Los líderes de los países miembros de la OTAN miran un desfile de aviones el segundo día de la cumbre que celebró la Alianza del Atlántico Norte en Newport, al sur de Gales, septiembre 2014. León Neal/AFP/Getty Images
Los líderes de los países miembros de la OTAN miran un desfile de aviones el segundo día de la cumbre que celebró la Alianza del Atlántico Norte en Newport, al sur de Gales, septiembre 2014. León Neal/AFP/Getty Images

La OTAN y la UE deben demostrar que están dispuestos a defender el orden europeo frente a Rusia.

La destrucción mutua asegurada, con su alusión a Dr. Strangelove, no fue nunca una estrategia popular en las sociedades occidentales: muchos pensaban que la idea de que la OTAN y el Pacto de Varsovia podían aniquilar la vida humana múltiples veces era inmoral. Y tampoco facilitaban las cosas las siglas de su nombre en inglés, Mutually Assured Destruction, MAD (“loco”). Sin embargo, la política de MAD permitió que Europa viviera en paz, aunque inquieta, durante la mayor parte de la guerra fría.

El mundo de 2014 es muy distinto al de los 50, cuando el matemático y teórico del juego John von Neumann propuso el concepto y el término de la destrucción mutua asegurada. Los líderes de la OTAN que se reunieron en Gales el 4 y 5 de septiembre se han visto obligados, como se verán los ministros de Exteriores de la UE el 29 de este mes, a reflexionar sobre un concepto ampliado de disuasión, que incluya medidas militares, económicas y de otros tipos, y sobre cómo utilizarla para restablecer la estabilidad en Europa.

La disuasión se basa en tener la capacidad y la voluntad de infligir daños inaceptables a un posible enemigo. Occidente, sin duda, tiene la capacidad. En el ámbito militar, a pesar del increíble aumento del presupuesto ruso de defensa llevado a cabo por el presidente Vladímir Putin (en términos reales, se multiplicó casi por tres entre los años 2000 y 2012), Estados Unidos y sus aliados de la Alianza podrían derrotar a Rusia en cualquier guerra convencional. EE UU tiene, por sí solo, superioridad numérica frente a Rusia en todas las categorías de sistemas armamentísticos excepto los carros de combate, para no hablar de su superioridad tecnológica. Rusia podría convertir Estados Unidos en una montaña de polvo radiactivo, como dijo en marzo de este año el presentador de televisión Dmitri Kiselyov, más tarde ascendido a jefe de la agencia estatal de noticias Rusia Hoy; pero Estados Unidos sigue teniendo cabezas de misiles de sobra para hacer lo mismo con Rusia.

Más de la mitad de los ingresos del presupuesto nacional ruso procede de las ventas de gas y petróleo. Los países de la UE compran el 84% del petróleo que exporta y el 76% del gas. La más mínima disminución de las compras afectaría enormemente a la economía rusa y haría que al Gobierno le fuera más difícil cubrir unos gastos sociales y de defensa cada vez mayores. Lo malo es que los dirigentes occidentales han demostrado repetidamente desde el comienzo de la crisis de Ucrania que no tienen voluntad de emplear los medios de que disponen para poner freno a las crasas violaciones del derecho internacional que comete Moscú. Y Putin está aprovechando el vacío de seguridad creado en la frontera oriental de la OTAN y la UE. Además, la indecisión de Occidente corre el riesgo de animar a otros Estados a pensar que pueden apoderarse de cualquier territorio por la fuerza sin incurrir en ninguna reacción significativa: por ejemplo, China en los mares del Sur y el Este, donde la credibilidad de las garantías de seguridad que ofrece Washington está cada vez más en duda.

La posición disuasoria de la OTAN era eficaz durante la guerra fría porque los líderes soviéticos creían verdaderamente que los sucesivos presidentes estadounidenses estaban dispuestos a lanzar ataques nucleares masivos contra la URSS si el Pacto de Varsovia atacaba a las fuerzas de la OTAN en Europa. Para que no hubiera dudas, la Alianza ensayaba de forma periódica sus procedimientos para el uso de armas nucleares. Los dirigentes soviéticos eran conscientes de ello y se lo tomaban en serio, porque querían evitar a toda costa un conflicto europeo que podía desembocar en un enfrentamiento nuclear. Y los líderes occidentales tenían los mismos temores respecto al Pacto de Varsovia. Ese miedo común produjo, entre otras cosas, varios teléfonos rojos y acuerdos destinados a establecer una confianza mutua y garantizar que ninguno de los dos bandos iniciara una guerra por equivocación.

