiones son poco más que placebos muy bien envueltos. Todo depende de lo que el comprador quiera y esté dispuesto a pagar.

Sharma, de quien se cree que maneja mercancía por valor de varios millones de dólares al año, tiene una empresa que crece y se mueve sin cesar, con instalaciones en varios lugares a las afueras de la capital. Pero todavía no alcanza el nivel del famoso falsificador Pavel Garg, cuyas operaciones producen millones de píldoras falsas cada día. En una ocasión, Garg le contó a un equipo de la BBC camuflado que, para mantener sus operaciones en funcionamiento, había sobornado al primer ministro de Haryana con un automóvil de la marca Bentley (hay que decir que, a pesar de esa confesión, su negocio continúa siendo floreciente).

A diferencia de las empresas de las aldeas, Sharma y Garg venden muchos de sus medicamentos en el extranjero. Cuando un colega mío se aproximó a la red de Sharma haciéndose pasar por un comprador para una cadena de farmacias surafricana, le ofrecieron rifampina, un producto fundamental contra la tuberculosis, con un 15% de potencia. Un 15% es “suficiente para pasar las pruebas con tinturas, y mucho más barato que el 100%”, le explicó Sharma. Desde el punto de vista del falsificador avanzado, puede ser lógico. Pero una píldora de esa potencia ayuda muy poco al paciente, e incluso puede hacer que el bacilo se vuelva resistente a tratamientos futuros.

 

El ingrediente ausente

Consecuencias mortales: se cree que en India uno de cada cinco fármacos es falso.

Si la comunidad internacional cree que perseguir a hombres como Rajesh Sharma y Pavel Garg es una prioridad, el caso es que se lo está tomando con calma, por miedo a enzarzarse en un problema políticamente delicado. La OMS ha hecho importantes declaraciones sobre la necesidad de luchar contra las falsificaciones, pero ellos tampoco quieren avergonzar a países miembros que permiten que los fármacos falsos entren en sus mercados. Por desgracia, muchos observadores opinan que, hasta que no haya un gran número de víctimas, no se emprenderán acciones eficaces. Como me decía un experto británico en seguridad farmacéutica: “No se empezó a actuar de verdad contra Al Qaeda hasta después del 11-S”.

Para complicar aún más las cosas, los gobiernos de algunos países en los que la falsificación es un gran negocio, como China, India, Corea del Norte, Tailandia y Vietnam, suelen hacer todo lo que pueden para poner obstáculos. Mientras que al problema de la piratería de fármacos en India contribuyen la ignorancia voluntaria del Gobierno y las redes de distribución ilícitas, se dice que en China está involucrado un cauce más oficial: el Ejército. Algunos entendidos que trabajan en Shanghai y Hong Kong, que prefieren el anonimato por miedo a represalias, me dicen que en el norte del gigante asiático existe incluso una pequeña fábrica de fármacos falsos situada en una base militar. Varios expertos africanos en salud cuentan que Pekín hace oídos sordos a sus quejas sobre las copias y afirman que hay políticos chinos corruptos que cobran a cambio de no inspeccionar las fábricas. Y, aunque el año pasado se ejecutó al antiguo jefe del organismo responsable de los productos farmacéuticos por aceptar sobornos, ese castigo no ha ido seguido de la aplicación de otros más duros contra los propios falsificadores. En la cercana Tailandia, durante años, la Organización Farmacéutica del Gobierno fabricaba fármacos de dudosa calidad y ordenaba que los hospitales comprasen sus medicamentos de fabricación nacional, más caros, en vez de otros importados de mejor calidad. Y en Corea del Norte, donde gran parte de las divisas extranjeras proceden de las actividades de falsificación, las medicinas pirata son una parte importante de los ingresos, según cuentan fuentes de los servicios de seguridad británicos.

