El modo en que Barack Obama maneje la próxima visita del presidente egipcio será un muy buen indicador de su postura hacia los derechos humanos.

 
 
Sean Gallup/AFP/Getty Images
  Invitado a la Casa Balnca: Hosni Mubarak es un importante aliado de Estados Unidos, pero también un claro arquetipo de dictador.

La semana que viene, el presidente egipcio, Hosni Mubarak, realizará su primera visita a la Casa Blanca desde 2004. El Cairo es, por supuesto, un aliado clave de Estados Unidos y Washington necesita desesperadamente su ayuda en un momento en el que el presidente Barack Obama intenta relanzar el proceso de paz palestino-israelí. Pero Mubarak no es exactamente un invitado modelo. Encarna el paradigma del gobernante árabe autoritario, presidiendo un sistema en el que los oponentes son amordazados y encarcelados, y en el que la tortura está a la orden del día. Sí, Mubarak recibió la toma de posesión de Obama con la liberación del prisionero político más famoso de Egipto, el político de oposición Ayman Nour. Pero no ha mostrado ninguna inclinación a llevar a cabo reformas más amplias, y parece decidido a situar a su hijo como sucesor. Frecuenta además compañías dudosas, habiendo desafiado flagrantemente una de las prioridades de la Administración Obama al invitar a El Cairo al presidente de Sudán, Omar al Bashir, tras su acusación por el Tribunal Penal Internacional.

Se dice que Mubarak se negó a visitar Washington durante el segundo mandato de George W. Bush a causa de las ocasionales críticas de esa Administración hacia su política de represión. El modo en que el gobierno de Obama le reciba nos dirá mucho sobre la importancia que otorga a la promoción de los derechos humanos y la democracia en Oriente Medio –como lo hará también el viaje que el propio Obama realizará a Egipto en junio, donde pronunciará su muy esperado discurso al mundo musulmán. Tras haber comenzado a restaurar la autoridad moral de Estados Unidos, ¿cómo decidirá Obama usarla en este país árabe y de ahí en adelante?

No hay duda de que esta Administración quiere distanciarse del enfoque mesiánico de Bush, quien prometió propagar la libertad y “terminar con la tiranía en nuestro tiempo”, para acabar viendo cómo su retórica era desacreditada por la guerra en Irak, la vergüenza de las torturas y Guantánamo. Obama ha estado acertado centrándose en recobrar una posición de respetabilidad moral.

A comienzos de 2004 acompañé al distinguido disidente egipcio Saad Eddin Ibrahim al Pentágono para ver a Paul Wolfowitz, uno de los arquitectos de la “agenda de la libertad” de Bush en Oriente Medio. Ibrahim expresó una sincera gratitud por el compromiso del ex presidente estadounidense con los derechos humanos y la democracia en el mundo musulmán, pero después afirmó sin rodeos que el campo de prisioneros de Guantánamo estaba inflingiendo un daño incalculable a esa causa. Wolfowitz casi se marcha de la sala. No podía soportar que un héroe del movimiento democrático global le dijera que su Administración le estaba creando una mala reputación a la propia idea de la promoción democrática estadounidense.

Pero existía otra cara en la historia de Bush, la democracia y Oriente Medio. En esos años, los activistas egipcios que entraban en mi oficina en Human Rights Watch me contaban cómo Guantánamo y Abu Ghraib les hacían querer distanciarse de EE UU. Pero luego, muy a menudo, aún así preguntaban: "¿Con quién podemos hablar en el Departamento de Estado para conseguir más apoyos de Estados Unidos para nuestro trabajo en Egipto?”. Por mucho que detestaran a Bush, sabían que sus esfuerzos iniciales para presionar a Mubarak (antes de que decayeran tras 2005) habían comenzado a lograr ciertos cambios. Algunos prisioneros políticos habían sido liberados. Se permitió que un candidato de la oposición se postulara para la presidencia. La sociedad civil sentía que tenía más espacio para respirar.

Su decepción final fue el reverso de la esperanza de que todavía pudiera surgir un EE UU diferente. Y ahora esos mismos activistas –y millones de personas corrientes en Egipto y en todo Oriente Medio que quieren vivir en sociedades más justas y abiertas– esperan más de un presidente estadounidense que no está lastrado por el equipaje moral de su predecesor y que parece muy sensibilizado, debido a sus orígenes y a los ideales que ha expresado, con sus luchas diarias.

Sin embargo, muchos de los que han observado los primeros días de Obama han comenzado a dudar si aplicará enérgicamente su agenda política en cuestiones de derechos humanos cuando se trate de aliados cruciales de Washington como Egipto. Obama está preocupado por la crisis financiera global. Necesita líderes como Mubarak para conseguir otros objetivos vitales. El comentario de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, en su visita a China, de que promover los derechos humanos “no puede interferir” con el intento de conseguir las metas económicas y de seguridad, y sus incondicionales alabanzas a Mubarak cuando se le preguntó sobre cuestiones de derechos humanos durante su último viaje a Egipto, también dieron qué pensar a los activistas en favor de los derechos humanos.

