Las sociedades abiertas son pacíficas, representativas… y terribles a la hora de impulsar una economía. Al menos, ésa es la opinión extendida en Asia, donde, desde hace años, el crecimiento en la gran democracia india se ve empequeñecido por la eficiente expansión estatalizada de China. Los últimos triunfos económicos indios contradicen esa idea. ¿Es posible que la democracia sea buena para el crecimiento? Si es así, China ya puede tener cuidado.

 

 

Comparemos la trayectoria de estos dos países asiáticos. En 1990, el país A tenía un PIB per cápita de 317 dólares (unos 205 euros); el país B, de 461. En 2006, el país A, que sólo 16 años antes era un 31% más pobre que el país B, había acortado ya distancias: tenía un PIB per cápita de 634 dólares, frente a los 635 del B. Si tuvieran que adivinarlo, ¿cuál de los dos dirían que es una democracia? Podrían tener la tentación de pensar que la nación con mejor comportamiento es la autoritaria China y la que ha perdido terreno, la democrática India. En realidad, el que ha crecido más deprisa es India y el rezagado es una autocracia: Pakistán. Este dato contradice, sin duda, la idea habitual de que –sobre todo en Asia– los Estados autoritarios tienen ventaja a la hora de impulsar el crecimiento económico frente a los democráticos, obligados a soportar molestos inconvenientes como la legislación laboral y los compromisos políticos.

No obstante, seguro que la famosa comparación entre Pekín y Nueva Delhi demuestra que la dictadura tiene ventaja, ¿verdad? La conclusión parece evidente: el gigante asiático es un régimen autoritario y ha crecido más deprisa; India es plural y ha crecido más despacio. Sus ciudadanos defienden su sistema desde hace años al tiempo que se disculpan: “Es verdad que nuestro índice de crecimiento es pésimo, pero esas cifras son un precio aceptable a cambio de gobernar una democracia tan extensa y variada como la nuestra”.

Ya no hace falta pedir excusas. India ha abandonado el famoso índice hindú de crecimiento del 2% o 3% anual y ha comenzado su despegue económico. Sus últimos éxitos no sólo impresionan por su velocidad –está subiendo al ritmo del sureste asiático, entre un 8% y un 9% anual–, sino también por su solidez y su extensión. El milagro indio ya no se limita al cacareado sector de las tecnologías de la información; su industria manufacturera también ha despegado. Incluso el sector agrario, históricamente mediocre, está empezando a crecer.

¿Y dónde queda la ventaja autoritaria? El nuevo milagro indio debería desmontar –esperemos que de forma permanente– la idea, completamente engañosa, de que la democracia es mala para el crecimiento. Y ese milagro indio tiene, además, unas consecuencias importantes para el futuro político de China. Ahora que sus dirigentes conmemoran el 30º aniversario de las reformas económicas, deberían reflexionar a fondo sobre la experiencia india y tomar nota de la verdadera razón que hay detrás de su propio milagro. La idea de que hay que escoger entre la economía y la política está arraigada en la mente de muchos políticos y hombres de negocios, tanto en Asia como en Occidente. Pero nunca se ha probado de forma sistemática. Si India, con su ruidosa, caótica y mastodóntica organización política puede crecer, ningún otro país pobre tiene por qué afrontar una elección faustiana entre crecimiento y democracia. Un examen más detallado muestra que ambos países, en distintos momentos, han triunfado y fracasado por motivos muy similares. Sus economías han prosperado cuando han puesto en práctica políticas liberales; su rendimiento ha sido peor cuando han sufrido retrocesos políticos. Hoy, con un gran número de Estados pobres enfrentados a ese mismo tipo de decisiones, debemos entender esta dinámica. Ha llegado el momento de contar la historia de China y de India como es debido.

 

LA HISTORIA NO CONTADA

La mano que asfixiaba al país: la herencia no democrática de Indira Gandhi lastró durante décadas la economía india.