Parecería lógico que las compañías farmacéuticas occidentales estuvieran en primera línea de la guerra contra las imitaciones, dado su deseo de proteger sus marcas. Pfizer, por ejemplo, dedica mucho tiempo y esfuerzo a intentar eliminar las copias de Viagra. Pero perseguir a los falsificadores de forma demasiado pública –o con demasiada energía– puede ser una espada de doble filo. Al final, si la gente cree que un fármaco es objeto de muchas imitaciones, las ventas del producto pueden salir perdiendo. Como consecuencia, muchas grandes farmacéuticas se han resistido a perseguir las falsificaciones, sobre todo las que se distribuyen en los países en vías de desarrollo. En 2005, el profesor de Salud de la Universidad de Oxford Nicholas White, uno de los principales expertos del mundo en malaria, arremetió contra el gigante farmacéutico británico GlaxoSmithKline por no advertir a los pacientes en Ghana sobre el falso Halfan, el medicamento pediátrico contra el paludismo que fabrica la compañía. Hubo miles de niños que pudieron estar expuestos a este fármaco y resultar dañados por él. La farmacéutica negó que hubiera ocultado información, pero los expertos nigerianos y ghaneses con los que he hablado confirman el silencio de la compañía. Las farmacéuticas, como los gobiernos que protegen negocios que no cumplen las normas, muchas veces tienen motivos para permanecer calladas.

Las ONG que distribuyen medicamentos en los países en vías de desarrollo, con toda su buena intención, quizá contribuyen también al problema. Para ahorrar dinero y tratar a más pacientes, estos grupos muchas veces compran medicinas de imitación procedentes de China e India que no han pasado las pruebas necesarias. Muchas pueden tener una calidad razonable. Pero los controles de calidad de esos países en general son malos y se permite que se deslicen en la cadena de distribución demasiados medicamentos que no cumplen los requisitos, incluso al lado de otros genuinos. Los grupos humanitarios, desesperados por obtener fármacos que salven la vida a los más pobres, se enfrentan a una elección difícil: productos caros pero seguros que pueden llegar a menos pacientes, o más baratos pero que pueden no ser eficaces. Con tantos espectadores pasivos, que hacen tan poco, el tráfico de imitaciones ha tenido tiempo de hacerse más extenso y complejo. Las zonas de libre comercio y las ventas por Internet proporcionan a los falsificadores más oportunidades de hacer circular y vender sus artículos, por lo que la lucha contra las imitaciones es mucho más difícil si no hay unos esfuerzos internacionales concertados y coordinados. Por fortuna, eso no ha impedido que unos cuantos valientes hayan asumido el reto. Pero los avances que tanto les han costado pueden venirse abajo muy fácilmente.

 

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Frascos mortales

Un buen envase es la mejor forma de triunfar en el mundo de la falsificación de fármacos. Si se puede reproducir la caja o el frasco, los consumidores no se dan cuenta de lo que hay dentro.

La falsa Viagra es un inmenso negocio mundial: cada año se fabrican millones de píldoras de mentira que se venden por decenas de millones de dólares. Para comprender por qué es uno de los medicamentos que más se falsifica, hay que comprender lo que cuesta hacer las pastillas azules de imitación. En China e India, un kilogramo de citrato de sildenafil, el ingrediente activo de Viagra, cuesta 60 dólares (unos 41 euros). Diluido en miles de unidades pirata e introducido a escondidas en EE UU, puede alcanzar un valor de 300.000 dólares: un margen más elevado que el de la cocaína, y con menores penas si te atrapan. Aunque un falsificador de Viagra en India copie píldoras con un 100% de potencia, seguramente seguirá gastando más en el envase que en las pastillas. Puede fabricar un frasco de 30 unidades por unos 33 centavos de dólar, de los que 15 centavos los gasta en el producto y 18 en un bote y una etiqueta casi perfectos. Si se utiliza azúcar o tiza en vez del ingrediente activo, el coste se reduce enormemente. Además, el envasado puede llegar a suponer casi el 90% de los costes de fabricación. Mucha gente cree que, si las farmacéuticas bajaran los precios de los medicamentos, los falsificadores tendrían menos incentivos para hacer imitaciones. Desde un punto de vista intuitivo, tiene sentido: unos márgenes de beneficio más pequeños deberían ser un elemento disuasorio. Por desgracia, las cosas no funcionan así. Los falsificadores pueden aceptar márgenes diminutos en cada producto si, a cambio, venden millones de artículos. Por ejemplo, una pastilla de jabón Johnson como la que vi hace poco en un mercado de Nueva Delhi. La auténtica puede comprarse en una tienda por sólo 60 centavos, pero la que vi aquel día era una imitación. Tenía una sustancia limpiadora de peor calidad; el envase, por el contrario, era casi idéntico. El falsificador quizá no gana más que uno o dos centavos con cada jabón, pero fabrica y vende miles, tal vez millones. Si se toma tantas molestias para piratear una pastilla de jabón, el coste de los fármacos de verdad –por muy baratos que sean– siempre les saldrá rentable. – R.B.