A pesar de su grandiosa retórica, Obama es un realista. Se muestra receloso ante proyectos ambiciosos para reconfigurar el mundo o ante las políticas impulsadas por una misión moral; necesitará que le convenzan de que presionar a aliados obstinados para que respeten los derechos humanos hará avanzar los intereses de Estados Unidos –de que es lo más inteligente que se puede hacer, no sólo algo que hace sentirse bien a los estadounidenses. Afortunadamente, es fácil presentar un conjunto de argumentos sin exageraciones a favor de promover las libertades. El realismo aboga a favor de reivindicar esta tradición, no de rechazarla.

Es cierto que, en Oriente Medio, Estados Unidos sí obtuvo algún beneficio estratégico por todos sus años de alianza acrítica con regimenes autocráticos, incluyendo el acceso a petróleo y cooperación contra Irán y el Irak de Sadam Hussein. Pero un realista también tendría que reconocer que sufrió costes estratégicos, ya que Al Qaeda y otros grupos violentos explotaron la cercanía de EE UU a los dictadores para generar apoyos para su causa, y los gobiernos autoritarios sofocaron los movimientos moderados de oposición que podían haber competido con los extremistas. De hecho, líderes como Mubarak en realidad dieron más espacio a grupos islamistas como los Hermanos Musulmanes que a activistas democráticos de mentalidad más secular para crear la ilusión de que la única alternativa a su Gobierno era una toma del poder por los islamistas. Al tragarse esa mentira, Washington cosechó no solo el resentimiento popular, sino una creciente amenaza de seguridad.





























           
Presionar a aliados obstinados para que respeten los derechos humanos hará avanzar los intereses de EE UU
           

Pakistán, donde la nueva Administración se enfrenta a su mayor desafío en materia de seguridad, es otro ejemplo perfecto. George W. Bush eximió al dictador Pervez Musharraf de la “agenda de la libertad” porque, según las memorables palabras del ex presidente, el general paquistaní estaba "fuertemente unido a nosotros en la guerra contra el terror y eso es lo que yo valoro." En realidad, el Ejército de Musharraf protegía a los militantes a la vez que concentraba la mayor parte de su poder represivo sobre los líderes de la oposición moderada y los grupos que planteaban una mayor amenaza a su Gobierno. El apoyo de Bush a Musharraf no fue exactamente práctico; permitió que los talibanes consolidaran un área segura en el cinturón tribal de Pakistán y apartó precisamente a los sectores de la sociedad paquistaní más susceptibles de apoyar una campaña efectiva contra los extremistas.

En la actualidad, una Administración verdaderamente pragmática diría: si se quiere llevar la estabilidad al cinturón tribal de Pakistán, entonces, de manera realista, hay  que incitar a Islamabad a que introduzca tribunales justos y operativos en la región, de manera que los talibanes no puedan llenar el vacío legal. Nos tendremos que centrar no sólo en si Pakistán combate a los extremistas, sino en cómo lo hace, insistiendo en una campaña que no haga peligrar las vidas de civiles y cree instituciones en las que la gente confíe.

Del mismo modo, si Obama quiere llevar la paz a Oriente Medio, entonces, de manera realista, tendrá que abordar las prácticas israelíes (y de la Autoridad Palestina) que socavan el apoyo de los palestinos a las negociaciones. Si quiere que China contribuya al progreso medioambiental, entonces, de manera realista, tendrá que presionar a sus dirigentes para que permitan a una prensa libre criticar los abusos medioambientales. Si quiere lograr importantes avances diplomáticos con Irán, entonces, de manera realista, necesitará atraer a los iraníes de a pie y que desean mayor libertad y vínculos con el mundo exterior, de manera que el régimen de los ayatolás tenga menos apoyos en el interior con los que hacer frente a la presión desde fuera.

Y si la gran promesa de la presidencia de Obama recae en su capacidad para conectar con la gente que ha perdido la fe en Estados Unidos, entonces, de manera realista, tendrá que hablar sobre algo más que construir escuelas y crear puestos de trabajo. Necesitará afrontar la sensación de injusticia y humillación causada por gobiernos disfuncionales y opresivos, y con frecuencia –como es el caso de Egipto– por la sensación de que demasiado a menudo Washington ha estado del lado de los opresores. Durante su campaña, Obama sugirió que entiende esto. Cuando se le preguntó en uno de los primeros debates si los derechos humanos eran “más importantes que la seguridad nacional de Estados Unidos” contestó: “Los conceptos no son contradictorios; son complementarios”. Y continuó: “Cuanta más represión vemos, cuantos menos canales para que la gente exprese sus aspiraciones, peor vamos a estar y más sentimientos antiamericanos va a haber en Oriente Medio”.

Esto no significa que Barack Obama no debería hablar con Mubarak, o viajar a Egipto a dar su discurso. Por el contrario, ambos acontecimientos son oportunidades para llevar su mensaje directamente al presidente y pueblo egipcio. Esto no significa que debería predicar desde una posición de superioridad moral; por el contrario, reconocer los errores de Estados Unidos dará más potencia a su mensaje (irónicamente, los desmanes de Bush hacen más fácil para Obama usar este efectivo mecanismo). Sencillamente significa que debería hablar con franqueza sobre el déficit en materia de derechos humanos y democracia en Oriente Medio a aliados y adversarios por igual, y usar las mismas herramientas de influencia para promover su objetivo que usaría para cualquier otro asunto fundamental de interés nacional. A la vez que se gana el corazón de la región, debería abordar el meollo de la cuestión.

 

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