Hoy hay más esclavos en el mundo que en ninguna otra época de la historia de la humanidad. La verdadera abolición no será una realidad hasta que se admita el enorme alcance del problema, se luche contra todas las formas de este delito y les ayudemos a liberarse.

En Nueva York, uno está a cinco horas de poder negociar la venta, a plena luz del día, de un chico o una chica sanos. Pueden utilizarse para cualquier cosa, aunque la prostitución y el trabajo doméstico son sus destinos más comunes. Antes de emprender el viaje, dejemos claro lo que estamos comprando. Un esclavo es un ser humano forzado a trabajar mediante engaño o bajo amenaza de violencia sólo a cambio de lo justo para subsistir. ¿No es cierto? La mayoría de la gente cree que la esclavitud desapareció en el siglo XIX. Desde 1817, se han firmado más de una docena de convenios internacionales para prohibir el comercio de esclavos. Sin embargo, hoy en día, hay más que en ninguna otra época de la historia de la humanidad.

 

Esclavos modernos: unos 300.000 niños son esclavos domésticos en Haití.

 

Si usted viviera en Nueva York, por ejemplo, y quisiera comprar uno en cinco horas, esto es, más o menos, lo que haría. Primero, cogería un taxi hasta el JFK y subiría a un vuelo directo a Puerto Príncipe (Haití). El trayecto dura tres horas. Tras aterrizar en el aeropuerto de Toussaint L’Ouverture, le harían falta 35 centavos de dólar (unos 23 céntimos de euro) para tomar el medio de transporte más habitual en la ciudad, el tap-tap, una furgoneta de reparto tipo ranchera readaptada con bancos y un toldo. Después de recorrer tres cuartas partes de la calle de Delmas, la calle principal de la capital, daría un golpecito en el techo y se bajaría de un salto. Allí, en una calle paralela, se encontraría con un grupo de hombres de pie delante de la barbería Le Réseau (La Red). Se iría acercando a ellos, y un hombre daría un paso al frente y diría: “¿Ha venido a por una persona?”.

Conocería a Benavil Lebhom. Tiene la sonrisa fácil y un bigote muy cuidado. Llevaría una camiseta de golf multicolor a rayas, una cadena de oro y unas DocMartens de imitación. Benavil es un cortesano o un intermediario. Es titular de una licencia inmobiliaria oficial y se llama a sí mismo “agente de empleo”. Dos tercios de los trabajadores a quienes coloca son niños esclavos. La cifra total de menores haitianos que viven en régimen de esclavitud en su propio país asciende a 300.000. Son los restavec (derivado del francés reste avec; “quédate con”, en español) como son conocidos eufemísticamente en créole (la lengua nacional de Haití). A la fuerza y sin recibir un sueldo a cambio, trabajan en cautiverio desde antes del amanecer hasta bien entrada la noche. Benavil y miles de otros traficantes formales o informales arrancan a estos niños de los brazos de sus desesperados y empobrecidos padres en las zonas rurales, con promesas de escolaridad gratuita y una vida mejor.

La negociación para comprar un niño esclavo podría desarrollarse más o menos así:

“¿Cuánto tardaría en conseguirme un niño? Uno que supiera limpiar y cocinar”, apuntaría usted. “Mi casa no es muy grande; tengo un apartamento pequeño. Pero me pregunto cuánto me costaría y cuánto se tarda”.

“Tres días”, respondería Benavil.

“¿Y podría traerme al niño aquí?”, preguntaría usted. “¿O ya tiene niños aquí?”.

“No tengo ninguno aquí en Puerto Príncipe en este momento”, contestaría Benavil, con los ojos saliéndosele de las órbitas sólo de pensar en conseguir un cliente extranjero. “Iré al campo a por uno”.

Usted se interesaría por los gastos adicionales: “¿Tendré que pagar el transporte?”.

Bon”, diría Benavil. “Setenta dólares”.

Oliéndose el timo, le presionaría: “¿Y eso es sólo por el transporte?”.

“El transporte serían unos cien gourdes [la moneda haitiana]”, comentaría Benavil, lo que representa unos nueve dólares, “porque hay que llegar hasta allí, más el hotel y la comida para el camino. Quinientos gourdes”.

“Vale, 500 gourdes”, contestaría usted.

En ese momento, tocaría hacer la gran pregunta: “¿Y cuál sería la tarifa?”. Ése sería el momento de la verdad, y Benavil entornaría los ojos mientras calcula lo que puede sacar.

