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Es hora de asumir responsabilidades con el fin de reformar el sistema y salvar millones de vidas.

Bad Pharma: How Medicine is Broken, and How We Can Fix It

Ben Goldacre

448 páginas, Fourth Estate (edición revisada y extendida, 2013).

Existe una traducción al español de Paidós Ibérica.

No nos engañemos. La bomba de relojería que tenemos entre manos no es propiamente el caso concreto de la hepatitis C, el escándalo del Ébola o un precio de los medicamentos que los Estados del bienestar no puedan asumir. Ésos son debates aislados. El verdadero peligro se encuentra en un sistema farmacéutico fallido que pide a gritos una discusión en profundidad y una reforma revolucionaria.

Para reformarlo y salvar millones de vidas hace falta que todos asumamos nuestra responsabilidad. Hablamos de las empresas y los gobiernos, sí,  pero también de las instituciones internacionales, los reguladores, las agrupaciones de pacientes, los periodistas y los médicos. Eso es lo que se desprende de Bad Pharma, el durísimo examen que firma el médico británico y colaborador del diario The Guardian Ben Goldacre.

Somos cómplices aunque, por supuesto, en diferentes grados todos los que toleramos el retorcimiento del método científico, el abuso del márketing hasta convertirlo en casi cualquier medio que sirva para vender más medicamentos y, por último, una visión cuestionable de los derechos de las personas con las que se experimenta.

 

La ciencia, en peligro

El retorcimiento del método científico, según Goldacre, bebe de multitud de fuentes envenenadas. Una es que muchos de los resultados de los experimentos farmacéuticos que se han realizado durante décadas y hasta hace menos de diez años nunca se han publicado. Los médicos toman sus decisiones sobre los fármacos que no conocen bien utilizando un sencillo gráfico de árbol que recoge, supuestamente, los efectos que se les han detectado en todos los estudios que existen. La realidad es que allí sólo se computan las investigaciones que salieron a la luz y que, por eso mismo, las conclusiones que puedan sacar están sesgadas desde el principio. En consecuencia, miles de personas han muerto y muchas otras han sido expuestas a tratamientos ineficaces y sufrimientos innecesarios.

La música de esa tragedia tiene letra con forma de nombres y apellidos. Durante los 80 se administraron remedios contra la arritmia cardíaca a los pacientes que habían sufrido un ataque al corazón. Esta práctica, con la mejor de las intenciones, segó la vida de más de 100.000 personas antes de que descubrieran que multiplicaba las probabilidades de padecer un infarto. Se habría descubierto mucho antes si los autores de un estudio que lo revelaba lo hubiesen publicado en 1980. Pero no lo hicieron.

El lector se preguntará qué sentido tiene que un investigador decida no sacar a la luz el fruto de tantas horas de trabajo. Tiene muchísimo sentido, advierte Goldacre, si asumimos que la carrera de los investigadores académicos depende en parte de las citas y valoración que reciban sus trabajos. Pueden ser los primeros interesados en que no salgan de las paredes del laboratorio si los encuentran poco interesantes. Además, las grandes revistas especializadas donde deben aparecer esos trabajos que necesitan citas y valoraciones no aprecian, precisamente, las propuestas poco rompedoras, así que lo más probable es que nunca las acepten en sus índices. También influye el riesgo de que las farmacéuticas que financian esas mismas revistas mediante publicidad retiren sus anuncios si las disgustan con un estudio que cuestione las bondades de lo que venden.

Los editores de esos journals no son los únicos que pueden sucumbir a unas presiones que a veces van más allá de lo económico poniendo en peligro el propio puesto de trabajo. En Bad Pharma se acredita cómo, tras análisis sucesivos de cientos de papeles de investigación, los estudios que están financiados por una empresa farmacéutica arrojan, por lo general, conclusiones que favorecen a sus productos. Al fin y al cabo, el patrocinador contrariado puede aprovechar una cláusula (perfectamente legal) que le da derecho a guardar en el cajón cualquier investigación, incluidas por supuesto aquellas que no digan lo que directivos y accionistas desean oír. Estos accionistas y directivos quizás paguen algún día con su salud las consecuencias de esa maximización del beneficio a corto plazo.

