Cuando ya se había decretado la defunción de las ideologías que sacrificaban la libertad en el altar de la justicia social o del crecimiento económico, y la democracia se consideraba el fin natural de la historia, el autoritarismo resucita con fuerza en todos los continentes. Cada vez menos gente vive en regímenes que serían considerados democráticos en Occidente.

 

¿Vuelven los tiranos o es que nunca se fueron? Las libertades han sufrido una regresión en varios Estados clave en sus respectivas regiones, como Rusia, Egipto, Nigeria o Venezuela. No se ha salvado un solo continente. En 2007, según Freedom House, hubo cuatro veces más países que sufrieron un deterioro de los derechos políticos que los que experimentaron mejoras.

El número de democracias no ha aumentado desde el principio de la década. Las revoluciones de colores en Georgia, Ucrania y Kirguizistán no han logrado una democratización plena. Tailandia está retrocediendo a una forma suave de autocracia. Bangladesh ha sufrido una interrupción similar del proceso democrático. En África, incluso en muchos Estados que parecían ir por buen camino, la manipulación del poder todavía puede desencadenar con facilidad la violencia, como se vio en Kenia tras las elecciones presidenciales de diciembre de 2007. Las esperanzas de que haya una reforma política dentro del mundo árabe se han visto cada vez más frustradas. Oriente Medio sigue sin dotarse de democracias plenas; la primavera árabe que pareció surgir hace tres o cuatro años se ha visto ahogada por los gobernantes. El único Estado del mundo musulmán que ha desarrollado una política competitiva, Turquía, sufre hoy un tenso pulso entre el Gobierno, del AKP, y el aparato administrativo del Estado laico.

En otros tiempos existía cierto optimismo sobre la posibilidad de que, en las dictaduras, una gradual liberalización de la economía acabase convirtiéndose en reformas políticas. Pero esta opinión se ve cada vez menos respaldada por los hechos: países que, como China, llevan ya muchos años abriendo sus economías, siguen siendo autoritarios.

La idea de que hay que sacrificar la democracia en nombre de la justicia social y del crecimiento económico ha vuelto a encontrar eco entre muchos analistas. Crece la sensación de que la democracia es irrelevante a la hora de abordar los problemas más acuciantes del mundo, como el cambio climático. Eso ha fomentado una vuelta a la antigua idea de que la gente es un estorbo para el diseño de buenas políticas, y a una visión elitista de la presencia de expertos tecnócratas al frente del sistema internacional.

Además, a pesar del optimismo que existe ahora que Barack Obama ha asumido la presidencia, está claro que la política exterior de Bush ha manchado la imagen de la democracia en varias regiones del mundo. Una Administración que se fijó el objetivo explícito de ayudar a extender la democracia ha conseguido, con sus acciones, engendrar nuevas dudas sobre su atractivo. Muchos de los que hablan del rechazo de la democracia se refieren, de hecho, al efecto bumerán de la invasión de Irak, tan difícil de revertir en el futuro.

 

Pesimismo reaccionario

Pero no todas las tendencias son negativas. Muchos autócratas han adoptado, al menos, el lenguaje de la democracia. En algunos países se ha producido cierta apertura política que podría hacer posible la transición democrática. En Indonesia, Serbia o Ucrania el cambio se produjo justo cuando los analistas habían perdido la esperanza. La transición suele llegar cuando un aumento gradual de las expectativas y de la actividad económica independiente da paso a una crisis que erosiona la legitimidad económica del régimen.

Además, los cambios sociales y tecnológicos ofrecen más razones para el optimismo. Aunque muchos autócratas imponen restricciones, los nuevos medios y tecnologías permiten a los ciudadanos vivir al margen de los Estados, dentro y fuera de las fronteras nacionales. A la revolución naranja en Ucrania se le puso la etiqueta de la primera revolución de Internet.
Numerosos estudios prueban que entre la democracia y el crecimiento económico no tiene por qué salir perdiendo ninguno de los dos. El populismo no es, como algunos pretenden, un régimen cualitativamente distinto, que mezcle democracia y autoritarismo por el bien común, en nombre del desarrollo sostenible. En realidad, los dirigentes que se consideran populistas emplean las mismas estrategias de control político que cualquier otro semiautoritario. Y saben muy bien asegurarse la posición dominante de una élite política dependiente del clientelismo. Sin embargo, una prueba del grado de desafección respecto a la democracia es hasta qué punto han arraigado esas ideas, que parecían muertas y enterradas.

En contra de lo que dicen hoy muchos analistas, las dificultades por las que atraviesa la democracia no se deben a un exceso de esfuerzos para intensificarla, sino, más bien, a su baja calidad (corrupción, clases dirigentes depredadoras, sociedad civil débil, falta de independencia del poder judicial y de los medios y nula respuesta de los gobiernos a las reivindicaciones de sus ciudadanos). En algunas de las democracias más recientes, los ciudadanos se sienten cada vez más decepcionados porque la democratización no ha servido para proporcionarles mejoras económicas ni justicia social. Es fácil que eso favorezca una mejor acogida a los nuevos líderes firmes o populistas. Pero esa desafección por la actuación de los gobiernos no significa que la democracia haya perdido su legitimidad normativa. Las encuestas en todas las regiones del mundo muestran que los ciudadanos desean sistemas más abiertos y plurales. Las pruebas sugieren que la gente corriente, en los países en desarrollo, sabe distinguir entre los errores de la política exterior estadounidense y lo que la democracia podría significar para su calidad de vida. Es preciso hacer esfuerzos y dar el apoyo necesario para aumentar la calidad de la democracia antes de que empiece a ser objeto de dudas más serias.

