Sombras sobre el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia.

AFP/Getty Images Mujeres bosnias musulmanes, supervivientes de la matanza de Srebrenica, ven en directo el jucio de Radovan Karadzic en el Tibunal Penal Internacional de la Antigua Yugoslavia.
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Mujeres bosnias musulmanes, supervivientes de la matanza de Srebrenica, ven en directo el jucio de Radovan Karadzic en el Tibunal Penal Internacional de la Antigua Yugoslavia.

 

El Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (TPIY), como dice Eric Gordy, surgió como un gruñido, después fue un estallido y ahora es un lamento. Su fundación en 1993 fue una respuesta dubitativa a los crímenes de las Guerras de Secesión de Yugoslavia; sin embargo, hubo una época en la que el tribunal pasó como un rodillo no solo por encima del pelotón balcánico, sentando delante del juez a figuras de gran ascendente criminal como Naser Orić (bosnio-musulmán), Ramush Haradinaj (albano-kosovar) o Milan Lukić (serbio), sino también político-militares, como Slobodan Milošević (serbio), Radovan Karadžić (serbo-bosnio) o Ante Gotovina (croata).

El presupuesto del tribunal se incrementó desde los 230.000 dólares en el año de su fundación, a los casi 250 millones de dólares que ostenta en la actualidad. Más de 75 nacionalidades componen su personal. Todo en el TPIY muestra la dimensión de una institución que fue un actor político más de las relaciones internacionales, con capacidad de condicionar el proceso de integración europea y las ayudas financieras a la región, cualquier cosa con tal de que Belgrado y Zagreb entregaran a los imputados. Así lo reconoció en su libro, La caza, la ex fiscal general Carla del Ponte.

Un total 161 personas fueron acusadas, se han recopilado más de un millón de documentos y la cifra de testigos citados asciende a casi 5000. Como dice el director de comunicaciones del ICTJ, Refik Hodžić, el TPIY“ha iluminado las circunstancias de algunos de los crímenes más graves que se han cometido”. Están disponibles en la página web del TPIY multitud de documentación, gracias a un ingente trabajo de investigación, que aportan nombres y apellidos a episodios tan trágicos como la Operación Tormenta o el asedio a Sarajevo. Sin embargo, como dice el representante permanente de Serbia en la ONU, Milan Milanović: “no existe, ninguna sentencia dictada en La Haya que haya cambiado la opinión de nadie en Bosnia, Serbia o Croacia, ni siquiera en un 1%”.

Ante su ocaso, hay tres conclusiones que sobresalen por encima de las demás: el tribunal arroja muchas sombras sobre su independencia, las últimas sentencias han sufrido la oposición de los grandes bastiones de los derechos humanos en la región, y el papel del TPIY como generador de la reconciliación resulta mucho más que discutible.

 

¿Crisis de credibilidad?

Las acusaciones del juez danés, Frederik Harhoff, al presidente del tribunal, Theodor Meron, de seguir presiones de EE UU e Israel para lograr sentencias absolutorias que, en un futuro, sirvan de precedente judicial ante la potencial imputación a cargos estadounidenses o israelíes implicados en acciones militares en el exterior, cuestionan hasta qué punto el TPIY imparte justicia de forma independiente. La denuncia no termina aquí. También se hace referencia al establecimiento por parte del presidente del tribunal de plazos inasumibles para aquellos jueces que disintieran de su opinión. No obstante, el funcionamiento interno del tribunal interesa a un número muy limitado de expertos, y los que tenían opiniones negativas o positivas sobre el TPIY no cambiarán su posición por este incidente, ya que no existe ninguna prueba que fundamente tales acusaciones (algunas de las cuales, como las presiones en las deliberaciones judiciales, son prácticas comunes en cualquier tribunal que dirime colegiadamente).

Más importante es que los escenarios de impunidad evidenciados en Afganistán, Irak, Palestina o Siria han creado desde el 11-S un clima de realismo político donde el derecho internacional vive sus peores momentos. La falta de credibilidad del TPIY en la región proviene principalmente del desorden internacional -ya sufrido por el Sureste europeo una década antes y que explica el fuerte escepticismo de la población local ante las buenas intenciones de los organismos internacionales- y en la puesta en libertad de quienes estuvieron, al margen de disquisiciones judiciales, a la cabeza de los conflictos, pese a las absoluciones de cualquier tribunal.

 

Ausencia de doctrina

Hasta hace unos meses el TPIY era visto como un organismo principalmente anti-serbio. El argumento:  los más de 1.000 años de cárcel que han caído sobre ciudadanos serbios y serbio-bosnios, por los 55 años que han caído por delitos cometidos contra población serbia. Las sentencias exculpatorias de Ante Gotovina y Mladen Markač, militares croatas al frente de la campaña de expulsión de más de 250.000 serbios de Croacia en 1995, incrementó todavía más ese sentimiento entre los serbios, cuya opinión negativa sobre el tribunal supera el 70%. Sin embargo, la liberación de Momčilo Perišić (serbio), Jovica Stanišić (serbio) y Franko Simatović (serbio) han traslado el debate también a lo jurídico, además de poner en contra del tribunal a muchos gurús de los derechos humanos en la región. Estas sentencias exculpatorias sientan el precedente por el cual sólo cabe una imputación a una autoridad, por su responsabilidad en una empresa criminal, si existen pruebas más allá de la duda razonable de la comisión de esos delitos. Como explica el abogado Bogdan Ivanisević, en 14 años“el tribunal debería haber dado una elaboración clara de su significado y sus límites”. Sin embargo, la puesta en libertad de estos tres encausados deja claro que el TPIY no ha establecido una doctrina coherente que rebata las críticas de sus detractores, que ven más motivaciones políticas (librar de responsabilidad a Serbia por los crímenes cometidos en Bosnia) que jurídicas, en el hecho de que estén libres el ex jefe del Estado mayor del ejército yugoslavo, y las dos manos derechas de Slobodan Milošević en la trastienda militar y paramilitar.

 

Reconciliación pese al tribunal

El TPIY ha actuado como caja de resonancia de las divisiones políticas, más que de las oportunidades de una transición para la paz, rememorando las consecuencias de los conflictos; entre las que se encuentran el descenso generalizado de la calidad de vida, la instrumentalización política de los conflictos, la mala imagen internacional (como víctima o como agresor), y una fuerte crisis de valores entre la identificación con las víctimas de otros grupos nacionales y la adhesión acrítica a la nación, tal como invitaban las circunstancias del fin de Yugoslavia. La rueda interminable -y retrasmitida por televisión- de altos cargos delante de un juez extranjero (el político serbio Vojislav Šešelj lleva 11 años en el Tribunal y todavía no ha recibido una sentencia), han retroalimentado el conflicto, haciéndolo extensible a una generación que no participó en él, pero que sí sufrió sus efectos más desagradables.

Frente a esto, los tiempos de paz, las sinergias culturales y lingüísticas, los intereses económicos y el sentido común de la población, han jugado un papel más trascendental en la llamada reconciliación que el que algunos atribuyen al Tribunal, que nunca ha sabido sacudir las conciencias de la población local. Todo esto teniendo en cuenta que fueron guerras -no declaradas-, las de la ex Yugoslavia, en las que la mayoría de la población no intervino, pero a las que tampoco se opuso. De ahí que a la mayoría les importe bien poco lo que ocurra ahora en La Haya. Ni siquiera merecen su lamento las actuaciones de un tribunal que se ha terminado por digerir como un reality show que importa a muy pocos.

 

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