Esa historia no empieza en 2008. Es una carrera que se remonta a decenios atrás y que nos explica mucho sobre la relación entre democracia y crecimiento, gobernanza y prosperidad. Desde una perspectiva económica, lo que importa no es la situación estática de un sistema político, sino su evolución. El crecimiento de India se aceleró en los 90, a medida que el país privatizó cadenas de televisión, introdujo la descentralización política y mejoró la forma de gobernar. Y, al contrario de lo que suele pensarse, se estancó no porque fuera una democracia, sino porque, en los 70 y los 80, era menos democrática de lo que parecía. Para comprender lo que sucede en su economía –y qué relación tiene con el sistema político del país–, hay que volver la vista atrás, a los 50. Muchos especialistas culpan al primer jefe de Gobierno, Jawaharlal Nehru, por adoptar una estrategia de desarrollo que hizo que India sufriera un parón desde 1950 hasta 1990. Pero ésa es una opinión injusta, que responsabiliza a Nehru y elude a la verdadera culpable, su hija Indira Gandhi, primera ministra durante gran parte del periodo entre 1966 y 1984. El método de Nehru, de ordeno y mando, era la ideología imperante en muchos países en vías de desarrollo, algunos de los cuales, como Corea del Sur, lograron grandes éxitos.

Lo importante no es saber si las políticas económicas de Nehru fueron muy perjudiciales, sino por qué India intensificó y prolongó el modelo después de ver que no funcionaba. Para responder a esa pregunta hay que comprender el daño duradero que infligió Indira Gandhi a la democracia india. El clientelismo se convirtió en su estrategia electoral y, en el camino, minó una institución fundamental en una democracia: el sistema de partidos. Ella debilitó el Partido del Congreso, en otro tiempo orgulloso catalizador del movimiento de independencia, al prescindir de muchos de sus procedimientos tradicionales, reducir su presencia entre las bases de los Estados y designar a los altos cargos en vez de permitir que los eligieran los miembros. Ese debilitamiento del partido hizo que Gandhi tuviera que emplear otros medios para ser reelegida: aplastar a la oposición política, hacer el juego a los grupos de intereses especiales y ofrecer limosnas políticas. O incluso cancelar las elecciones, por las buenas. En junio de 1975, Indira Gandhi impuso el Estado de emergencia y anuló los comicios generales previstos para el año siguiente. Y no fue un hecho aislado. Ya en 1970 pospuso o canceló varias elecciones del Partido del Congreso. Además, dio grandes pasos para sustituir el federalismo por el poder centralizado. Un dato significativo que muestran los politólogos Amal Ray y John Kincaid es que, entre 1966 y 1976, su Gobierno invocó el artículo 356 de la Constitución –que da al poder federal la capacidad de asumir las funciones de los distintos Estados en situaciones de emergencia– en 36 ocasiones. Nehru y su sucesor (1950-1965) no recurrieron a esta medida más que nueve veces. Entre 1980 y 1984, Gandhi invocó dicha prerrogativa en otras trece ocasiones. El abuso de los poderes extraordinarios hizo un daño terrible a una institución importante de la democracia india.

El efecto fue que el sistema, pese a conservar algunas características esenciales de una democracia, se volvió opaco, corrupto y alejado de las referencias que los votantes suelen utilizar para valorar a sus dirigentes. En una democracia viva, los votantes castigan en las urnas a los políticos que no cumplen. En India, no. La reelección del Partido del Congreso en 1967 y en 1971 siguió, en ambos casos, a una caída del PIB per cápita el año anterior. No fue la democracia la que no cumplió con India; fue India la que no cumplió con la democracia. Las consecuencias económicas de este periodo de inflexibilidad fueron prolongadas. Como la suerte política de Gandhi dependía del clientelismo, no sentía ningún deseo de invertir en los verdaderos motores del crecimiento económico: la educación y la sanidad. La proporción de maestros por alumnos de primaria durante su larga época de gobierno se mantuvo en torno al 2%. Cuando dejó el poder, en 1985, sólo el 18% de los niños estaba inmunizado contra la difteria, la tosferina y el tétanos, y sólo un 1% estaba vacunado de sarampión. Todavía hoy, India sigue pagando el precio de su abandono. El bajo nivel de capital humano sigue siendo el mayor obstáculo a las perspectivas de desarrollo del país.

La buena noticia es que el subcontinente ha empezado a despojarse de este legado tan perjudicial. A medida que la política india se fue volviendo más abierta y transparente, los gabinetes posteriores al de Gandhi empezaron a convertir el bienestar de la gente en su principal prioridad. Por ejemplo, el índice de alfabetización entre los adultos pasó del 49% en 1990 al 61% en 2006. Con el tiempo, estas inversiones sociales se traducirán en auténticos dividendos.

 

EL GRAN PASO ATRÁS DE CHINA

Las dos Chinas: aunque su economía ha crecido de forma exponencial, los chinos pobres no han recibido su parte.