“Cien. Moneda estadounidense”. “Eso me parece mucho”, diría usted, con una sonrisa para no romper el trato. “¿Cuánto le cobraría a un haitiano?”.

Benavil elevaría la voz con fingida indignación. “Cien dólares. Es un gran esfuerzo”. Usted se mantendría firme: “¿No podría bajar su tarifa a 50 dólares?”.

Benavil se quedaría callado. Pero sólo para hacerse el interesante. Sabría que ha sacado mucho más de lo que pagaría un haitiano. “Oui”, accedería con una sonrisa.

Pero el trato no estaría cerrado. Benavil se le acercaría e, inclinándose, le preguntaría: “Ésta es una cuestión delicada. ¿La persona que quiere es sólo para trabajar? ¿O también alguien para que sea su pareja? ¿Entiende lo que quiero decir?”.

Usted no parpadearía cuando le preguntasen si querría al niño para tener sexo. “Bueno, ¿es posible que me consiga a alguien para las dos cosas?”.

“¡Oui!”, respondería Benavil lleno de entusiasmo. Si usted estuviera interesado en llevarse su compra a Estados Unidos [u otro país], Benavil le comentaría que podría arreglar los documentos adecuados para hacer como si hubiera adoptado al niño.

Le ofrecería una niña de 13 años. “Es un poco mayor”, comentaría usted. “Sé de otra niña de 12. Y otras con 10 y 11”, respondería.

La negociación habría acabado, y usted le advertiría a Benavil que no hiciera nada antes de que se lo pidiera. Llegados a ese punto, después de recorrer más de mil kilómetros desde Estados Unidos, y a cinco horas de Manhattan, habría conseguido con éxito apalabrar la compra de un ser humano por 50 dólares, o lo que es lo mismo, 35 euros.

 

LA CRUDA REALIDAD

Sería estupendo que esa conversación, al igual que la descripción del viaje, fuera ficticia. Pero no es así. La grabé el 6 de octubre de 2005, como parte de una investigación de cuatro años sobre la esclavitud en los cinco continentes. En la conciencia popular, esta práctica ha llegado a ser poco más que simplemente una metáfora de la sujeción excesiva a algo. Los banqueros de inversión suelen referirse a sí mismos como “esclavos con sueldos altos”. Los activistas de los derechos humanos pueden llamar esclavos a los trabajadores de las fábricas explotados que cobran menos de un euro la hora, con independencia de que reciban un salario y puedan con frecuencia abandonar su trabajo.

Pero la realidad de la esclavitud es bien distinta. Este fenómeno existe hoy a una escala sin precedentes. En África, decenas de miles de personas son propiedad de alguien, capturados en las guerras u ocultos durante generaciones. Por toda Europa, Asia y América, los traficantes han forzado nada menos que a dos millones de personas a trabajar o a ejercer la prostitución. En el sur de Asia, que cuenta con la concentración de esclavos más elevada del mundo, casi diez millones se pudren en cautiverio, incapaces de dejar a sus captores hasta que han saldado sus deudas, farsas legales que, en muchos casos, tienen una antigüedad de varias generaciones.

Pocos en el mundo desarrollado tienen idea de la magnitud de la esclavitud de la era moderna. Todavía menos están haciendo algo para combatirla. A partir de 2001, varios asesores del presidente estadounidense, George W. Bush, le instaron a poner en marcha la Ley de Protección de Víctimas del Tráfico Ilegal y la Violencia, promulgada un mes antes y que pretendía procesar a los traficantes nacionales de seres humanos y engatusar a los gobiernos extranjeros para hacer lo mismo. La Administración Bush pregonó a bombo y platillo el esfuerzo, dentro de Estados Unidos a través de los medios de comunicación de los cristianos evangélicos y, de manera más amplia, mediante discursos y declaraciones, incluyendo las alocuciones pronunciadas ante la Asamblea General de Naciones Unidas en 2003 y 2004.

Pero incluso el trabajo silencioso y diligente de algunas personas del Departamento de Estado de EEUU, que afirma de manera creíble haber garantizado más de cien leyes contra el tráfico ilegal de personas y más de 10.000 condenas por ello en todo el mundo, no se ha traducido en una disminución apreciable del número de esclavos en el planeta. Entre 2000 y 2006, el Departamento de Justicia de Estados Unidos aumentó los procesos por tráfico de seres humanos de 3 a 32, y las condenas de 10 a 98. En 2006, 27 Estados habían aprobado leyes contra el tráfico de personas. Sin embargo, durante el mismo periodo, Washington liberó a menos del 2% de sus propios esclavos de la era moderna. Nada menos que 17.500 esclavos nuevos siguen cayendo al pozo del cautiverio allí cada año.

