La estrategia energética estadounidense debería pasar por América Latina y, especialmente, por la Venezuela de Chávez.

 

La capacidad de un país para imponerse nacional, regional o globalmente está directamente relacionada a su suministro energético y a los costes incurridos para asegurarlo. Para Occidente esta década se traduce en una urgente necesidad de que se produzca mucho más petróleo de forma global del que se proyecta. Pero la realidad geopolítica, sobre todo en Oriente Medio, dificulta la capacidad incluso de cumplir las metas existentes.

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Estados Unidos, aún la superpotencia indiscutible del mundo económica, diplomática y militarmente, tiene un punto ciego que es su política energética y, por extensión, su seguridad nacional. Su letárgica economía simplemente no será capaz de contener las aspiraciones de China y Rusia a largo plazo sin que los precios del crudo bajen a corto plazo.

Los países de la OCDE necesitan más petróleo, especialmente de fuera de Oriente Medio y el Norte de África, para afianzar su recuperación económica inmediata y la defensa de sus intereses a futuro.

El nacionalismo de recursos naturales es una realidad e, inevitablemente, limitará la capacidad de producción global, especialmente en países que tratan de limitar el poder estadounidense.

Pero la política extranjera de Estados Unidos, su estrategia geopolítica en algunas regiones, de hecho está limitando innecesariamente el aumento en la capacidad de producción que podría aliviar los mercados petroleros –notablemente en América Latina, donde naturalmente sobresale Venezuela y su recién reafirmada revolución Socialista del Siglo XXI del populista Hugo Chávez.

 

Petróleo y crisis de Occidente

Gran parte de la industria petrolera mundial ya trabaja a niveles máximos. Arabia Saudí no bombeaba tanto desde hace más de tres décadas, a pesar de que Libia ya recuperó la mayor parte de su producción. Fuera de la OPEP, Rusia, Canadá, EE UU y Brasil, entre otros, están bombeando también a máxima potencia y los planes de expansión son de por sí bastante ambiciosos.

Para 2020, la producción total de líquidos —lo cual incluye petróleo, sus derivados, y biocombustibles, aumentará un 10%. Eso equivale a alrededor de la mitad del consumo de Estados Unidos, un poco menos de la producción total de Arabia Saudí, y más o menos lo mismo que la producción combinada de EE UU y México. Es muchísimo.

Esto mientras Europa está en recesión y las demás economías de la OCDE luchan por mantenerse a flote. Y eso es porque la era de consumidores de petróleo y de precios bajos dio paso a la era de productores de petróleo y precios altos con el cambio de siglo.

Los precios del petróleo se mantendrán altos, con perspectiva de subir a largo plazo, a raíz del aumento del consumo del resto de mundo en vías de desarrollo, empezando por China. Esta tendencia se consolidará y, cada vez más, EE UU y los países de la OCDE serán más vulnerables a las interrupciones prolongadas de suministro, en caso de guerra con Irán, por ejemplo.

Históricamente, y con pocas excepciones, las escaladas en los precios del petróleo han traído consigo recesiones como las que siguieron al embargo de petróleo árabe en 1973, a la crisis de rehenes con Irán en 1979, a la invasión a Irak en 1993, a los recortes de la OPEP en 1999 y, por supuesto, a la más reciente en 2008, cuando la crisis financiera fue agravada por los precios en torno a los 150 dólares por barril.

La inflación fluctúa con los precios del petróleo. Y el crecimiento económico es inversamente proporcional a la inflación, a grandes rasgos. Es decir, mientras más altos los precios de petróleo, menos dinero hay para gastar en todo lo demás, lo cual quiere decir que la economía se frena.

La economía global es sostenible con precios del petróleo equivalentes a un 9% del PIB, un nivel que solo se sobrepasó justo antes de la doble recesión a principios de los 1980, y otra vez justo antes de la Gran Recesión de 2008. Actualmente estamos en torno al mismo umbral.

Los precios del petróleo condicionan desproporcionadamente la economía de EE UU. Por cada 10 dólares que aumenta el barril de petróleo, la inflación sube casi 0,4%. Si esos precios se mantienen a lo largo de un año, se pierden 120.000 trabajos y el PIB se encoge 0,2%. Si se mantienen dos años, 410.000 trabajos se pierden y el PIB se reduce 0,5%.

Y el hecho de que Estados Unidos y algunos aliados siguen considerando recurrir a las reservas estratégicas para contrarrestar la volatilidad del mercado es testimonio del nerviosismo de Occidente en esta coyuntura.

 

América Latina: el punto ciego

La región mejor posicionada para aumentar significativamente la producción de petróleo por encima de las expectativas es América Latina, que tiene las segundas reservas de petróleo más grandes del mundo. No es que no haya petróleo en otras regionales. Simplemente no es tan abundante ni factible por diversas razones.