La historia de la ascensión de China parece, a primera vista, muy diferente. Un régimen comunista y cerrado decide adherirse de manera eficaz, rápida y masiva a la economía globalizada y da un impulso sin precedentes a su país. Parece ser un caso muy distinto a la opinión general de que la democracia fomenta el crecimiento porque impone unos límites a los gobernantes y tranquiliza a los empresarios privados sobre la seguridad de sus activos y los frutos de su trabajo. La idea de que China creció gracias a su régimen unipartidista deriva de que se ha centrado la atención, de forma equivocada, en una sola instantánea, en vez de haber tratado de comprender unas tendencias cambiantes. El gigante no despegó porque era autoritario. Despegó porque las reformas políticas liberales de los 80 hicieron que lo fuera menos. Igual que en el caso de India, cuando China revocó sus reformas políticas en los 90, su forma de gobierno empeoró y el bienestar de los ciudadanos disminuyó. El crecimiento de las rentas de los hogares se redujo, sobre todo en las zonas rurales; la desigualdad alcanzó unos niveles alarmantes, y los beneficios del crecimiento para la gente corriente cayeron de golpe. Pekín tuvo un mal comportamiento incluso en sus áreas tradicionalmente mejores: educación y sanidad. El analfabetismo entre adultos aumentó. Las vacunas disminuyeron. El PIB del país crecía, pero era peligroso para la salud.

El verdadero milagro chino comenzó en los 80, cuando la política era más liberal. Las rentas personales crecían a más velocidad que el PIB; la parte del PIB correspondiente a la masa laboral aumentaba; y la distribución de la riqueza, al principio, mejoró. El Imperio del Centro consiguió reducir mucho más la pobreza en los 80, sin ninguno de los factores (como la inversión directa extranjera, IDE) que hoy se consideran elementos esenciales del modelo chino. En sólo cuatro años (1980-1984), sacó a más población rural de la pobreza que en los 15 años que van desde 1990 hasta 2005. Si India se volvió menos democrática bajo Indira Gandhi, China, en los 80, se hizo menos autoritaria bajo la troika de Deng Xiaoping, Hu Yaobang y Zhao Ziyang. Ése es el factor fundamental del despegue económico del gigante asiático.Una de las primeras medidas de los líderes reformistas consistió en crear un entorno más favorable a la propiedad privada. En contraste con las expropiaciones masivas de tierra de hoy en día, en 1979 el Gobierno devolvió depósitos bancarios, bonos, oro y hogares confiscados a los antiguos capitalistas a los que el régimen había perseguido. El número de personas que se beneficiaron de esta decisión política no fue muy elevado, alrededor de 700.000. Pero el simbolismo era importante en un país que aún sufría las consecuencias de la Revolución Cultural. Y en el nuevo entorno político posterior a Mao hubo otros actos simbólicos que pretendieron elevar la confianza de los empresarios. En 1979, dos viceprimeros ministros visitaron y felicitaron en persona a quien obtuvo la primera licencia para abrir un restaurante privado en Pekín. En 1981, un documento del Partido Comunista mostraba la voluntad de captar a miembros procedentes del sector privado, un gesto muy aireado. La idea habitual de que el partido no empezó a reclutar a capitalistas hasta el final de la era de Jiang Zemin no es cierta.

Asimismo, los líderes reformistas empezaron a llevar a cabo cambios políticos sustanciales. Como dice Minxin Pei, todas las reformas políticas importantes –como la jubilación obligatoria de los funcionarios, el fortalecimiento del Congreso Nacional Popular (CNP), las reformas legales, los experimentos de autogobierno en zonas rurales y el relajamiento del control sobre los grupos de la sociedad civil– se instituyeron en los 80. Los medios de comunicación adquirieron más libertad en el primer periodo reformista. Y la secuencia temporal es fundamental. Este liberalismo direccional de la política china fue anterior o simultáneo al crecimiento económico del país. No fue un resultado del éxito económico. Ese liberalismo influyó en el crecimiento, sobre todo, en la China rural, donde vive la mayoría de la población. El acceso privado al capital se volvió más fácil en los 80. Se generalizaron las empresas privadas, sobre todo en las partes más pobres del país, donde más se necesitaban. De los 12 millones de empresas rurales clasificadas como municipales, 10 millones eran completamente privadas. El giro en la política china fue lo bastante creíble como para animar a millones de empresarios a establecerse por su cuenta.

