Por qué millones de personas optan por vivir en plena miseria urbana.

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La pobreza urbana tiene algo que resulta visceralmente repulsivo: la peste de las alcantarillas a cielo abierto, el humo asfixiante de los montones de basura ardiendo, los charcos de fétida agua cubiertos del color arcoiris de los desechos químicos. Hace que la pobreza en el campo, en comparación, parezca casi una Arcadia. Los pobres, en las zonas rurales, carecen de nutrición, sanidad, educación e infraestructuras; sin embargo, se dedican al agotador trabajo de la granja en unos escenarios que, además de ser más bucólicos, también representan la condición en la que ha vivido la mayor parte de la humanidad durante la mayor parte de la historia. Si la vida en las barriadas más pobres de las ciudades es tan mísera, ¿por qué hay gente que se quiere instalar en ellas?

Porque esos barrios son mejor que la alternativa. La mayoría de la gente que ha vivido la pobreza rural y la pobreza urbana prefiere quedarse en los barrios de chabolas que regresar al campo. Incluidos cientos de millones de personas de los países en vías de desarrollo que lo han demostrado durante las últimas décadas, entre ellos 130 millones de trabajadores que han emigrado del campo solo en China. Siguen el trillado camino de buscar una vida mejor entre las luces deslumbrantes de la ciudad; ya lo hizo Dick Whittington, el inmigrante rural del siglo XIV que acabó siendo alcalde de Londres. Lo bueno es que las posibilidades de tener esa vida mejor son mayores que nunca. A pesar de los horrores de la vida en un barrio marginal hoy, en general, suele seguir siendo mejor que quedarse en la aldea.

Empecemos por el sencillo motivo que impulsa a la mayoría de la gente a dejar el campo: el dinero. Mudarse a vivir a las ciudades tiene sentido desde el punto de vista económico, porque los países ricos son países urbanizados, y las personas ricas son, en su gran mayoría, habitantes de ciudades. Un grupo de 600 ciudades repartidas por todo el planeta representa el 60% de la producción económica mundial, según el McKinsey Global Institute. Los habitantes de las chabolas están en el último escalón, sin duda, pero casi siempre están mejor que sus homólogos de zonas rurales. Aunque la mitad de la población mundial es urbana, solo la cuarta parte de los que viven con menos de un dólar diario vive en ciudades. En Brasil, por ejemplo, donde la palabra “pobre" evoca imágenes tanto de las vertiginosas favelas de Río como de las tribus indígenas del Amazonas en enorme privación rural, solo se clasifica en la pobreza extrema al 5% de la población urbana, frente al 25% de la rural.

Ahora bien, ¿qué vida es tratar de salir adelante en medio de la miseria urbana actual? Nuestra idea de las barriadas modernas procede de películas como Slumdog Millionaire y libros como Behind the Beautiful Forevers, de Katharine Boo, retratos de la clase urbana inferior de India que no están demasiado lejos de las horrorosas imágenes de la industrialización del siglo XIX en las novelas de Charles Dickens sobre la miseria y la violencia entre los marginados de Londres. Un artículo reciente en el New England Journal of Medicine decía que la urbanización es “una catástrofe humana emergente". Y el teórico de las ciudades Mike Davis escribe en Planet of Slums: “Nadie sabe si esas inmensas concentraciones de pobreza son biológica ni ecológicamente sostenibles".

Aun así, con todos sus defectos, la vida en los barrios marginales, hoy, es mucho mejor que en tiempos de Dickens.