Al terminar la guerra fría, esa forma de pensar pareció desfasada: ¿qué dirigente occidental iba a sentarse a hablar con su homólogo ruso sobre la cooperación en Afganistán o las inversiones en el sector del gas y el petróleo y, al mismo tiempo, amenazar con aniquilar Rusia en caso de conflicto? La consecuencia fue que cuando Rusia invadió Georgia, en agosto de 2008, tres meses después de que la Alianza hubiera prometido a Tiflis su incorporación a la OTAN (aunque sin fecha concreta), los aliados no hicieron nada para ayudar a los georgianos. La disuasión había desaparecido, y Putin había dejado de creer, o temer, que Occidente pudiera imponerle un coste inaceptable como castigo a sus aventuras.

Lo mismo ha pasado en Ucrania. Los líderes occidentales se han apresurado a decir que el conflicto no tiene una solución militar. Claro que sí: el Ejército ruso está imponiéndola en Donetsk y Luhansk. Occidente ha caído presa de una disuasión unilateral según las condiciones dictadas por Putin. Sus acciones contra Rusia se reducen a unas mínimas decisiones que no suponen costes inaceptables ni represalias significativas y que no disuaden a Putin en absoluto. Los cálculos de cuánto puede perder Alemania, el mayor exportador europeo a Rusia, por las sanciones decididas hasta ahora, varían entre el 0,04% y el 0,25% del PIB (esta última cifra es la que da el sector empresarial con más intereses en territorio ruso).

 En cierto aspecto es comprensible: las economías europeas son frágiles, por lo que perder cualquier transacción comercial con Rusia es fastidioso; y, si Moscú cierra los grifos del gas, varios países centroeuropeos se helarían de frío el próximo invierno. En cuanto a la disuasión militar, Rusia es una potencia nuclear (y, por si alguien lo había olvidado, Putin ha destacado en dos declaraciones recientes que el país es una de las naciones nucleares más poderosas y que va a sorprender a Occidente “con nuevos avances en armas nucleares ofensivas”); de modo que ¿por qué vamos a intentar que cambie de conducta por medios militares? Pero el hecho de que haya desaparecido la disuasión es una grave amenaza para el orden europeo que ha defendido la OTAN y que la UE ha ayudado a construir y ha utilizado en su propio beneficio. Las obligaciones que fijan los tratados de la Alianza y la Unión terminan en sus fronteras orientales; su interés en tener unos vecinos prósperos y estables, por el bien de su seguridad, no. Si bien la OTAN habla de fuerzas de respuesta rápida apoyadas con material y suministros previamente desplegados en Europa central y los Estados bálticos, lo que no va a establecer es ninguna fuerza permanente. A Alemania y otros países les preocupa que unas fuerzas así pudieran infringir el Acta Fundacional OTAN-Rusia de 1997. En dicho acuerdo, la Alianza afirmaba que “en el entorno de seguridad actual y previsible”, llevaría a cabo sus misiones sin recurrir a “ningún despliegue adicional permanente de fuerzas de combate sustanciales”. Aunque las condiciones de seguridad han cambiado por completo, el temor a provocar a Moscú sigue siendo el mismo.

 El abandono de la disuasión ha envalentonado a Putin, que se adentra cada vez más en Ucrania mientras el presidente Barack Obama y sus socios se desviven por asegurarle que no hay peligro de que Rusia encuentre allí tropas de la OTAN ni incluso fuerzas ucranianas equipadas con armas y material de la Alianza Transatlática. Rusia está desmantelando gradualmente un país independiente y democrático que ha tenido sus problemas pero que había disfrutado siempre de paz étnica interna. Y Occidente, en vez de ayudar a Ucrania a defenderse, le anima a que acepte un alto el fuego con las condiciones impuestas por el agresor. Será mucho más difícil restablecer ahora la disuasión en Europa que haberla conservado hace solo seis meses. Ahora bien, cuanto más esperen los líderes occidentales, peores serán las consecuencias.

Los últimos discursos de Putin, con sus referencias a la obligación de defender no solo a los ciudadanos rusos en el extranjero sino también a las personas de etnia rusa y a “quienes se sienten parte del mundo ruso en general”, como afirmó ante los embajadores rusos el 1 de julio, dejan entrever el peligro de que intervenga en otros países además de Ucrania. ¿Por qué, después de lo que ha ocurrido (o no ha ocurrido) en ese país, va a creer Putin que los países de la OTAN están dispuestos a cumplir sus promesas de garantizar la seguridad de los Estados bálticos? Letonia y Estonia tienen importantes minorías étnicas rusas; seguro que los servicios de inteligencia rusos podrían agitarlas lo suficiente como para tener un pretexto que le permita intervenir para mantener la paz. ¿Habría unanimidad en el Consejo del Atlántico Norte a la hora de decidir ir a la guerra y defender Riga o Tallin?

