Las semillas de la crisis del euro son tan viejas como la propia moneda común.

La crisis europea de la deuda -cuya representación más reciente se inició el miércoles, 6 de abril, cuando Portugal indicó que iba a solicitar el rescate de la UE- ha dejado al descubierto todas las mentiras, todas las chapuzas y todas las trampas políticas, legales y económicas involucradas en la construcción de la divisa común del continente. Un motivo por el que los europeos no han conseguido aún enderezar el euro es que todavía no han asumido el grado de mala fe que intervino en su creación.

Para vender el euro a una población muy variada en los 90, sus partidarios hicieron promesas bastante contradictorias. A los alemanes les prometieron que la unión monetaria no derivaría en transferencias fiscales y crearía una moneda tan estable, al menos, como el marco. Los franceses consideraron que el euro era un vehículo para mejorar la competitividad interior y el alcance mundial. Para los italianos y españoles, ofreció la oportunidad de tener estabilidad monetaria y unos tipos de interés permanentemente bajos. Y en países con sistemas bancarios poco regulados, como España e Irlanda, representó la perspectiva de una riqueza rápida.

 

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Las distintas promesas culminaron en un régimen de mínimo denominador común. La disciplina monetaria iba a estar en manos de un banco central independiente encargado de garantizar la estabilidad de precios. Se suponía que el pacto de estabilidad y crecimiento cubriría la disciplina fiscal, con la famosa regla del 3%: el techo de déficit anual permitido en relación con el Producto Interior Bruto. Y nada más.

Con esta actitud ilusa, la eurozona siempre fue vulnerable a una crisis financiera. Pero, empeñada en negar la evidencia, Europa nunca quiso desarrollar un mecanismo de resolución de conflictos. Por el contrario, fomentó una serie de principios contradictorios: no admitía salidas (nada de dejar la eurozona y restablecer las monedas nacionales), impagos (hay que satisfacer todas las deudas soberanas) ni rescates (nada de transferencias fiscales entre Estados miembros). Mientras que el compromiso de no pedir rescates estaba consagrado de forma específica en las leyes europeas y el principio de que no hubiera impagos contaba con el acuerdo tácito de los líderes, el de que fuera imposible la salida no solía mencionarse, y nunca de manera explícita. Los tratados de la UE, sencillamente, no incluyen ningún procedimiento para llevarla a cabo. El único procedimiento formal de salida es la opción nuclear: la salida completa de la Unión Europea. Si la falta de un gobierno real hacía pensar que era probable que hubiera algún tipo de crisis, la falta de cualquier plan de gestión sensato dejaba prever que una crisis así seguramente acabaría descontrolándose.

La crisis actual se desencadenó cuando los desequilibrios macroeconómicos del continente chocaron con un sistema bancario mal regulado y mal capitalizado. Los alemanes tienden a tener un ahorro excesivo -su país tuvo un superávit de cuenta del 8% en 2008- y los bancos europeos les permitieron invertir enormes cantidades y con demasiada facilidad en España e Irlanda. Con la entrada de dinero en ambos países, sus respectivas burbujas inmobiliarias se hincharon y los precios aumentaron a más del triple en unos cuantos años.

En origen, era sobre todo un problema del sector privado, no el público: aunque Europa tenga hoy una crisis de la deuda soberana, no se trató de eso al principio. España e Irlanda tuvieron superávits fiscales durante la mayor parte de la pasada década, y se consideraba que los dos tenían una buena política fiscal. Portugal tenía déficits, pero su ratio deuda-PIB era muy poco superior a la de Francia y Alemania. Grecia fue el único país de la periferia de la eurozona que sufrió una crisis fiscal clásica: en 2009, tuvo un déficit del 15% del PIB.

Al final, lo que puso en peligro la solvencia de determinados Estados fueron las decisiones políticas de los dirigentes europeos. El mayor error cometido en el proceso de resolución de la crisis de la UE fue la decisión tomada por los líderes de la eurozona en octubre de 2008, tras la bancarrota de Lehman Brothers, de adoptar una estrategia de chacun-pour-soi (sálvese quien pueda) para sanear la banca: cada país debía ser garante de sus propios bancos. Con esa decisión, las crisis bancarias en la periferia de la eurozona se convirtieron en una serie de crisis fiscales nacionales que se contagiaron. Si las autoridades hubieran creado un fondo de rescate de la eurozona para los bancos en apuros, acompañado de un régimen de resolución bancaria, la crisis hubiera permanecido contenida en el sector privado. Si la UE hubiera arreglado los bancos entonces, habría podido escoger entre diversas opciones para afrontar la verdadera crisis fiscal que era la que había en Grecia.
Además, los líderes de la eurozona agravaron su error al centrarse en los síntomas en vez de la causa de sus problemas.

Los dirigentes europeos llegaron a la conclusión de que la principal amenaza contra la estabilidad del euro era el exceso de deuda nacional, y no los bancos insolventes que  constituían las raíces de esa deuda. Su receta fue austeridad, aunque eso no hiciera nada para solucionar el auténtico problema latente. La condición para obtener ayuda europea no fue arreglar los bancos, sino hacer recortes presupuestarios, y en eso consistió la filosofía esencial de los tres mecanismos anticrisis elaborados hasta el momento: el programa de préstamos a Grecia de mayo de 2010; el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF), que ofrece ayuda de emergencia a países en situación de dificultades financieras agudas; y el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE), un mecanismo permanente, diseñado pensando en crisis futuras.