Desde el principio, los esfuerzos de Occidente se han visto frustrados por una comprensión distorsionada de la esclavitud. En Estados Unidos, una impetuosa coalición de activistas feministas y evangélicas ha obligado a la Administración Bush a centrarse casi exclusivamente en el comercio sexual. La postura oficial del Departamento de Estado es que la prostitución voluntaria no existe, y que el sexo como transacción comercial es el principal motor de la esclavitud.

En Europa, pese a que Alemania y Países Bajos han legalizado casi toda la prostitución, otras naciones como Bulgaria han dado pasos en la dirección contraria, reverenciando la presión estadounidense y tomando medidas enérgicas contra el comercio del cuerpo. Pero en todo el continente americano, Europa y Asia, están proliferando, con la ayuda de Internet, las agencias de compañía de todo tipo no reguladas. Incluso cuando los gobiernos progresistas han ofrecido soluciones lúcidas para abordar el problema, como conceder residencia temporal a las víctimas, éstas han tenido escaso impacto.

Muchos opinan que la esclavitud sexual es particularmente repugnante, y lo es. Pude comprobarlo de primera mano. En un burdel de Bucarest, por ejemplo, me ofrecieron a una discapacitada psíquica, con tendencias suicidas, a cambio de un coche usado. Pero por cada mujer o niño víctima de la esclavitud del comercio sexual, hay al menos quince hombres, mujeres y niños que viven en esclavitud en otros sectores, como el trabajo doméstico o las tareas agrícolas. Estudios recientes han demostrado que encerrar a los proxenetas y a los traficantes ha tenido efectos imperceptibles sobre las cifras totales de las personas en cautiverio. Y, aunque la erradicación de la prostitución pueda ser una causa justa, las políticas occidentales basadas en la idea de que todas las prostitutas son esclavas y todas las esclavas, prostitutas menosprecia el sufrimiento de todas las víctimas. Se trata de un enfoque que amenaza con situar a la mayoría de los gobiernos en el lado equivocado de la historia.

 

UNA DEUDA DE POR VIDA

Salvo por el hecho de que es un hombre, Gonoo Lal Kol (a petición suya, he cambiado su nombre de pila) representa al esclavo prototípico de nuestra era moderna. Como la inmensa mayoría, Gonoo vive en esclavitud a causa de las deudas contraídas en el sur de Asia. En su caso, en una cantera india. Como la inmensa mayoría, es analfabeto y desconoce las leyes indias que prohíben su cautiverio y establecen sanciones contra su patrón. Su historia, queme relató en más de una docena de conversaciones dentro de su covacha de piedra y paja de apenas 1,20 m de altura, representa la otra cara del milagro indio. Gonoo vive en Lohagara Dhal, un rincón olvidado de Uttar Pradesh, un Estado del Norte donde se concentra el 8% de los pobres del mundo. Me lo encontré una noche de diciembre de 2005, caminando con otras dos docenas de peones con ropas harapientas y mugrientas. Tras ellos se alzaba la cantera. En ese lugar, Gonoo, miembro de la históricamente marginada tribu kol, trabajaba con su familia 14 horas al día. Sus herramientas eran simples: un tosco martillo y una pica de hierro. Tenía las manos llenas de callosidades y las yemas de los dedos desgastadas.

El patrón de Gonoo es un contratista alto, corpulento y hosco, llamado Ramesh Garg. Garg es uno de los hombres más ricos de Shankargarh, la ciudad importante más cercana, fundada por el Raj, el Imperio Británico en India, pero que ahora dirigen casi seiscientos contratistas de las canteras. Gana dinero esclavizando a familias enteras, a las que obliga a trabajar a cambio de un poco de alcohol, grano y lo justo para sobrevivir. La única utilidad que tienen para Garg es la de convertir la piedra en arena de sílice, para el cristal coloreado, o en grava, para las carreteras o el balasto (capa sobre la que se asientan las traviesas de los trenes). El experto Kevin Bales estima que un esclavo en el siglo XIX en el sur de Estados Unidos tenía que trabajar 20 años para saldar el precio al que fue comprado. Con Gonoo y los demás, Garg obtiene beneficios en dos años.