 

La otra guerra contra las drogas

Dora Akunyili, profesora de Farmacia de 54 años, sabía que tenía por delante una tarea difícil cuando tomó las riendas del Organismo de Vigilancia Farmacéutica de Nigeria, hace siete años. Entonces, en 2001, la OMS calculaba que el 70% de los medicamentos que se vendían en el país eran falsificados o no cumplían las normas. Pero se hacía poco para remediarlo, y la corrupción estaba muy extendida en el Gobierno. Akunyili obtuvo el trabajo porque impresionó al entonces presidente con su honradez, al devolver el dinero que había sobrado de una operación quirúrgica que le había pagado el Estado. Pero siempre ha tenido una razón más personal para luchar contra los falsificadores de medicamentos: su hermana murió por consumir un fármaco ilegal contra la diabetes en 1988. Desde que llegó a su cargo, ha reunido volúmenes enteros de historias espantosas sobre medicinas falsas y complicidad del Gobierno. “La gente lleva muriéndose por esta causa desde principios de los 70”, asegura.

Según Akunyili, hay funcionarios nigerianos corruptos que extorsionan a los fabricantes legítimos para sacarles dinero y aceptan sobornos de los falsificadores a cambio de permitirles el acceso al mercado. En 1995, cuando el Gobierno nigeriano trató de ayudar al vecino Níger a combatir una epidemia de meningitis, se distribuyeron más de 60.000 dosis de vacunas antes de descubrir que todas eran imitaciones. Fallecieron cerca de 2.500 enfermos. Pero lo más preocupante para el país es la falsificación generalizada de fármacos contra el paludismo. Esta enfermedad afecta a unos 2,6 millones de personas cada año, de las que mueren en torno a 5.000. Mis investigaciones muestran que un tercio de los nuevos fármacos contra la malaria son ilegales. Miles de madres nigerianas han visto cómo morían sus hijos porque con sus escasos ahorros sólo podían comprar fármacos falsos.

Akunyili ha avanzado enormemente en la lucha contra las redes de falsificación de medicinas en Nigeria, ha obtenido la condena de más de sesenta estafadores y tiene otros tantos casos pendientes. En 2006, su oficina cerró un mercado en la ciudad de Onitsha, en el sureste del país, durante una redada en la que halló más de ochenta camiones llenos de falsos fármacos con etiquetado convincente. Las campañas de concienciación pública también han tenido mucho éxito: en 2005 se capturaron o se entregaron voluntariamente medicamentos ilegales por valor de 16 millones de dólares. Los esfuerzos de Akunyili han logrado que su proporción en el país africano haya descendido del 70% en 2002 a sólo el 16% en 2007. Hace poco me dijo que este año están cerca del 10%. “No es suficiente, pero está mucho mejor que antes”, afirma.

Llegado el momento de tener que decidir entre una medicina sin probar o ningún fármaco, es mejor no utilizar nada, por nuestro propio bien

Pero Akunyili ha pagado un alto precio personal por su trabajo. En 2003, su coche fue objeto de una emboscada, una bala le rozó la cabeza y un miembro de su equipo murió asesinado. Ahora va constantemente acompañada de sus guardaespaldas. Akunyili es un objetivo, en parte, porque ha conseguido que se apliquen castigos más duros. Antes de que llegara al cargo, los imitadores se enfrentaban, como máximo, a una multa de 80 dólares y tres meses de prisión. La mayoría de los acusados no llegaba nunca a ver la sala del juzgado ni la celda, porque sobornaba a la policía. Hoy, las penas no pueden aún compararse con las de los casos de narcotráfico, pero las multas son más altas –muchas superan los 1.000 dólares– y el tiempo de cárcel se mide en años, no en horas.

A pesar de estos éxitos, cree que hay empresarios y políticos locales sin escrúpulos a los que les gustaría quitarla de en medio para poder seguir trabajando como siempre. Y se enfrenta a una lucha diaria en su trato con las autoridades de India y China, los dos países que suministran la mayor parte de los medicamentos de imitación de su país. “Ninguno de los dos gobiernos está intentando de verdad interrumpir la producción y la exportación de falsificaciones”, dice.