Sin embargo, en los 90, el Estado chino revocó por completo las reformas políticas graduales de la década anterior. Ésa es la valoración de Wu Min, profesor en la escuela del Partido Comunista que depende del Comité Provincial de Shanxi. En un artículo publicado en 2007, Wu reveló que el programa de reformas políticas aprobado en el 13º congreso, en 1987, puso en práctica algunos cambios sustanciales. El congreso abolió los comités comunistas en muchos organismos gubernamentales y delineó de forma explícita las funciones del Partido y del Estado. A partir de 1989, no hubo más progresos en materia de reforma política, especialmente en la reducción y la racionalización del poder del Partido Comunista.

El legado liberal: contra la opinión establecida, el crecimiento chino comenzó con una cierta liberalización.

Las reformas políticas de los 80 pretendían incrementar la transparencia del Gobierno mediante la creación de ciertos controles y equilibrios del poder del Partido y el fomento de la democracia interna. Wu menciona una medida concreta aprobada en los 90 para anular las iniciativas anteriores. Según él, China estableció disposiciones explícitas para impedir que el Congreso Nacional Popular llevara a cabo evaluaciones de funcionarios de los brazos ejecutivo y judicial. Wu comenta: “Se trata, evidentemente, de un paso atrás”.

¿Hasta qué punto retrocedió China por esta decisión? ¿Y si digo que casi treinta años? Pensemos en el historial de China en cuestión de accidentes laborales. En 1979, después de que una plataforma petrolífera volcara y causara 72 muertes, el CNP celebró una serie de vistas en las que se llamó a testificar a funcionarios del Ministerio del Petróleo. La conclusión fue que el ministro había sido negligente y se le despidió. En cambio, desde mediados de los 90, se han producido cientos de explosiones y accidentes industriales en las minas de carbón. Miles de personas han perdido la vida. Y no se ha celebrado ninguna vista ni se ha declarado responsable a ningún funcionario con el rango de ministro o gobernador provincial.

Como Indira Gandhi en los 70 y los 80, el Estado chino centralizó gran parte de la gestión económica en los 90. Fue otro paso atrás respecto a las prometedoras reformas de 10 años antes, que, en esencia, ha?bían consistido en delegar la toma de decisiones en quienes estaban mejor informados sobre las situaciones locales. En 1994, el Gobierno central incrementó de forma sustancial la parte de los ingresos fiscales destinada a las arcas centrales y abolió una de las reformas más innovadoras: el federalismo fiscal. Otro hecho menos conocido de los 90 fue que el Estado centralizó las funciones presupuestarias y de otros tipos de los pueblos. Es decir, aunque la gente siguió votando en elecciones municipales, las autoridades elegidas tenían muy poco poder real.

Las consecuencias económicas de estos retrocesos fueron considerables. En los 90, hubo una crisis en el crecimiento de las rentas familiares en relación con el PIB, lo que significa que el ciudadano medio perdió poder adquisitivo. La parte del PIB correspondiente a los empleados –la renta que aporta la población general– alcanzó su cénit en 1990 con el 53,5%. En 2002, había descendido al 45% del PIB. Con ese 45%, la economía china producía menos beneficios para su población en 2002 que en 1978, cuando la parte de los empleados del PIB estaba en el 48%. Hay otra cuestión igualmente peligrosa para los más pobres, pero que casi no ha llamado la atención: el país está retrocediendo en alfabetización. El 2 de abril de 2007, el China Daily, de propiedad estatal, publicó un artículo con un título de una franqueza poco frecuente: “El fantasma del analfabetismo vuelve a recorrer el país”. Decía que el número de adultos que no sabían leer ni escribir había aumentado 30 millones entre 2000 y 2005. En 2005, había 115,7 millones frente a 85 millones en 2000. Las raíces del problema se encuentran en los 90. Hay que tener en cuenta cómo se define la alfabetización: la capacidad de identificar 1.500 caracteres chinos entre los siete y los nueve años. Un adulto que estuviera en el grupo de analfabetos en 2005 recibió toda su educación primaria a mediados de los 90. Además, las tasas de vacunación –que aumentaron a lo largo de los 80– empezaron a disminuir en los 90. Con el tiempo, Pekín pagará un precio muy alto por estos fallos tan monumentales.

En los 90, se alteró de forma fundamental la naturaleza del crecimiento en China. En los 80, tenía una amplia base y fue positivo para los pobres; desde entonces, el porcentaje de gente beneficiada por el desarrollo económico ha disminuido, y el rendimiento social se ha deteriorado. Donde más se advierten las repercusiones de este gran retroceso es en las zonas rurales del país, más calladas y menos visibles.