China ha pasado a una forma de autoritarismo consultivo. La gente puede expresar su descontento y presionar para obtener mejoras económicas y sociales. Y eso va de la mano de un nacionalismo que pretende restaurar el papel del gigante asiático en el mundo. El crecimiento económico se ha disparado y Pekín ha empezado a tener más capacidad de reacción, por ejemplo tras el terremoto del pasado mayo. Pero, ¿es esa ligera apertura estable o no? ¿Va a poner en marcha una cadena de consecuencias imprevistas, que es, al fin y al cabo, como ocurren la mayoría de los cambios políticos? ¿Es capaz el Partido Comunista de gestionar un sistema que está abriéndose, pero sólo dentro de unos límites? Si en China se ha llevado a cabo cierta liberalización, ha sido con el fin de consolidar el poder del partido único; pero, ahora que la población dispone de más margen de maniobra, ¿cuánto tiempo seguirá aceptando que no se pueda poner en tela de juicio el monopartidismo?

La trayectoria a largo plazo de Rusia parece todavía más precaria. Se ha escrito mucho sobre el debilitamiento de los derechos democráticos a manos del [ex presidente y ahora primer ministro] Vladímir Putin. Moscú se subió a la ola del incremento de los precios de la energía para pagar sus deudas y generar crecimiento económico. La democracia soberana de Putin (que tiene poco de democrática) se presenta como un modelo de capitalismo autoritario, una forma de recuperar el orgullo ruso y una base para desafiar las normas de la democracia liberal occidental en el ámbito internacional. Pero los expertos señalan que el Kremlin no ha aprovechado el buen momento del gas y del petróleo para crear los fundamentos de un crecimiento económico sostenido. Gazprom trata de usar sus inflados beneficios para obtener el control de mercados extranjeros en lugar de invertir en la Federación. El descenso de la capacidad productiva ha hecho que la fabricación de gas y de crudo haya empezado a bajar por primera vez en 10 años. Y, aunque Putin es popular por haber restaurado el orgullo nacional ruso, la intervención en Georgia es vista por algunos como un signo de debilidad y no de fortaleza. Además, existe una gran oposición a la dura represión estatal. Las protestas sugieren que el modelo no ha logrado la aceptación general.

Moscú y Pekín se sienten cada vez más seguras en su intento de exportar su propio modelo de desarrollo autoritario. No es extraño que otros regímenes autocráticos puedan recibirlo bien. Pero no parece que las sociedades del resto del planeta se sientan atraídas por conceptos como el de “democracia dirigida”. Además, aunque se habla mucho del éxito de Rusia y de China, India demuestra que la democracia puede permitir un crecimiento igualmente espectacular y sin las violaciones de derechos humanos ni el opresivo control social.

 

El factor energético

El encarecimiento de la energía entre 2002 y el otoño de 2008 ha afianzado la falta de democracia en los Estados productores y ha dado a sus regímenes unos ingresos más elevados y enormemente inflados. Muchos dictadores han utilizado con habilidad el aumento de los ingresos del gas y del petróleo para desviar la atención y debilitar las presiones a favor de las reformas. Sin embargo, es poco convincente la supuesta ley mecánica “crudo más caro igual a menos democracia”, tantas veces mencionada. Si bien la abundancia de oro negro puede sostener la nueva popularidad de algunos regímenes autocráticos, el reparto de los ingresos basado en el clientelismo ha despertado una importante oposición que defiende la democracia en África, Asia Central, Rusia, Oriente Medio y Latinoamérica. En Irán, Venezuela, Nigeria y Argelia, el populismo autoritario, apuntalado por la nueva riqueza de los hidrocarburos, ha provocado estallidos impredecibles de gasto público que han dado origen a una creciente inestabilidad social. Ahora, los gobiernos productores están mucho más sometidos a la vigilancia de sus ciudadanos que cuando los mercados energéticos internacionales estaban menos en tensión. Los sucesivos auges del petróleo han aumentado las expectativas nacionales; la frustración repetida de dichas esperanzas es la semilla de la inestabilidad.

– La solución no es volver a caer en el relativismo cultural, sino favorecer su desarrollo

Asimismo, muchos Ejecutivos de naciones consumidoras han empezado a exigir normas internacionales de gobierno que puedan mitigar los efectos patológicos de la mala utilización de los recursos en los países productores no democráticos. Una de ellas es la Iniciativa de Transparencia de Industrias Extractoras. La UE ha presentado numerosos proyectos en Estados productores, como Azerbaiyán y Nigeria, con el objetivo de abrir la gestión del sector energético. Se considera que, en un mercado más tenso, es más importante el buen gobierno, porque el despilfarro se vuelve más caro. Las capitales occidentales han atenuado las críticas a los grandes productores, como Rusia y Arabia Saudí, pero también han expresado con inquietud que la falta de gobierno transparente en dichos países va en contra de sus propios intereses energéticos.