En el caso de India, el problema parece deberse, en parte, a la existencia de unas leyes poco enérgicas. Por lo que he visto en mis investigaciones, la piratería ni siquiera se perseguía como delito penal hasta el año pasado, y todavía hoy se hace respetar poco la ley. Una mínima señal de progreso fue la aprobación, en julio, de una ley que aumenta las multas por falsificación de 250 a 25.000 dólares, y las condenas de cárcel, de 5 a 10 años para los peores infractores. Pero todavía hay que hacer mucho más. Los casos no suelen llegar a los tribunales. Son frecuentes los sobornos a la policía. Un día, mientras esperaba en la oficina de Sati, vi cómo venían unos agentes locales para hablar sobre un caso pendiente; pasaron 10 minutos tratando de convencer a Sati para que se olvidara del caso.

 

Una receta para la reforma

Pese a los nobles esfuerzos de gente como Dora Akunyili y Suresh Sati, su trabajo carecerá de sentido si no se persiguen las principales fuentes de producción. Para ello harán falta controles internacionales más eficaces, mejor vigilancia y, sobre todo, el valor (y los presupuestos necesarios) para hacer realidad las buenas intenciones. Como mínimo, la lucha contra esos medicamentos ilegales no debería recaer sobre unos cuantos valientes. Al fin y al cabo, ¿quién dice que los progresos de Nigeria contra las peligrosas medicinas no vayan a dar marcha atrás si la próxima bala dirigida contra Akunyili da en el blanco?

Mientras este sector siga aumentando en rapidez y complejidad, la situación mundial empeorará antes de mejorar. Puede que China e India sean hoy los grandes fabricantes, pero ya hay varios países que les pisan los talones. Se calcula que la industria de las falsificaciones en Rusia tiene un valor de 300 millones de dólares anuales. Los pequeños productores de Argentina y Brasil crecen a toda velocidad. Egipto se ha convertido en un gran centro de falsificaciones chinas hacia Europa y EE UU. Incluso el terrorismo ha empezado a formar parte de la ecuación: en marzo de 2006, el FBI desbarató una red con socios en Brasil, Canadá, China y Líbano. Desviaba dinero hacia Hezbolá.

Lo bueno es que las nuevas tecnologías hacen que los controles aleatorios de calidad sean más fáciles y rápidos. Los espectrómetros de mano pueden evaluar la potencia de un fármaco en cuestión de segundos. Si se suministran más dispositivos de ese tipo a los agentes de aduanas, será posible encontrar rápidamente las imitaciones que entran y destruirlas.

Pero la tecnología sólo puede ser un aspecto de la solución. Hay que nombrar y abochornar a los gobiernos que protegen los sectores de la falsificación de fármacos, y los organismos humanitarios sólo deben comprar y distribuir los que hayan pasado pruebas rigurosas. Esto puede significar que, llegado el momento de tener que decidir entre una medicina sin probar o ningún fármaco, prefiramos quedarnos sin ninguno, por nuestro propio bien. Ésa es la opinión de Dora Akunyili. “Es mejor no tener acceso”, dice, “que tener acceso a falsificaciones y medicinas que no cumplen los requisitos”. Al final, quizá sea el único remedio sensato.

 

¿Algo más?
Para ver más análisis sobre la amenaza mundial de los fármacos falsos, puede leer el libro Making a Killing: The Deadly Implications of the Counterfeit Drug Trade (AEI Press, Washington, 2008), de Roger Bate. La Organización Mundial de la Salud ofrece en su web informaciones sobre fármacos falsos, advertencias a los viajeros y pistas para descubrir las imitaciones. Se puede encontrar más información sobre la lucha contra las falsificaciones en la página de IMPACT, una coalición de empresas farmacéuticas, ONG y organismos nacionales responsables. Puede visitar el sitio de Africa Fighting Malaria, una organización sin ánimo de lucro dedicada a la salud, para obtener información de cómo las medicinas de imitación están dificultando la lucha contra esta enfermedad.

El libro de Katherine Eban Dangerous Doses: How Counterfeiters are Contaminating America’s Drug Supply (Harcourt, Orlando, 2005) narra la fascinante historia de un equipo de investigadores que sacan a la luz una red de falsificación de medicamentos en el sur de Florida. Dora Akunyili, responsable del organismo de control de los medicamentos en Nigeria, es objeto de un perfil en el documental de la BBC sobre los falsos fármacos, Bad Medicine. El director de FP en EE UU, Moisés Naím, examina cómo el tráfico mundial de bienes falsificados está transformando el mundo en Ilícito (Ed. Debate, Barcelona, 2006), y el periodista británico Misha Glenny hace lo propio en McMundo: el crimen sin fronteras (Ed. Destino, Barcelona, 2008).