 

LA LARGA MARCHA

Por supuesto, entender los orígenes de las respectivas vías de India y China hacia el desarrollo no es más que la mitad del asunto. Lo más significativo es cómo han aplicado las reformas y cómo han reaccionado ante ellas los dos países, y lo que eso dice de la relación entre la liberalización política y el crecimiento económico.

Tras la caída de la URSS, los dirigentes chinos estuvieron de acuerdo en que su nación había evitado correr la misma suerte porque no había reformado su política. La realidad es todo lo contrario. La razón más importante por la que Pekín sobrevivió a la crisis de Tiananmen de 1989 fue que sus campesinos estaban satisfechos. En los 80, la China rural experimentó los cambios económicos y políticos más radicales. Fue la reforma lo que salvó al Partido Comunista.

El dividendo democrático: mientras China construía rascacielos, India invertía en su gente. Ahora puede ser el próximo tigre asiático.

Las transformaciones políticas también contribuyeron al crecimiento indio. Véase el ejemplo de los medios de comunicación. Durante la larga era Gandhi, aunque la prensa escrita era libre, el Gobierno controlaba las cadenas de televisión, una fuente de información más importante dado el alto índice de analfabetismo. La privatización de las emisoras durante los 90 no sólo enriqueció la calidad de la televisión de entretenimiento para el ciudadano medio, sino que añadió transparencia a la política india. Muchos escándalos de corrupción y sobornos se pusieron al descubierto por primera vez ante las cámaras, en unas denuncias cuyo efecto se vio aumentado por las vívidas imágenes de los políticos recibiendo dinero en sórdidas habitaciones de hotel. Ésa es la mejor manera de luchar contra la corrupción.

Mientras China reforzaba su control político de los asuntos rurales tras el derrumbe soviético, India avanzó en la dirección opuesta. En 1992, modificó su Constitución para dar más solidez a una reforma de amplias y extensas repercusiones: el autogobierno de los pueblos. Este fenómeno del panchayati raj tiene todas las probabilidades de transformar un sistema urbano y elitista en otro de carácter tocquevilliano que, de paso, está dando cada vez más poder a las mujeres. Las instituciones auxiliares de la democracia india, tan atrofiadas bajo Indira Gandhi, se han renovado. Los indicadores del Banco Mundial muestran una mejoría notable en áreas fundamentales desde mediados de los 90. De hecho, India está por delante de China en varias áreas importantes de reforma. A lo largo de los 90, Nueva Delhi redujo los controles estatales sobre el sector bancario, permitió la incorporación de bancos privados, tanto nacionales como extranjeros, y abolió la injerencia gubernamental a la hora de fijar el precio del patrimonio neto de las ofertas públicas iniciales en el mercado de valores. China no está, ni mucho menos, a la altura de India en cuanto al ritmo y la profundidad de las reformas financieras.

¿Tal vez la democracia provocaría una oposición a las reformas? Muchos reformistas progresistas en China creen que sí, pero ésa es una hipótesis que se basa demasiado en el miedo y poco en los hechos. Pensemos en este dato: todas las reformas políticas en India las ha llevado a cabo una coalición de partidos, no sólo aquel que ostenta la mayoría. Ocurrió con el Partido del Congreso a principios de los 90 y el Partido Bharatiya Janata entre 1998 y 2004 y ocurre de nuevo hoy con el Partido del Congreso.

¿Y qué sucede con las infraestructuras? Hasta los liberales indios desean a veces una dosis de autoritarismo. El Ejecutivo chino puede olvidarse de las complicaciones políticas y legales y construir redes de ferrocarril, autopistas, conducciones de agua, de primera categoría y de la noche a la mañana. El autoritarismo juega con ventaja a la hora de abordar proyectos de obras públicas. Pero no. La construcción de infraestructuras es posterior –no anterior– al crecimiento chino. En 1988, Pekín tenía unos 150 kilómetros de autopistas. La situación no cambió hasta finales de los 90. Sólo desde hace ocho o diez años puede presumir de poseer equipamientos comparables al mundo desarrollado. Muchos inversores extranjeros creen que las infraestructuras explican el distinto ritmo de crecimiento de China e India. No existen pruebas de esto. En los 80, India tenía ventajas en este sentido: una red de ferrocarriles más extensa, por ejemplo. Y, aunque hoy podamos discutir cuál de los dos países está en mejor situación, no hay duda de que China estaba mejor que India en los 80. Lo que propulsó el crecimiento chino fueron las reformas y las inversiones sociales, no los aeropuertos y los rascacielos de vanguardia.

