¿Está Suráfrica a la altura de asumir el liderazgo político, económico y moral del continente africano?


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África cabe entera en Yeoville. Este barrio del este de Johannesburgo está considerado desde las zonas altas de la ciudad como un lugar peligroso y decadente desde que en 1994 llegó la democracia a Suráfrica. Con la caída del régimen racista del apartheid, la libertad de movimiento –en plata: la posibilidad de que los negros pudieran vivir donde quisieran–, la mayoría de los vecinos blancos del distrito se trasladaron a los puntos más protegidos.

En realidad, Yeoville es un continente en miniatura y el miedo es solo eso: miedo. Rezuma vida y diversidad. Es un barrio inmigrante y cualquier rincón de África tiene su réplica en Raleigh Street. A dos pasos del puesto del mercado donde el ghanés Assis vende hortalizas; el humo de la brasa del bar de George, marfileño, difumina al anochecer la sonrisas de las prostitutas mozambiqueñas y ofrece refugio a los trapicheos de camellos sin patria. Las peluquerías de Raleigh Street son nigerianas, hay restaurantes cameruneses, bares etíopes-somalíes y un puñado de tiendas regentadas por zimbabuenses y con propietario indio. En la esquina con Bedford Street, un Kentucky Fried Chicken pone el punto estadounidense a la escena y, camino del aeropuerto, empieza el barrio chino de Bruma. Pero en este babel africano no se construyen torres hacia el cielo, se aprovecha la oportunidad. Se hacen negocios. Suráfrica lo ha entendido mejor que nadie. Bajo dos de los edificios más altos, un Pick’n Pay y Shoprite, dos grandes cadenas de supermercados surafricanos de comida y ropa barata están a reventar.

Suráfrica es la mayor economía de África con diferencia. Su músculo financiero supone entre un 24% y un 35% del Producto Interior Bruto del continente. En los 90, la cifra llegó al 50% del PIB de toda África. Pero la reducción de ese número en los últimos veinte años se explica más por el crecimiento africano –siete de las diez economías que crecieron más rápido en el último lustro son de aquí– que por la desaceleración surafricana. El país del arcoíris aún quiere el timón de África.

 

Suráfrica, el Singapur del siglo XXI

En política, los detalles importan. Suráfrica tuvo en marzo uno propio de un líder. En la quinta cumbre del grupo de economías emergentes BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica), celebrada en Durban, el presidente anfitrión, Jacob Zuma, invitó a una decena de jefes de Estado africanos.

No fue sólo un agasajo. El país del arcoíris sabe que es una pulga al lado de los gigantes emergentes. Sus 50 millones de habitantes son nada frente a los mil millones de chinos y, con un discreto puesto 28 en la economía global, apenas supone un 2,5% del PIB dentro del grupo de los BRICS. La invitación de Zuma era una constatación de un hecho: no es Suráfrica, es África.

El experto en desarrollo y autor del libro Africa Rising, Vijay Mahajan, cree haber visto antes la película. “Singapur ya fue la plataforma de entrada a un continente asiático en rápido crecimiento. Sudáfrica, probablemente, jugará el mismo rol que la antigua colonia inglesa hace 30 años. Muchas multinacionales vieron a Singapur, que gozaba de infraestructuras, con la fuerza económica y las comunicaciones adecuadas, como la puerta del mercado asiático”.

El motor de las potencias emergentes –China es la segunda economía del mundo, Brasil la sexta, Rusia la novena e India la décima– necesita carburante para funcionar y ha encontrado dónde conseguirlo: el comercio de los BRICS y África se ha multiplicado por 10 en una década y facturará 500.000 millones de euros en 2015.

El analista económico y político del surafricano Standard Bank Research Simon  Freemantle cree que la fortaleza económica de Suráfrica tiene más cimientos. “Todos saben que no se puede acceder a toda África desde un solo punto en el sur, pero Suráfrica aporta más cosas que una puerta de entrada: ofrece buenas comunicaciones, su experiencia en hacer negocios en el continente y el conocimiento acumulado de ingenieros, arquitectos y otros expertos”. Aunque Nigeria y Angola podrían superarle en el futuro como mayor economía africana, para Freemantle no, necesariamente, significará una pérdida de liderazgo. “Suráfrica no es sólo la economía más grande, también es la más diversificada. Algo importantísimo, porque países como Angola o Nigeria basan el 80 o 90% de su economía en el petróleo”.

 

África, para mí primero

Que Suráfrica sirva de puerta de entrada de la inversión extranjera no le convierte en un conserje. El país ha sabido leer los cambios del continente. Según el Banco de Desarrollo Africano, ya hay 350 millones de africanos de clase media, con capacidad para consumir. Aunque su definición de este grupo es excesivamente amplia –clase media, dice, es quien gasta entre 2 y 20 dólares diarios– y generosa –el 60% del total solo gasta entre 2 y 4 dólares–, la oportunidad resiste a la indefinición.