Todo hombre, mujer y niño de Lohagara Dhal es esclavo. Pero, en teoría por lo menos, Garg ni los compró ni es su dueño. Trabajan para cancelar sus deudas, que, para muchos, comenzaron con apenas siete euros. Pero, en este lugar, se acumulan unos intereses demás del 100% al año. La mayoría de las deudas se extienden al menos a dos generaciones, aunque carezcan de vigencia legal en virtud de la legislación india moderna. Son una farsa que Garg construye por medios fraudulentos y que mantiene a través de la violencia. La semilla de la esclavitud de Gonoo, por ejemplo, fue un préstamo de 44 céntimos de dólar. En 1958, su abuelo pidió prestada esa cantidad al propietario de la granja en la que trabajaba. Tres generaciones y tres amos más tarde, la familia de Gonoo sigue viviendo en cautiverio.

 

LIBERTAD PARA MILLONES

Desde hace poco tiempo, muchos grupos osados y sin apenas recursos han asumido el reto de arrancar las raíces de la esclavitud. Algunos se han hecho famosos por protagonizar espectaculares rescates de esclavos. La mayoría se dio cuenta de que libertarlos es imposible a menos que ellos mismos decidan ser libres. Entre los kol de Uttar Pradesh, por ejemplo, una organización llamada Pragati Gramodyog Sansthan (Instituto Progresista para las Empresas del Pueblo) ha ayudado a cientos de familias a liberarse de las cadenas de los contratistas de las canteras.

Master and commander: los esclavistas rurales de India usan el engaño y la violencia para controlar sus bienes.

Desde 1985 y a fuerza de perseverancia, los organizadores del IPEP fueron poco a poco creando confianza entre los esclavos. Con su ayuda, los kol montaron organizaciones de microcrédito y ganaron contratos de arrendamiento a los contratistas de manera que pudieron quedarse con los frutos de su trabajo. Algunos compraron bienes por primera vez en su vida, una vaca o una cabra, y sus ingresos, que habían sido cero hasta entonces, se incrementaron con rapidez. El IPEP levantó escuelas de educación primaria y cavó pozos. Pueblos que durante generaciones no habían conocido otra cosa que la esclavitud comenzaron a ser libres. El éxito de esta organización demuestra que la emancipación no es más que el primer paso para la abolición.

Dentro del mundo desarrollado, algunos cuerpos policiales que velan por el cumplimiento de la ley, como las de República Checa y Suecia, han empezado finalmente a perseguir a los más culpables del tráfico de seres humanos: los proxenetas que comercian con los esclavos y los contratistas de mano de obra sin escrúpulos. Pero es necesario hacer más para educar a la policía local, incluso en las naciones más ricas. Con demasiada frecuencia, esos agentes de la ley a pie de calle no entienden que es tan probable que una prostituta sea víctima del tráfico como que una canguro que trabaje sin papeles sea una esclava. Y, después de que la aplicación de la ley los deje al descubierto, pocas naciones ricas ofrecen a los esclavos el tipo de rehabilitación, reinserción y protección necesarias para evitar que vuelvan a ser víctimas del tráfico de personas. El asilo que ahora concede Estados Unidos y Países Bajos a quienes han sido esclavos es un comienzo. Pero hay que hacer más.

La ONU, entre cuyos principios fundacionales está la exigencia de luchar contra todas las formas de cautiverio, no ha hecho casi nada para combatir la esclavitudmoderna. En enero, Antonio María Costa, director ejecutivo de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, hizo un llamamiento para que el organismo internacional efectuara una mejor cuantificación de las víctimas del tráfico de personas. Ese cómputo complejo sería valioso para combatir esa manifestación concreta de esclavitud. Pero hay pocos datos que indiquen que la ONU, que sistemáticamente fracasa a la hora de conseguir que sus propios Estados miembros asuman la responsabilidad de la esclavitud generalizada, será una herramienta eficaz para acabar con el fenómeno en toda su extensión.