En primer lugar, la calidad urbana de vida, hoy, incluye vivir mucho más. Durante la mayor parte de la historia, los índices de mortalidad en las ciudades han sido tan elevados que las áreas urbanas solo lograban mantener sus niveles de población gracias a las inmigraciones constantes desde el campo. En el Manchester de Dickens, por ejemplo, la esperanza media de vida era de solo 25 años, frente a 45 años en el Surrey rural. En el mundo actual, gracias a las vacunas y el alcantarillado subterráneo, la expectativa media de vida en las grandes ciudades es mucho más alta que en el campo; en el África subsahariana, las ciudades con una población de más de un millón de habitantes tienen unos índices de mortalidad infantil un tercio inferiores a los de las zonas rurales. De hecho, la mayor parte del crecimiento de la población urbana, hoy, no se debe a las oleadas de inmigrantes del campo, sino a que los habitantes tienen hijos y viven más tiempo.

En parte, la calidad de vida es mejor porque hay mejor acceso a los servicios. Los datos de varias investigaciones en países en vías de desarrollo indican que los hogares pobres en áreas urbanas tienen el doble de probabilidades de tener agua corriente que los de las zonas rurales, y casi el cuádruple de tener un retrete con cisterna. En India, las mujeres más pobres de las ciudades tienen tantas probabilidades de recibir atención prenatal como las que no son pobres en las zonas rurales. Y, en el 70% de los países estudiados por los economistas del MIT Abhijit Banerjee y Esther Duflo, la escolarización de niñas entre 7 y 12 años es más alta entre los pobres urbanos que entre los pobres rurales.

Por otra parte, los habitantes de los barrios marginales actuales –alrededor de un tercio de la población urbana en los países en vías de desarrollo– son de los que menos probabilidades tienen de estar vacunados o estar conectados a los sistemas de alcantarillado, lo cual significa que los problemas de salud en los asentamientos irregulares están muy por encima de la media de las ciudades. Por ejemplo, en los barrios de chabolas de Nairobi, los índices de mortalidad infantil son más del doble del promedio de la ciudad, y superiores a los índices de mortalidad en las zonas rurales de Kenia.

Pero los barrios marginales de Nairobi son especialmente horribles y, más un indicador del mal funcionamiento del Gobierno keniata que ninguna otra cosa. En la mayoría de los países en vías de desarrollo, hasta los más pobres de las ciudades viven mejor que el habitante normal de un pueblo. Banerjee y Duflo descubrieron que, entre la gente que vive con menos de un dólar diario, los índices de mortalidad infantil en las áreas urbanas eran inferiores a los de las zonas rurales en dos tercios de los países sobre los que tenían datos. En India, el índice de mortalidad durante el primer mes de vida es casi una cuarta parte inferior en las áreas urbanas que en las aldeas. La diferencia de resultados es tan significativa que el investigador de la población Martin Brockerhoff llega a la conclusión de que “es posible que se salvaran millones de vidas infantiles" en todo el mundo solo en los años ochenta, cuando sus madres emigraron a las áreas urbanas.

La vida en los barrios marginales sigue siendo horrible. Por ejemplo, la presencia del VIH en las áreas urbanas de Zambia es el doble de alta que en las zonas rurales, y es todavía peor el caso de las fiebres tifoideas en Kenia. Además, los habitantes de los barrios marginales corren más peligro de sufrir violencia, contaminación atmosférica y accidentes de tráfico que sus homólogos rurales. Y, cuanto más se aproxima la situación en esas barriadas a un estado de anarquía mezclada con cleptocracia, más se parecen las condiciones de salud y bienestar a las del Manchester de Dickens.

Sin embargo, con todos los datos en la mano, el crecimiento de los barrios de chabolas es una fuerza positiva, que podría ser un motor de desarrollo aún mayor si las autoridades dejaran de verlos como un problema del que hay que librarse, empezaran a tratarlos como un segmento de población al que es necesario atender y le proporcionaran títulos de propiedad con garantías, seguridad, calles asfaltadas, conducciones de agua y alcantarillado, escuelas y clínicas. Como dice el economista de la Universidad de Harvard Edward Glaeser, los barrios marginales no hacen que las personas sean pobres; atraen a pobres que quieren ser ricos. De modo que ayudémosles a mejorar.