Cómo reducirla y evitar que se convierta en la mayor causa de inestabilidad del mundo.

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Entre los numerosos obstáculos que afronta el mundo para disfrutar de estabilidad y buena gobernanza, el que menos atención ha recibido hasta ahora es tal vez el aumento de la desigualdad de rentas. Es un problema que antes era competencia casi exclusiva de la economía del desarrollo, pero que ahora está tan extendido y ha adquirido tal dimensión que preocupan ya sus consecuencias para la estabilidad política. Con lo que ha crecido la desigualdad, ha llegado el momento de reconocer que se trata de una pandemia social a escala mundial. Mientras no seamos conscientes de ello, no podremos elaborar una solución apropiada.

El reciente informe del Foro Económico Mundial Outlook on the Global Agenda 2014 sugiere que, entre los próximos 12 y 18 meses, el aumento de la desigualdad de rentas será la mayor causa de inestabilidad en el mundo después de las tensiones en Oriente Medio y el norte de África. Las desigualdades perturban el orden porque están haciendo que las clases bajas y medias de todo el mundo desconfíen de los sistemas económicos en los que viven y, por consiguiente, exijan un cambio radical. Este fenómeno no debería sorprendernos. Un estudio reciente de Oxfam, Working for the Few (Funciona para unos pocos), destacaba datos tan indignantes como que el 1% de la población mundial posee casi la mitad de su riqueza y las 85 personas más ricas del planeta tienen, entre ellas, tanto dinero como la mitad más pobre de la población global.

Todavía son muchos los que, sin razón, subrayan la división entre Norte y Sur o entre Oriente y Occidente al hablar de riqueza. Aunque las disparidades de rentas tienden a ser mayores entre unos países y otros que en el interior de las fronteras, y las mayores desigualdades son las existentes entre los países desarrollados y los que están en vías de desarrollo, también hay que tener presente que, en los últimos decenios, en la mayoría de los Estados desarrollados se ha producido un señalado empeoramiento de las desigualdades internas. Ocurre en la mayor parte de Europa y, sobre todo, en Estados Unidos, donde la desigualdad ha alcanzado un nivel que no se veía desde el final de la década de 1920 y el inicio de la Gran Depresión. La crisis financiera ha agudizado esta tendencia: desde 2009, alrededor del 95% de la riqueza producida en el país ha ido a parar a manos del 1% más rico. En 2011, ese 1% poseía el 40% de la riqueza total de EE UU y ganaba casi la cuarta parte de la renta anual total del país. Parece difícil negar que estamos ante un caso de expolio sistemático de la riqueza nacional por parte de una pequeña élite.

Existen muchos motivos para pensar que no está bien que se concentre tanta riqueza en manos de tan pocos. Para empezar, un motivo evidente es que, cuando una persona alcanza cierto nivel de ingresos, su esperanza de vida y su felicidad personal aumentan muy poco. Por tanto, parece lógico poner en duda las filosofías (y políticas) que propugnan la acumulación de riqueza sin tener en cuenta un reparto más equitativo en la sociedad.

Pero además, incluso aunque no aceptemos la idea de que aumentar la esperanza de vida y promover la felicidad individual deban ser los objetivos fundamentales de nuestra vida policía, por lo menos debemos ser conscientes de que la desigualdad es un factor que no solo impide lograr cosas positivas sino que tiene repercusiones negativas. Existen cada vez más pruebas de que la desigualdad está estrechamente unida a la pérdida de confianza en las estructuras sociales, así como al aumento de la violencia y la criminalidad y la disminución de la movilidad social. Esta última consecuencia es quizá la más significativa, porque la acumulación de riqueza en manos de unos pocos les ha permitido hacerse de manera sistemática con las palancas sociales y políticas del poder, y eso, a su vez, acaba erosionando uno de los principios más sagrados de la democracia liberal: la igualdad de oportunidades. Los datos disponibles sobre los antecedentes familiares de quienes ocupan cargos públicos, o de quienes consiguen que les acepten en las mejores universidades del mundo, corroboran el hecho de que los vástagos de los más ricos suelen tener una representación desproporcionada en los peldaños superiores de la escala social y lo que eso les permite hacer. Se trata de una tendencia especialmente preocupante en el caso de Europa, porque la igualdad de oportunidades y la meritocracia son dos de los factores más importantes en lo que podría denominarse el pacto social europeo.

Entre las muchas causas posibles de esta patología, que van desde la filosofía personal hasta la naturaleza del capitalismo, pasando por la educación, creemos que la más importante es la globalización, por cómo limita el poder de los Estados. En un entorno en el que los ricos pueden transferir sus recursos a través de las fronteras sin tener que rendir cuentas ni cumplir sus obligaciones fiscales, los gobiernos pueden influir muy poco en el reparto de la riqueza dentro de sus respectivas sociedades. El poder de los Estados es eficaz en la aplicación de políticas redistributivas que afectan sobre todo a las clases medias y bajas, que suelen vivir de unos salarios completamente declarados y, por consiguiente, fáciles de fiscalizar. Los miembros del 1% más rico pueden establecer su residencia fiscal en Luxemburgo o los Estados del Golfo para eludir prácticamente cualquier impuesto sobre la renta. Y pueden crear unas complicadas estructuras legales que les permiten librarse, en gran parte o por completo, de los impuestos de sociedades. También hay otros casos en los que utilizan la amenaza de deslocalizar sus empresas para obligar a los gobiernos a instituir sistemas fiscales regresivos. En conjunto, el resultado ha sido la aparición de una élite mundial que consigue evadirse de su justa contribución al bien común y destinar sus recursos a perpetuar su posición de privilegio.

Estamos ante un problema que solo puede abordarse a escala mundial y mediante el fortalecimiento de la gobernanza internacional. Los esfuerzos recientes del G-8 y el G-20 para combatir la evasión de los impuestos de sociedades no son más que la punta del iceberg de lo que se necesita. Entre las medidas que deben proponerse sin más tardar están una campaña decidida para acabar con todos los paraísos fiscales, la convergencia real de los tipos fiscales en los impuestos de sociedades en todo el mundo y un esfuerzo internacional coordinado para compartir información y reducir el fraude fiscal. Hay que ejercer una fuerte presión sobre los Estados que se benefician de la situación actual. Un ente supranacional como la UE, que nació del deseo (o la necesidad) de administrar mejor la interdependencia entre unos países y otros, debería desempeñar un papel destacado en la tarea.

Una actuación eficaz en este sentido es lo único que quizá pueda dar a los gobiernos la capacidad de abordar las desigualdades y garantizar la igualdad de oportunidades en sus respectivos países. La situación actual, con una clara ausencia de gobernanza sobre política fiscal mundial, sirve a los intereses de los ricos y permite que unos pocos se beneficien de los muchos.

 

El artículo original ha sido publicado en Europe’s World.

 

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