Si América Latina atrae los recursos y tecnología simplemente para cumplir los planes de desarrollo que ya están en ejecución, podría sumar otros tres millones de barriles por día (bpd) a la producción global para 2020, es decir, un aumento de producción global un 30% más alto de lo que se anticipa. Los precios del petróleo inevitablemente bajarían y las economías occidentales se fortalecerían.

Y dentro de la región, Venezuela es la única que puede cambiar significativamente el balance global. Es "el único país del golfo Pérsico en el continente". Los reservas de 297.000 millones de barriles de Venezuela son las más grandes del mundo, y siguen creciendo. Pocos creen que Venezuela con Chávez pueda cumplir sus objetivos. Pero los escollos no son técnicos o económicos, sino políticos.

Los productores de petróleo solo pueden ser presionados a través de su ingreso petrolero –no con sanciones, sino a través del mercado-. Estados Unidos podría aplicar una versión moderna y mucho más discreta de la estrategia de Ronald Reagan para derrotar a los soviéticos en la guerra fría, catalizando una era de precios bajos de petróleo y una prolongada hegemonía de EE UU.

El petróleo podría catalizar unas nuevas relaciones entre Estados Unidos y América Latina. Todos los países del hemisferio occidental comparten el objetivo de incrementar la producción lo más rápido posible. Desde cualquier punto de vista, más producción y cooperación beneficia a todos, ya sea para contener al chavismo, para energizar la economía de EE UU, para expandir el capitalismo o para levantar a millones de la pobreza.

En cambio, las relaciones y el distanciamiento de EE UU con la región, a raíz de sus guerras ideológicas alimentan el factor riesgo y actúan como un cortafuego para la inversión extranjera. Cuba, Chávez, y los países del ALBA no pueden seguir dominando las relaciones. En vez de imponer una agenda, Washington necesita sentarse y hablar con países como Brasil, Argentina, Chile, Perú, Colombia y México.

América Latina tiene otras prioridades, y aún más, los estadounidenses. La economía es y seguirá siendo el problema más importante para todos, incluyendo los votantes hispanos de EE UU. No las drogas, la inmigración, ni Chávez.

Un giro estratégico de EE UU en la política regional atraería más inversión a América Latina y, a la vez, fortalecería su posición estratégica y debilitaría a Chávez. Y lo mejor del caso, no supondría sacrificar valores estadounidenses como la defensa de los derechos humanos, los valores democráticos, y la libertad de expresión y prensa. Quien quiera que gane las elecciones de noviembre en Estados Unidos debería hacer lo que pueda para eliminar incertidumbres que pesan sobre la industria petrolera venezolana y la estabilidad latinoamericana.

Además, el chavismo ya está autocontenido porque necesita de inversión extranjera para sobrevivir. Con o sin Chávez, con o sin socialismo, Venezuela no tiene más opción que atraer inversión extranjera a su sector petrolero. El legado del chavismo está en juego y su líder hará todo lo posible para asegurarlo. Sea dinero chino, europeo o estadounidense, Venezuela invariablemente implementará políticas de mercado más amigables.

Colombia, liderada por el presidente Juan Manuel Santos, entendió bien esta transición del chavismo. Dio un giro en la política antichavista del expresidente Álvaro Uribe e impuso un pragmatismo geopolítico que ha beneficiado a ambos países y a la región, sin importar los modelos diametralmente opuestos de Chávez y Santos. Santos personifica la transición política interna latinoamericana en la que se prioriza el bienestar económico por encima de la ideología.

Además, ciertamente no todo el mundo es un cómplice de los males que ellos denuncian. Todos los amigos de Estados Unidos comparten sus preocupaciones, desde Brasil y Canadá, hasta Noruega y Japón, pero ellos están lidiando con Chávez de distinta manera. Y como el caso extremo de Colombia demuestra, así como el del resto del continente, el enfoque realista ha sido más efectivo.

De hecho, es del interés de EE UU potenciar el fortalecido movimiento socialdemócrata para contrarrestar al chavismo, mientras reclama su liderazgo económico en la región. Eso en la práctica supone trabajar de la mano con Brasil como potencia regional, no como socio júnior.

Brasil seguirá siendo el modelo. Con o sin Chávez, el petróleo fluirá de Venezuela. Estados Unidos no puede quedar rezagado con Venezuela o China en ayuda para del desarrollo o financiamiento de crédito blando para la región. EE UU no puede seguir posicionándose como un apoderado indiferente y en contraposición de la mayoría de América Latina. Estados Unidos solo puede ser mejor estratega que Chávez si ofrece una mejor opción a su tentación populista.

En todo caso, la nueva América Latina es una realidad, no una posibilidad. Si Estados Unidos quiere darse cuenta o lidiar con ello es su decisión.

 

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