(Sergei Supinsky/AFP/Getty Images)
(Sergei Supinsky/AFP/Getty Images)

Rusia ofrece su pujante industria nuclear a la carta. India, Vietnam, Egipto o Hungría están entre sus compradores, pero también podría estarlo Argentina.

El presidente ruso Vladímir Putin maneja con soltura sus dos maletines nucleares. El primero es bien conocido, tanto en Occidente como en su país: se trata del famoso portafolio con las claves para poner en marcha un eventual ataque atómico y que se ha convertido en el símbolo por antonomasia del poderío militar heredado de la Unión Soviética.

Pese a que en muchas ocasiones es complicado distinguir las verdaderas advertencias disuasorias de las simples bravuconadas destinadas a un uso interno, lo cierto es que al longevo inquilino del Kremlin no le cuesta trabajo airear el famoso maletín cuando la ocasión lo requiere. Sus últimas declaraciones respecto a la anexión de Crimea y la posibilidad de haber echado mano del arsenal atómico son el ejemplo más reciente de esta capacidad disuasoria.

Pero el maletín que con mejores resultados está manejando Putin en los últimos meses es otro. Nos referimos a su cartera de comercial al servicio de la pujante industria nuclear rusa. Un segundo portafolio casi tan necesario como el primero, más aún en una coyuntura económica que ha demostrado la necesidad de no pivotar todo el poderío ruso en la venta de hidrocarburos.

La visita que el mandatario ruso realizó a Argentina en julio de 2014 es un buen ejemplo de la importancia que otorga el Kremlin a esta industria estratégica. El encuentro con la presidenta argentina, Cristina Fernández, sirvió de escenario perfecto para escenificar la firma de una serie de acuerdos en materias de extradición y medios de comunicación, que incluían la emisión en abierto del canal de televisión estatal ruso RT. Pero sin duda fue el convenio de colaboración sobre energía nuclear con fines pacíficos el que mayor interés mediático y político suscitó.

Argentina, que ya dispone de tres reactores en funcionamiento, tiene previsto construir dos nuevas centrales nucleares en los próximos años. El proyecto nuclear “Atucha III”, en la provincia de Buenos Aires, es el más avanzado hasta el momento. Cuando Putin aterrizó en la capital porteña había varias compañías nucleares licitando para acceder a su construcción. La estadounidense Westinghouse, la francesa Areva y la coreana KEPKO eran algunas de las pretendientes, pero echando mano a los intereses comerciales y geopolíticos de la Casa Rosada, parecía claro que las compañías estatales de China y Rusia eran las favoritas del baile. Finalmente fue la Corporación Nacional de Asuntos Nucleares de China la empresa que se llevó el suculento contrato de 2.000 millones de dólares (unos 1.900 millones de euros) para construir la nueva central nuclear mano a mano con los argentinos.

La pérdida de ese contrato no ha desalentado a Rusia, que está apostando fuertemente por vender su tecnología nuclear en el extranjero, en especial en países que quieren acceder o incrementar el peso de esta fuente de energía en sus mixes energéticos. Vietnam, Egipto, Irán, Turquía o Nigeria son algunos.

La oferta rusa es amplia en lo que a tipos de tecnología se refiere. Su catálogo incluye un tipo de reactor denominado “reproductor rápido”, que recicla parte del uranio consumido y lo convierte en plutonio. Este elemento puede ser utilizado como nuevo combustible nuclear, pero también puede ser destinado a fabricar armas nucleares de gran capacidad destructiva. A algunos expertos se les pone la piel de gallina cuando piensan en ciertos regímenes que podrían acceder a este plutonio de una forma sencilla y rápida.

Otro tipo de reactores son los denominados flotantes. El nombre no engaña. Se trata de pequeños reactores portátiles construidos sobre barcazas. Son instalaciones fácilmente trasladables a lugares distantes y sin fuentes de energía tradicionales. Su tecnología se basa en la experiencia acumulada en la fabricación de submarinos y rompehielos nucleares, y resultan idóneos para alimentar pequeñas factorías o explotaciones mineras en zonas como el Ártico.