Cualquier solución duradera para el tráfico de personas debe contemplar programas de prevención en los países en riesgo de ser foco de este problema. En ausencia de un organismo internacional eficaz como Naciones Unidas, ese esfuerzo requerirá presión por parte de Estados Unidos. Hasta el momento, Washington ha estado dispuesto a criticar los registros de algunas naciones, pero se ha resistido a hacerlo allí donde es más importante, en particular en India. Este país abolió la esclavitud por deudas impagadas en 1976, pero, con la deficiente aplicación de la ley en el ámbito local, millones de personas continúan en cautiverio. En 2006 y 2007, la Oficina para el Monitoreo y el Combate del Tráfico de Personas del Departamento de Estado norteamericano presionó a la secretaria de Estado de EE UU, Condoleezza Rice, para que repudiara en persona la intransigencia de India. Y no lo hizo en ninguna de las ocasiones que se le presentaron.

Las ataduras psicológicas, sociales y económicas de la esclavitud son profundas, y para que los gobiernos sean verdaderamente eficaces a la hora de erradicarla deben aliarse con grupos que puedan ofrecer a los esclavos un camino para poder salir ellos mismos de su cautiverio. Una manera de conseguirlo es imitar el trabajo de las organizaciones de las bases como Varanasi, la Sociedad para el Desarrollo Humano y la Capacitación de las Mujeres, con sede en India. En 1996, este grupo puso en marcha escuelas de transición gratuitas, donde los niños que habían sido esclavos aprendían destrezas y adquirían una alfabetización suficiente como para acceder a la enseñanza formal. El grupo también tenía por objetivo a las madres, a las que ofrecía formación y materiales de iniciación para establecer microempresas. En Tailandia, una nación de triste fama por la esclavitud sexual, un grupo similar, la Red de Promoción de los Derechos de los Trabajadores, se esfuerza por mantener lejos de las garras de los traficantes a los inmigrantes birmanos pobres, entre otras cosas, mediante la apertura de escuelas y la puesta en marcha de programas de salud. Incluso en las remotas tierras altas del sur de Haití, los activistas de Limyè Lavi (Luz de vida) llegan hasta las comunidades rurales, que de otro modo estarían totalmente aisladas, para advertirles del peligro de los traficantes como Benavil Lebhomy para ayudarles a organizar escuelas informales con el objetivo de mantener a los niños cerca de casa. En los últimos años, Estados Unidos ha demostrado una creciente voluntad de ayudar a financiar este tipo de organizaciones, un signo alentador de que el mensaje puede estar calando.

Durante cuatro años, vi amontones de personas esclavizadas, y traficantes como Benavil incluso me ofrecieron comprar a muchas de ellas. No pagué por una vida humana en ningún sitio. Y, salvo en un caso, siempre me contuve a la hora de salvar a una persona en particular, con la esperanza de que mi investigación pudiera ayudar más tarde a salvar a muchas más. A veces, esa actitud sigue pareciendo una excusa para la cobardía. Pero el duro trabajo de la verdadera emancipación no puede ser tarea de unos pocos elegidos. Para miles de esclavos, grupos de base como el Instituto Progresista para las Empresas del Pueblo y Varanasi pueden contribuir a traer la libertad. Pero, hasta que los gobiernos definan la esclavitud en términos adecuadamente concisos, persigan el crimen de manera enérgica en todas sus formas y estimulen a los grupos que capacitan a los esclavos para liberarse a sí mismos, más millones de personas continuarán en cautiverio. Y nuestra promesa seguirá careciendo por completo de sentido.

 

 

¿Algo más?
La obra de Benjamin Skinner, A Crime So Monstrous: Face-to-Face with Modern-Day Slavery (Free Press, Nueva York, 2008), en la que se basa este texto, ofrece un excepcional relato de primera mano sobre el comercio global de esclavos, y explora por qué han fracasado los esfuerzos para detenerlo.

Otro relato exhaustivo del tráfico de seres humanos en la era moderna es Disposable People: New Slavery in the Global Economy, de Kevin Bales (University of California Press, Berkeley, 1999). Suzanne Miers recoge el trabajo del movimiento antiesclavista internacional a lo largo de los últimos cien años en Slavery in the Twentieth Century: The Evolution of a Global Problem (AltaMira Press, Lanham, 2003). En el artículo ‘21st-Century Slaves’ (National Geographic, septiembre, 2003), Andrew Cockburn se adentra en los círculos del contrabando de personas desde Bosnia hasta Costa Rica. El informe anual sobre el tráfico de personas del Departamento de Estado de EE UU intenta cuantificar el problema. El ‘Índice de Estados fallidos’ elaborado por Foreign Policy y el Fondo para la Paz identifica a los países más débiles del globo, donde operan muchos de los contrabandistas y traficantes del mundo.