Sin embargo, mientras tanto, el problema seguía sin resolverse. Mientras que el Programa de Alivio de Activos en Problemas (TARP, en sus siglas en inglés) de Estados Unidos consiguió disipar la crisis bancaria del país porque obligó a los bancos a aceptar dinero del gobierno, en Europa no hubo una reacción equivalente. El sistema bancario europeo sigue siendo frágil. Es difícil dar cifras exactas sobre el grado de descapitalización: los cálculos de los bancos de inversiones, las agencias de calificación y los organismos oficiales varían, pero es evidente que los problemas no están mejorando. La recapitalización necesaria para los bancos irlandeses se aproxima ya a los 70.000 millones de euros. En España, se calcula que las necesidades de recapitalización de las Cajas -el sector más expuesto a los problemas inmobiliarios- están entre 20.000 y 200.000 millones de euros. Las necesidades totales de recapitalización del sector bancario alemán están seguramente muy por encima de 100.000 millones de euros. El sistema bancario alemán es mucho más vulnerable de lo que se piensa. Ya ha habido que nacionalizar un banco germano especializado en el sector inmobiliario, HRE. También llegará un momento en el que habrá que recapitalizar las entidades bancarias griegas, y es muy probable que suceda lo mismo en Portugal. Las necesidades totales de recapitalización de la eurozona podrían muy bien alcanzar los 500.000 millones de euros.

Una política del estilo del programa TARP ayudaría mucho a atajar los problemas de Europa. Yo incluso iría más allá: quizá acabaría por completo con la crisis. Por desgracia, existen importantes obstáculos políticos. Algunas élites europeas no alcanzan a comprender la naturaleza del problema: la solución europea tradicional a las crisis bancarias es esperar sentados, no hacer nada y aguardar la siguiente recuperación económica. Es lo que hizo Alemania para superar los costes de la unificación. Y, si se tienen opiniones optimistas y poco realistas sobre el valor de las propiedades inmobiliarias, las quiebras soberanas y el crecimiento económico -como han demostrado tener algunos economistas europeos-, incluso es posible defender que el sector bancario no sufre ningún problema. Sin embargo, por desgracia, estamos en una situación en la que ese optimismo es infundado.

Los estrechos lazos entre los bancos y sus respectivos gobiernos también hacen que sea difícil ver las cosas claras. En Alemania, los seis bancos regionales (Landesbanken) que más necesitan la recapitalización están muy vinculados a sus gobiernos locales. En España, las Cajas están controladas por poderosos intereses de los dos grandes partidos. En Irlanda, los comentaristas han destacado a menudo las estrechas relaciones entre Fianna Fail, el partido del gobierno anterior, y el sector bancario. Es más, la presencia de un sector bancario muy politizado fue la principal razón por la que los líderes de la eurozona, en octubre de 2008, decidieron proporcionar una amplia red de protección a los sistemas bancarios, uno por uno; ningún país quería exponer sus bancos al bochorno y las desventajas competitivas de una valoración objetiva. El antiguo ministro de Finanzas alemán, Peer Steinbrück, lo reconoció explícitamente en su momento, al decir que su país estaba en contra de transferir poderes reguladores a la UE porque arrebataría a Alemania el control político de sus bancos.

Pese a ello, algunos Estados miembros, como Irlanda, han demostrado que son demasiado débiles para arreglar su sistema bancario, mientras que otros, como Alemania, simplemente no quieren hacerlo. El Gobierno de Berlín llegó a permitir que su fondo nacional de recapitalización bancaria, SoFFin, expirase en 2010 sin que hubiera nada con que sustituirlo, a pesar de que la UE estaba planeando una nueva ronda de pruebas de resistencia en la primavera de 2011. La decisión fue una clara señal de que el Ejecutivo alemán no tenía intención de acceder a la recapitalización de los bancos; las pruebas de resistencia se realizan en el ámbito de la Unión, pero los alemanes confiaban en poder descafeinarlas antes de empezar. Un alto funcionario alemán incluso me confesó que era imposible que su Gobierno pidiera al Parlamento que rescatara la periferia de la eurozona y su propio sector bancario al mismo tiempo.

Mientras no se solucione la situación bancaria -con medidas que separen la deuda nacional de los problemas del sector financiero-, la crisis europea continuará hasta que sea inevitable una cascada de insolvencias nacionales. Es cierto que limpiar el sector bancario será caro e impopular, pero no tiene por qué ser globalmente perjudicial para la eurozona. Incluso el cálculo por lo alto que hago para la recapitalización bancaria, 500.000 millones de euros, sigue siendo menos del 10% del PIB total de la eurozona. Una proporción que, en conjunto, debería ser manejable, porque la eurozona posee una ratio deuda-PIB inferior a las del Reino Unido y Estados Unidos. En cambio, es posible que cada país por su cuenta no pudiera manejar su parte de los costes de recapitalización. Por eso es necesario que la crisis bancaria se resuelva mediante la cooperación de todos los Estados usuarios del euro.

Por ahora, Europa está enfangada en un problema clásico de los colectivos: la defensa de los intereses nacionales impide una solución conjunta. Pero los Estados miembros no son aún conscientes del paso político tan trascendental que dieron en los 90 con la adopción del euro. Y esto nos remite al pecado original de la eurozona: las mentiras, las chapuzas y las trampas en el momento de su creación. Mientras no se reconozcan por completo, seguirán acosando al continente. No es probable que el euro se disuelva, pero cada vez parece más posible un resultado mucho peor: una unión monetaria perpetuamente disfuncional y dividida.

 

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