La cumbre de la OTAN en Newport debería haber tomado prestado fuego del dragón galés y haber aprobado un paquete de medidas de ayuda militar para Ucrania que obligara a Rusia a sopesar los costes y los beneficios de la invasión. Los ucranianos necesitan entrenamiento, logística, personal de inteligencia y material para rechazar a las fuerzas rusas y sus socios locales. Algunos aliados de Centroeuropa poseen todavía antiguo material soviético con el que las tropas ucranianas deberían estar familiarizadas; deberían enviarlo a aquel país, quizá en calidad de préstamos. Alemania ha decidido enviar armas a los kurdos para ayudarles a derrotar a los terroristas del Estado Islámico; debería armar también a los ucranianos para que puedan oponerse a la invasión rusa, igual que debería hacerlo el Reino Unido. Francia debe interrumpir (tenía que haberlo hecho antes) la entrega de sus aparatos Mistral a Rusia; es inconcebible que se arme al agresor y se niegue ayuda a la víctima. Al mismo tiempo, la UE debe vencer su temor a las pérdidas económicas inmediatas y a las represalias de Moscú, y defender sus valores e intereses a largo plazo con unas sanciones drásticas y dolorosas.

La economía de Rusia está en una situación tan mala como la de la eurozona, y tiene todavía menos capacidad de absorber golpes. Una disminución de las compras europeas de gas, petróleo y carbón, por mínima que fuera, tendría enormes repercusiones para las finanzas de Moscú. La Unión debe materializar la amenaza implícita en las conclusiones del Consejo Europeo del 30 de agosto y sancionar “a todas las personas e instituciones que tengan tratos con los grupos separatistas de Donbass”.

Las leyes de la UE califican de delitos de terrorismo “los actos intencionales… que pueden causar grave daño a un país o una organización internacional, cuando se cometen con el propósito de… desestabilizar seriamente o destruir las estructuras políticas, constitucionales, económicas o sociales fundamentales de un país o una organización internacional”. De acuerdo con esta definición, los grupos en el este de Ucrania son terroristas, y la UE debe tratarlos como tales, a ellos y a sus patrocinadores. Y debe excluir de los mercados europeos a cualquier empresa, rusa o extranjera, que haga negocios en Crimea sin el permiso del Gobierno ucraniano. Además, la Unión debería aceptar la presunta propuesta del primer ministro británico, David Cameron, de que se aparte a los bancos rusos del sistema SWIFT de pagos interbancarios. Esta fue una de las sanciones más eficaces que se emplearon en el caso de Irán para que interrumpiera su programa de armas nucleares. Aunque las autoridades rusas han hablado de crear un sistema nacional al margen de SWIFT, no sería fácil, y los perjuicios inmediatos para las transacciones comerciales y los préstamos comerciales, así como los inconvenientes para los rusos más acomodados que poseen grandes activos en otros países, serían inmensos.

Haga lo que haga Occidente, no cabe duda de que Mocú se vengará. Pero, si Occidente no hace nada, que no cuente con que Rusia va a permitir que se restablezca el statu quo anterior en Ucrania ni Putin va a conformarse con la anexión de Crimea. Las economías de la UE seguirán sufriendo las consecuencias de la desestabilización de Ucrania, la interrupción del comercio con y dentro del país y, seguramente, las amplias oleadas de refugiados si continúan los enfrentamientos (el Alto Comisario para los Refugiados de la ONU dice que, este año, han llegado 20.000 ucranianos solo a un Estado báltico [no dice cuál]); y Occidente estará en una posición política todavía más débil para hacer frente a la próxima provocación de Putin. El Presidente ruso ha demostrado que está dispuesto a sacrificar muchas cosas para dominar Ucrania, incluido un número desconocido de soldados rusos que ya han muerto en combate. Como reconoció en 2000, durante su entrenamiento en el KGB hicieron una evaluación negativa de su carácter por su “escaso sentido del peligro”; pero es de esperar que alguno de sus asesores sea capaz de comprender mejor los perjuicios que podría sufrir Rusia si Occidente intensifica la presión económica y militar. Al parecer, el responsable de los servicios alemanes de inteligencia dijo a los miembros del Bundestag en julio que empiezan a verse divisiones entre los grupos que apoyan a Putin, entre los oligarcas y los servicios de seguridad. Bien. Para aumentar esas divisiones, la UE y la OTAN deben demostrar que también ellas tienen la voluntad de hacer sacrificios para preservar el orden europeo. La disuasión solo es real si el agresor cree que el defensor está dispuesto a soportar el dolor, además de causarlo.

La versión original de este artículo fue publicada con anterioridad en la página web del Centre for European Reform. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.