Servicios y productos baratos, sí, pero en cantidad. Y habrá más: los 900 millones de africanos de hoy serán 2.000 millones en 2050, según Naciones Unidas. Suráfrica ha sido de las primeras en darse cuenta. Desde 2003 es el quinto país en inversión directa en África y en el último lustro ha aumentado un 57% su inversión en el total de países africanos. De hecho, si al contar esa inversión directa en el continente no se contabiliza la destinada a Suráfrica, es el propio país quien más inversión directa realiza en el continente.

Actualmente, de las 30 mayores compañías africanas que operan en África, 26 son surafricanas. La diversificación es una realidad en la cabeza de la lista: minería, telecomunicaciones, banca, construcción, ropa, comida, electricidad, seguros, productos químicos, refrescos y transporte son algunos de los sectores de estos gigantes empresariales surafricanos.

 

El riesgo del paso adelante

El año pasado, Suráfrica ganó la presidencia de la Unión Africana (UA). En realidad, la victoria de Dlamini Zuma fue una declaración de intenciones. Para Adam Habib, profesor en ciencias políticas y vicerrector de la Universidad de Johannesburgo, se avecinan cambios. “Hasta ahora Suráfrica ha querido liderar desde la sombra, pero ahora siente que hay que intervenir y devolver el control de la institución a los africanos".

Para el país del arcoíris, que siempre ha repetido que los problemas africanos necesitan soluciones africanas, Costa de Marfil y Libia desencadenaron el cambio. Los titubeos con los que la UA aceptó las intervenciones extranjeras en ambos países resquebrajaron a la organización y Suráfrica dio un paso adelante “para limitar la influencia de Francia y los europeos en los asuntos africanos”, apunta Habib.

Ocurre que no es tan fácil. El envío de tropas francesas a Malí en enero para contener el avance fundamentalista, pilló a contrapié a Suráfrica, quien aceptó a regañadientes y exhortó a la UA a unirse a “los intentos de África y sus amigos de frenar el conflicto de Malí”.

Desde entonces, Suráfrica ha tomado la iniciativa, aunque a veces se ha pasado en la acción. En marzo, su implicación en el conflicto de la República Centroafricana acabó con 13 soldados surafricanos muertos y una crisis política en casa. Su rápido ofrecimiento para liderar este año una fuerza de intervención de Naciones Unidas en la República Democrática es otro gesto de su decisión a liderar más allá de sus fronteras.

No siempre ha sido igual. Mientras que Nelson Mandela utilizó su gran reputación para abogar por la defensa de los derechos humanos, lo que creó tensión entre dictadores vecinos o gobiernos de gatillo fácil, su sucesor Thabo Mbeki convirtió al país en el gran mediador del continente. Escandalosamente tibio con las atrocidades de Robert Mugabe en Zimbabue, Suráfrica se implicó en la resolución de los conflictos en República Democrática de Congo, Burundi, Somalia o Sudán. Zuma, el actual presidente, ha cogido el testigo de ese liderazgo mediador, pero lo ha barnizado de negocios. La elección del gigante del petróleo, Angola, como primer viaje tras ganar las elecciones fue un aviso a navegantes.

A principios de mayo, cuando salían a la luz detalles de cómo será la presencia armada surafricana en Congo, el presidente de Nigeria, Goodluck Jonathan, firmaba varios acuerdos comerciales en su visita oficial a Sudáfrica.

 

Suráfrica quiere ser Mandela para siempre

Cuando el país consiguió el milagro de acabar con el apartheid sin sufrir una guerra civil, el mundo se quitó el sombrero. Las palabras de perdón y reconciliación de Mandela, Nobel de la Paz en 1993, pintaron a Suráfrica con los colores del arco iris. Los más de 300 disparos que el año pasado la policía descargó sobre los mineros que se manifestaban por un sueldo digno en Marikana  –murieron 34 – despertaron al país de ese sueño. Patrick Bond, director del Centro por la Sociedad Civil y ex asesor del Gobierno de Mandela, cree que el efecto del icono surafricano, a punto de cumplir 95 años, ha caducado: “Mandela es absolutamente adorado, ni siquiera en privado escuchas críticas profundas, pero es una sociedad que necesita desesperadamente el símbolo de esperanza que representa. Esta sociedad tiene una de las peores desigualdades y un 35% de desempleo”.

Los escándalos de corrupción –quizás no son mayores que en la época del apartheid, pero ahora sí se denuncian abiertamente – y que unos pocos políticos y luchadores antiapartheid bien conectados se hayan enriquecido de manera rápida, abonan el desencanto. Sobre todo porque aún 8,7 millones de surafricanos viven con menos de un euro al día.

El arzobispo y Nobel de la Paz Desmond Tutu ilustró esa dimisión de Suráfrica como guía moral del mundo. Tras invitar al Dalai Lama a su fiesta de 80 aniversario, Tutu estalló al observar que el Ejecutivo del país no concedía el visado al líder tibetano. Los críticos apuntaron que Pretoria no quería incomodar a China, socio de negocios. “Este Gobierno es peor que el apartheid –bramó Tutu– porque al menos de aquellos te lo podías esperar”.

El primer viaje oficial del presidente chino, Xi Jinping, el pasado mes de marzo pasó por Suráfrica.

 

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