Sin embargo, la joya de la corona rusa es el reactor VVER. Se trata de una tecnología similar a la empleada hasta el momento en Occidente y en la propia Rusia, pero con importantes mejoras de seguridad basadas en la amarga experiencia de Chernóbil. En caso de accidente, grandes tanques de agua aseguran la refrigeración del núcleo mediante inundación sin necesidad de intervención humana ni energía eléctrica. Si aun así el núcleo comenzara a fundirse, unos crisoles de seguridad localizados a unos cinco metros bajo el núcleo evitarían que éste se hundiera y alcanzara el nivel de las aguas freáticas.

Pero la oferta rusa no solo es novedosa en lo que respecta a la variedad de reactores, sino que además incluye la posibilidad de acceder a la tecnología nuclear sin emprender las enormes inversiones iniciales que son necesarias para la puesta en marcha de un proyecto de estas características. Las nucleares requieren un importante desembolso inicial de dinero y solo son rentables con el paso de los años. Sin embargo, la compañía nuclear rusa Rosatom está ofertando la posibilidad de alquilar su producto al completo.

Los rusos hacen la inversión, construyen el reactor, forman a los técnicos locales, aprovisionan el reactor con combustible y retiran los desechos radiactivos a su país. A cambio, el Estado anfitrión tiene la posibilidad de comprar esa energía a un precio ventajoso, aunque la dependencia respecto a Rusia es evidente. Una iniciativa de estas características ya está en marcha en Turquía. El proyecto Akkuyu prevé la construcción de 4 reactores VVER de 1.200 megavatios en régimen de concesión de 60 años.

No ha sido el único éxito. El pasado febrero, en un encuentro con el presidente egipcio Abdelfatá al Sisi, Putin anunció la construcción de la primera central nuclear del país del Nilo en la localidad de El Dabaa y un mes después Rusia dio a conocer un acuerdo similar para construir dos reactores en la planta húngara de Paks, acompañado de un préstamo de 10.000 millones de euros que cubrirá el 80% de los costes de construcción y cuyos detalles se mantendrán en secreto durante los próximos 30 años.

Como buen comercial, Putin sabe que una actitud flexible y acorde a las necesidades y expectativas de cada cliente resulta esencial para que el consabido apretón de manos deje de ser un mero acto protocolario y cristalice en un buen contrato. Este ha sido el caso de India, país con el que el acuerdo para construir 12 reactores ha contemplado además la posibilidad de que el gigante dirigido por Narendra Modi fabrique y venda a terceros países reactores Made in India pero con diseño y patentes rusas. Tras su reunión con Putin en diciembre del año pasado, el primer ministro indio lanzó un aviso a navegantes que resume a la perfección la nueva coyuntura aprovechada por el presidente ruso: “la naturaleza de las políticas globales y de las relaciones internacionales está cambiando”. Las empresas energéticas de Occidente deberían tomar buena nota del mensaje.

Es poco probable que Argentina acceda a un modelo de acuerdo tan cerrado como los suscritos entre Moscú y Ankara, El Cairo o Budapest, pero parece claro que las negociaciones entre los representantes de Putin y Fernández de Kirchner incluyeron algo más que la renovación de un acuerdo anterior que expiró en 2012. Rusia busca vender su producto nuclear y Argentina quiere pisar el acelerador que le asegure una energía más barata al tiempo que mejora sus relaciones políticas y económicas con las nuevas potencias emergentes del mundo multipolar.

El Gobierno de Fernández de Kirchner ya ha avanzado negociaciones con China para enriquecer uranio en Argentina sin necesidad de importarlo, por lo que esta colaboración podría hacerse extensiva en la construcción de los dos nuevos reactores argentinos. Pero los reactores VVER rusos también parecen una buena alternativa a las ofertas de los grandes de la industria nuclear de Occidente. También la tecnología de los reactores flotantes podría ser de utilidad para alimentar explotaciones y bases científicas en las zonas de la Antártida tradicionalmente reclamadas por Argentina.