Si sorprende la legalidad de esas cláusulas, llama aún más la atención que los propios reguladores, nacionales e internacionales, muchas veces no dispongan de suficiente información sobre los estudios que soportan la aprobación de un fármaco: algunos pueden haber sido publicados, otros no, y parte de los publicados tal vez sean positivos porque los haya financiado la propia empresa. Por supuesto, las conclusiones favorables pueden deberse también a un sinfín de detalles que no son fáciles de apreciar como la selección de cobayas humanas poco representativas porque son muy saludables, las muestras demasiado pequeñas, la interrupción de los experimentos antes de tiempo cuando el patrocinador aprecia un porcentaje de éxito satisfactorio o su alargamiento cuando no es así.

 

Presiones irresistibles

También es posible que los reguladores posean la información que otros expertos necesitan consultar para asegurarse de que es correcta y que decidan, simplemente, no facilitársela. En ocasiones se deberá a la justa protección de los derechos de las empresas que no quieren que un competidor acceda a los secretos de sus principios activos y los copie después de miles de horas y decenas de millones de euros invertidos. Otras veces defenderán los intereses de las corporaciones por encima de los de los pacientes y se resistirán durante años hasta que las fuercen los tribunales o el defensor del pueblo (como en el caso de Cochrane contra la Agencia Europea de Medicamentos)  a abrir los archivadores.

Goldacre da la voz de alarma cuando afirma que los reguladores también sufren presiones desde otros muchos frentes. Aquí figuran una sociedad alarmada (por el Ébola, por ejemplo) o unos grupos de pacientes, orquestados o no por farmacéuticas,  que exigen desesperadamente y consiguen la aprobación de una medicina sin garantías de éxito o sin que se hayan apreciado como es debido sus efectos secundarios. Los periodistas pueden echar litros de gasolina al fuego si creen que la opinión pública los avala y teniendo en cuenta que la materia es altamente especializada y compleja, que la información a la que acceden se la proporcionan agencias de comunicación de las empresas y que recaban, finalmente, la opinión de expertos que no están obligados a revelar su relación con unas multinacionales entre las que se encuentran los mayores anunciantes de periódicos, radios y televisiones.

Bad Pharma subraya que a las estrategias de márketing que pasan por ayudar a los enfermos y sus familiares a organizarse y por seducir a los periodistas hay que añadir el formidable despliegue que realizan con los médicos, unos profesionales que tienen que tomar una decisión crucial en un entorno donde sus gráficos de referencia están sesgados, donde las revistas punteras publican estudios que pueden favorecer o perjudicar a los anunciantes de los que dependen y donde parte de la formación que reciben (sea en congresos o cursos especializados) y algunas de las ventajas que disfrutan las financian las empresas que producen los fármacos que ellos tienen que prescribir todos los días.

Si la situación de los médicos es difícil, no es más sencilla la de las personas que se ofrecen a los experimentos, según Goldacre. Su situación es especialmente controvertida porque algunos reguladores importantes, como por ejemplo la FDA estadounidense, han empezado a regirse por los principios que recoge la Buena Práctica Médica en vez de por la Declaración de Helsinki, que exige a diferencia de la primera que las investigaciones beneficien a las poblaciones donde se lleven a cabo los experimentos (ahora muchos se realizan en países emergentes con graves problemas sanitarios como la epidemia del Ébola), sugiere que las cobayas humanas tengan acceso a los medicamentos después de las pruebas y anima a los investigadores a hacer públicos sus patrocinadores, el diseño general del estudio y todos los datos de sus conclusiones incluidos los resultados negativos.

Tal vez este diagnóstico de Bad Pharma sea exagerado y catastrofista como afirman sus detractores o ajustado como un guante a la realidad como señalan quienes lo califican de gran paso adelante. Lo que no puede discutirse, sin embargo, es que ofrece un análisis más profundo y útil que la mera disputa política y que identifica problemas graves y aporta sus soluciones con grandes dosis de documentación y sin necesidad de recurrir a conspiraciones inverosímiles. Es un libro largo e inteligente que requiere un debate largo e inteligente sobre una de las cuestiones más importantes de nuestro tiempo: la salud de miles de millones de personas. La nuestra y la de nuestros hijos. También la de nuestros padres.