Una justificación para construir esas infraestructuras tan enormes es que atraen la IDE. Durante años, los economistas y analistas financieros occidentales han reprochado a Nueva Delhi que no siguiera el ejemplo chino en este ámbito. Pero esa crítica empieza la casa por el tejado. Como las infraestructuras, la IDE no precede, sino que sucede al aumento del PIB. En los 80, China recibió muy poca IDE y, sin embargo, creció más deprisa y mejor que posteriormente. Lo primero de lo que tiene que ocuparse la política es de cómo hacer que la economía crezca, no de cómo atraer esas inversiones. Mientras India crezca entre un 8% y un 9%, incluso sin unas infraestructuras de primera categoría, podrá fácilmente triplicar o incluso cuadruplicar su IDE, que hoy tiene un volumen de 7.000 millones de dólares al año. El crecimiento puede autofinanciar las infraestructuras realmente necesarias para los negocios y el desarrollo económico. China ha construido unas infraestructuras cruciales, como centrales eléctricas y redes de transporte, pero, desde mediados de los 90, sus dirigentes, sin tener que someterse a la opinión pública, el escrutinio de los medios ni los derechos de propiedad privada de las tierras, han despilfarrado enormes recursos en rascacielos urbanos que no producen beneficios económicos. Muchos son edificios oficiales muy costosos, en algunos casos de hasta más de cien millones de dólares. Y los costes económicos de esos proyectos son mucho menores que sus costes en materia de oportunidades, las inversiones en educación y sanidad que China ha dejado de hacer. Que un país haya construido casi 3.000 rascacielos en Shanghai y haya sumado 30 millones de analfabetos en la misma década es extraordinario.

Después de un largo paréntesis, los dirigentes chinos han vuelto a la visión de los 80: que las reformas políticas deben ser una prioridad. La China rural ha empezado a recuperarse del abandono de los 90, y las rentas rurales han crecido más deprisa que en ningún otro momento desde 1989. Todo eso está muy bien. Ahora, para consolidar esos logros será necesario revocar con más energía las políticas intransigentes de los 90. La forma en la que India consiguió salir de su larga sombra de antiliberalismo ofrece varias lecciones valiosas. En otro tiempo, Pekín enseñó a Nueva Delhi la importancia de las inversiones sociales y la apertura económica. Ha llegado el momento de que la China actual aprenda de India –y de la China de los 80– que las reformas políticas no son la antítesis del crecimiento. Son la clave para crear una base más sana y sostenible para el futuro.

 

 

¿Algo más?
La obra de Yasheng Huang Capitalism with Chinese Characteristics: Entrepreneurship and the State (Cambridge University Press, Nueva York, 2008) explica con más detalle las raíces del éxito de China. En China’s Trapped Transition (Harvard University Press, Cambridge, 2006) y ‘El lado oscuro del éxito chino’ (FP edición española, abril/mayo, 2006), Minxin Pei describe las dificultades de un crecimiento anual brillante en un país que sigue estando orgulloso de ser comunista. Julio Arias describe los problemas medioambientales del gigante asiático y la extensión de su poder en el mundo en ‘Gigante sin agua’ (FP edición española, diciembre/enero, 2008) y ‘El poder blando de China’ (FP edición española, agosto/septiembre, 2005). Paul Krugman lanzó una temprana advertencia sobre lo efímero de las ganancias de los llamados tigres asiáticos en ‘The Myth of Asia’s Miracle’ (Foreign Affairs, noviembre/diciembre, 1994).

Para leer un relato desde dentro de los problemas de India bajo Indira Gandhi, véase el libro de Nitish Sengupta Inside the Steel Frame: Reminiscences and Reflections of a Former Civil Servant (Vikas, Nueva Delhi, 1995). En ‘India, más astuta que China’ (FP edición española, febrero/marzo, 2006), Diana Farrell sigue la carrera económica entre las dos potencias emergentes en todos los ámbitos, desde la propiedad de las televisiones hasta los nuevos ingenieros. Barbara Crossette reexamina opiniones habituales sobre las ambiciones de India en ‘Depende: India’ (FP edición española, abril/mayo, 2007).