Flores, banderas y velas en el lugar conmemorativo por las víctimas del atentado de Bruselas en la Plaza de la Bolsa. (Philippe Huguen/AFP/Getty Images)
Flores, banderas y velas en el lugar conmemorativo por las víctimas del atentado de Bruselas en la Plaza de la Bolsa. (Philippe Huguen/AFP/Getty Images)

La UE se encuentra en horas tan decadentes que apenas resulta reconocible para los ciudadanos. Los europeos deberíamos ser capaces de luchar y trabajar por otra Europa.

La Unión Europea no ha logrado unir a sus ciudadanos y sacudirles sus conciencias aun cuando le han golpeado unos bestias con unas maletas cargadas de explosivos y tornillos, matando a decenas e hiriendo para siempre a otros tantos. Ni Europa es la única víctima del terrorismo (el 57% de los atentados desde el inicio del siglo se concentran en Irak, Siria, Afganistán, Pakistán y Nigeria), ni debiéramos esperar una fina selección de objetivos por parte de quienes la semana pasada se mostraron dispuestos a morir para matar. Pero la verdad es que, en esta ocasión, la víctima ha sido la Unión Europea, encarnada en los hombres y mujeres que trabajan en sus instituciones o en su entorno, habitan en su capital o sencillamente se encontraban aquí aquél terrible 22M. El problema es que nadie, más allá de ciertas elites, tiene a la UE ubicada en el mapa porque resulta cada vez menos identificable por sus valores y su incapacidad de dar soluciones.

No hay rastro de la Unión Europea en el imaginario colectivo. La UE se encuentra en horas tan decadentes que, incluso bajos las llamas, apenas resulta reconocible para sus ciudadanos. Su bandera, un fondo azul con estrellas amarillas formando un círculo, ha permanecido ausente en estas horas críticas, con excepción, naturalmente, de los edificios oficiales. Casi nadie ha insertado su bandera en la foto de su perfil en Facebook, como ocurrió con la francesa tras los ataques de París. Tampoco se ha organizado, al menos de momento, una gran manifestación que a nivel europeo agrupe a los ciudadanos para mostrar rechazo frente a lo ocurrido. Una muestra más de que la Unión está en repliegue y a la defensiva. Si un día organizaba rescates, ahora es ella quien necesita uno.

La zona cero de Bruselas, el lugar dónde se reúnen los bruselenses tras los ataques, está lejos del barrio europeo y del aeropuerto, los lugares atacados. En el edificio de la Bolsa, un lugar emblemático para las concentraciones en el centro de la ciudad, los ciudadanos han pintado con tizas de colores sus mensajes de apoyo a las víctimas, de amor a la ciudad y a la paz. Han organizado conciertos espontáneos y regalado abrazos a quienes los necesitaban. También se han colgado banderas de todos los países europeos y del más allá. En la única azul con estrellas que pude encontrar hace días se podía leer: ¿es este nuestro sueño?

No hay atisbo de ilusión en el continente. Tampoco mensajes positivos sobre la manera en la que hacer frente a las crisis. Tomar la adversidad como oportunidad es algo ajeno a lo que llevamos viendo en Europa desde la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008. Repliegue sobre las fronteras nacionales. Luces cortas. Discursos nacionales y ninguna visión colectiva sobre el futuro. Con estos mimbres es poco probable que una organización pueda sobrevivir a las múltiples crisis, simultáneas y totales, que le acechan: anémico crecimiento económico, nacionalismo, xenofobia, partidos populistas emergentes, una llegada masiva de refugiados y la eclosión del terrorismo islamista en las capitales.

Los refugiados están dispuestos a morir por tratar de llegar a Europa, pero los europeos no parecen querer hacer demasiado por salvarla. Si Europa es un sueño, lo es sobre todo para quienes no pueden alcanzarla. Sigue “haciendo frío fuera de la Unión”, y no faltan candidatos para entrar en ella, como Turquía, que, inmersa en una deriva autoritaria, ha firmado un acuerdo para hacerse cargo de los refugiados que aun habiendo llegado a Europa huyendo de los mismos que ponen las bombas en París o Bruselas, serán devueltos a Turquía a cambio de acelerar las negociaciones para su adhesión. Lo peor es que no parece que estos ataques en el corazón de Europa vayan a sensibilizar más a los europeos con los males que persiguen a los refugiados. Más bien al contrario.

Si en el terreno de los valores, la Unión Europea – un día llamada por algunos autores “poder normativo”, por su identidad marcada por el patrocinio de la democracia y el escrupuloso respeto de los derechos humanos y la legalidad internacional desde su fundación – está en horas bajas, ni siquiera en el ámbito más pragmático se encuentra mucho mejor. Los ataques de Bruselas dejan de nuevo al descubierto una UE a medio hacer cuyos líderes no quieren o no pueden completar, aun a costa de que ataques como los de París o Bruselas no puedan ser prevenidos.

Si bien los terroristas no tienen fronteras y toman ventaja de las libertades de la misma Unión que quieren destruir, se encuentran frente a ellos unas fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia que siguen actuando en la esfera nacional, sin bases de datos compartidos ni información crítica a disposición de las 28 capitales. Produce rabia escuchar al presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, al día siguiente de los ataques. “Si los Estados miembros hubieran aplicado los planes que aprobamos [propuestos tras los atentados de París en noviembre] no estaríamos como estamos a día de hoy….y quizás no estaríamos ante acontecimientos tan trágicos”.

Si la Unión Europea no es capaz de generar los mecanismos necesarios para que los ciudadanos puedan vivir con seguridad, ¿merece la pena defenderla frente a los ataques de quienes aseguran que no tiene sentido y debe ser desmantelada? Es una duda legítima que seguramente tienen en estas horas muchos ciudadanos desconcertados.

Que los líderes de los gobiernos nacionales no reaccionen y sigan inmersos en el laberinto de sus políticas domésticas sine die, hasta que Europa, el gran barco, se termine hundiendo, no quita responsabilidad a los líderes de la Comisión y a los diputados del Parlamento Europeo. Su resignación, como sugiere un reciente editorial del diario El País, no habla demasiado bien de quienes están llamados a hablar por la Unión y probablemente salvarla.

No es nuevo que Europa requiera un relato emocionante que la convierta en algo identificable y valioso para los ciudadanos que viven en este continente, pero es en estas horas tan amargas algo sencillamente inaplazable. Merece la pena ver de nuevo el discurso sobre Europa que Bono dio en Dublín hace ahora justo dos años. "Reformar tratados o aprobar directivas es importante, pero no nos define…las emociones nos definen”, dijo el líder de U2. “Europa, un pensamiento, debe transformarse en un sentimiento. Estaríamos mejor si nuestra unión no fuera solo económica, sino afectiva…", concluyó.

No se me ocurre un escenario más difícil, pero también más propicio, para inyectar ilusión por Europa, por otra Europa más afectiva, más eficaz y reconocible. Si unos líderes que hasta hacía un par de años habían estado en guerra fueron capaces de plantar una gran semilla de paz frente al odio que sólo produce la muerte, ¿no deberíamos ser capaces hoy los europeos de plantar cara juntos a todo lo que nos acecha? Soñemos y luchemos por otra Europa.