Para las tres escuelas de pensamiento dominantes en EE UU, China y Rusia suponen un mayor riesgo que Al Qaeda y la nebulosa de grupos yihadistas que la siguen.

La guerra fría proporcionó una explicación sencilla y a la vez omnicomprensiva del sistema internacional durante la segunda parte del siglo XX. Finalizada ésta siguieron unos años de indefinición bruscamente interrumpidos por el 11-S. Nace entonces otro paradigma de las relaciones internacionales: la guerra contra el terrorismo. El esquema es radicalmente novedoso porque el conflicto no es ya entre Estados, sino que enfrenta a una superpotencia y sus aliados con actores no estatales como Al Qaeda y la nebulosa de grupos yihadistas que siguen sus directrices. Además, Washington considera que otras potencias militares como China y Rusia comparten con Estados Unidos una misma percepción de la amenaza frente a este nuevo enemigo común. Pero sólo cinco años después del 11-S se empieza a apreciar un cierto cansancio sobre la capacidad de este modelo para ofrecer una explicación convincente del actual sistema internacional. Comienzan a aparecer relatos alternativos. Tres de ellos resultan más significativos por proceder de representantes de las principales escuelas de pensamiento internacional: la realista, la neoconservadora y la liberal proglobalización.

El periodista y escritor estadounidense Robert Kaplan considera que los conflictos de Oriente Medio son una minucia en comparación con el pulso por el poder en el Pacífico entre EE UU y China que definirá el siglo XXI. La cuestión no radica en que Pekín tenga intenciones agresivas. Sin embargo, la emergencia de una nueva superpotencia crea un desequilibrio estratégico que aumenta el riesgo de una confrontación. Por ejemplo, el hecho de que el gigante asiático quiera dotarse de una flota de aguas profundas para controlar las vías de acceso de sus suministros de petróleo puede ser una aspiración perfectamente legítima. Pero la historia está llena de conflictos entre potencias que persiguen intereses lícitos. En consecuencia, si quiere evitarse el choque —y en opinión de Kaplan, Washington tendría el mayor interés en ello— debe restablecerse el equilibrio por los medios clásicos: una doctrina militar adecuada, nuevas alianzas y una política exterior realista.
La visión del escritor y columnista Robert Kagan no puede ser más diferente a la de Kaplan, pero coinciden en un punto clave: el foco de atención no está ya en Oriente Medio y Al Qaeda no es el mayor riesgo para Occidente. Estamos ante el comienzo de una reedición del conflicto entre democracias y autocracias, según Kagan. China y Rusia son las mayores y, por tanto, las más peligrosas entre estas últimas, porque su actual éxito económico las inmuniza ante toda presión favorable a su liberalización. Aunque los intereses de Pekín y Moscú no coincidan en algunas áreas, su aversión compartida a los valores liberales les convierte en líderes de una liga informal de dictadores a los que apoyan y protegen. Algunos de ellos, como Sudán, Angola y Venezuela, son importantes productores de petróleo.

Thomas Friedman, por su parte, describe cómo Estados Unidos se enfrenta a una formidable redistribución de poder a escala mundial que multiplica los desafíos contra su hegemonía. Pero las causas de esta nueva multipolaridad no siempre son merecidas. China se ha ganado su estatus de potencia emergente con trabajo duro y ahorro. Pero países como Rusia, Venezuela e Irán deben su influencia sólo al precio actual del barril de crudo (por encima de los 70 dólares). Este eje del petróleo sería más duradero y más decisivo que el terrorismo y, sin embargo, hasta ahora ha provocado mucha menos inquietud.

En las tres visiones, Al Qaeda pasa a un segundo plano. El enemigo potencial es China, Rusia o incluso ambas. Las causas de una futura guerra pueden estar en un desequilibrio de poder, una confrontación ideológica o en el desafío de nuevas potencias envalentonadas por sus revalorizados recursos energéticos. En todos los casos, volveríamos a un mundo familiar de competencia y conflictos entre Estados. ¿Dónde quedarán las toneladas de papel dedicadas a actores no estatales y guerras asimétricas? ¿Estamos ante una epidemia de nostalgia por los grandes planteamientos del pasado? O quizás son los cinco años sin atentados terroristas en suelo estadounidense. Toquemos madera.

En realidad, estas teorías tienen algo importante en común entre ellas, y con la amenaza yihadista: la energía. Según Kaplan, la hipótesis más plausible de un conflicto con China sería en torno a recursos energéticos escasos. En los análisis de Kagan y Friedman, el crudo permite a las dictaduras perpetuarse y favorece una redistribución de poder desvinculada del esfuerzo y la inventiva de las sociedades en el gran tablero de la globalización.

En cuanto a Oriente Medio, el lanzamiento por Washington de una ambiciosa política energética destinada a reducir la dependencia del petróleo ha sido interpretado en clave estratégica. Se trataría de romper el actual círculo vicioso en el que el control del suministro del crudo exige una tutela norteamericana sobre la región del Golfo y ésta, a su vez, provoca reacciones viscerales, entre las que destaca, por su peligrosidad, el terrorismo yihadista. En este sentido, menos necesidad de crudo significa al mismo tiempo un menor riesgo de chocar con China, un menor poder para Estados que no se lo han ganado y una menor presencia occidental en una región donde ésta es irritante. Las energías renovables, que eran la bandera de jóvenes inconformistas, se convierten ahora en una cuestión de seguridad nacional. Y el tránsito hacia ellas quizás sea lo que acabe definiendo nuestra era.

Timothy Garton Ash ha dicho que cuando los historiadores del futuro aborden este capítulo el título no sería La guerra contra el terrorismo sino El resurgimiento de Asia. ¿Y si acabara siendo algo así como El abrupto camino hacia la era post-petróleo?