Esto no altera la relación problemática entre petróleo y democracia, pero sí implica que, bajo la superficie del nuevo panorama favorable a las autocracias, pueden encenderse llamas más positivas.

 

Los límites de la UE

La comunidad de países que podríamos llamar “impulsores de la democracia” sufre una crisis de confianza. Entre principios y mediados de los 90 se vieron muchas transiciones que parecían contar con la ayuda de un modelo homogéneo occidental de sociedad civil, gobierno y defensa de los derechos humanos. Ahora, las victorias son cada vez menos frecuentes. Los promotores de la democracia están valorando de nuevo si su labor tiene alguna utilidad.

El éxito de la ampliación de la Unión Europea quizá haya alcanzado su límite. Con sus vacilaciones sobre la futura entrada de Turquía y Ucrania, da la impresión de que ha preferido restringir su influencia en dos casos clave que se encuentran en el filo de la navaja entre la consolidación democrática y la regresión. En el entorno de la UE quedan otros países aún más autoritarios donde Bruselas no ha podido ejercer ninguna influencia, como Bielorrusia y Siria.

Los autócratas han aprendido a defenderse contra las embestidas democratizadoras occidentales. Los regímenes semiautoritarios han empezado a ofrecer un mínimo de apertura política, tanto nacional como internacional, lo que les sirve para desviar las presiones y los movimientos que persiguen mayores reformas. La descarada brutalidad de la Junta birmana o del Zanu PF en Zimbabue ha sido sustituida, en casi todos los demás países, por técnicas más sutiles y discretas para sofocar la oposición. Rusia ha hecho que la vigilancia electoral de la OSCE no sirva de nada. A través de la Organización de Cooperación de Shanghai, Rusia, China y los Estados de Asia Central han empezado a cooperar para neutralizar el apoyo occidental a la democracia.

En Europa y en EE UU ha habido, en los últimos años, una vuelta a interpretaciones más realistas de la seguridad. Los nuevos acuerdos militares y de cooperación en materia de seguridad con Estados como Pakistán, Argelia y Arabia Saudí transmiten, como mínimo, señales ambiguas, porque contradicen el discurso prodemocracia. También se ha acentuado la tendencia a crear organizaciones regionales –dando de lado a las potencias occidentales–, que contribuyen a mantener el poder y la independencia de sus naciones, pero cuyo mandato no incluye la defensa de la democracia. Más bien, todo lo contrario, como se ha visto con el papel de la Comunidad de Desarrollo del África Austral (SADC) en Zimbabue o el de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN) en Myanmar (antigua Birmania). Pero los gobiernos donantes no se han dado del todo por vencidos. Los proyectos de apoyo a la democracia reciben más recursos que nunca. Zapatero, Sarkozy y el ministro de Asuntos Exteriores británico, David Miliband, se han comprometido a trabajar más en este sentido. Será necesaria una voluntad política más firme para cumplir la promesa, pero también una revisión de las estrategias de defensa de la democracia.

La democracia se enfrenta a graves retos, pero los escépticos exageran al decir que está en crisis toda su legitimidad ética. El péndulo ha pasado de un extremo a otro: en los 90, había optimistas desmesurados que decían que la democracia representaba el telos natural de la historia; ahora parece que muchos dudan de que la noción de democracia sea una aspiración o un derecho universal. Promoverla en distintos entornos culturales y sociales ha resultado más difícil de lo que muchos predecían. Pero la solución no es volver a caer en un relativismo cultural –como el que defendía que la democracia no era apropiada para la gente de otras regiones–, sino fomentar su desarrollo de una manera más amplia y elaborada.

Ilustraciones de Elena Ferrándiz para FP Edición española.

¿Algo más?
Un resumen del fenómeno de la regresión es el artículo de Thomas Carothers ‘The Backlash Against Democracy Promotion’ en Foreign Affairs (marzo/abril, 2006), mientras que la obra del mismo autor ‘U.S. Democracy Promotion During and After Bush’ (Carnegie Endowment for International Peace, Washington, 2007) examina el legado perjudicial que ha dejado el Gobierno Bush.

Un examen especialmente crítico en contra del idealismo democrático es Black Mass: Apocalyptic Religion and the Death of Utopia, de John Gray (Penguin, Londres, 2008). The Spirit of Democracy (Time Books, Nueva York, 2008), de Larry Diamond, ofrece una perspectiva más amplia y equilibrada, que destaca los problemas a los que se enfrenta la democracia, pero también su capacidad de resistencia y su atractivo. En el mismo sentido se manifiesta Andrew Hurrell en On Global Order: Power, Values and the Constitution of International Society (Oxford University Press, Oxford, Reino Unido, 2007), un examen más analítico de cómo el nuevo orden mundial va a mantener el equilibrio entre el universalismo democrático y la lucha por el poder mundial.