Hace años, la inmigración era considerada fuente de diversidad, riqueza cultural, rejuvenecimiento social e impulso a la economía. Hoy es vista como una fuente de inestabilidad y fragmentación. ¿Qué ha cambiado? ¿Serán los inmigrantes capaces de revertir esta nueva mirada? ¿Podrán los gobiernos impulsar procesos de integración eficientes?

Los inmigrantes no cesan de llegar. No sólo a Europa o a Estados Unidos: el planeta es testigo de permanentes migraciones locales, regionales e internacionales. Los flujos se mueven Sur-Sur, Sur-Norte, Este-Oeste y Este-Norte y modifican los paisajes urbanos instalándose al Sur o al Este en ciudades del Norte. Llegan y se establecen con sus culturas, tradiciones, lenguas, religiones: todo un bagaje extraordinario que algunos reciben con entusiasmo y otros con recelo.

No sólo ha sido el aumento de los flujos lo que ha cambiado las percepciones, sino también la relación entre migraciones y radicalización del islamismo. Después del 11-S, el bagaje cultural de los musulmanes comenzó a sentirse cada vez más como una amenaza a la seguridad interna de los países de acogida. El modelo multicultural inglés se deterioró cuando segundas o terceras generaciones empezaron a demostrar su apego a otras naciones, otras religiones o culturas. Terminó casi desapareciendo de los debates tras los atentados en Londres de julio de 2005. El modelo francés se ha ido fortaleciendo con una demanda clara de establecer un único patrón cultural, francés y secular.

La crisis financiera ha modificado también aquella mirada positiva. Cuando crecen el desempleo y la inestabilidad económica, los inmigrantes pasan de ser motores de crecimiento a competidores para puestos de trabajo escasos. Y, en muchas ocasiones, es una competencia desigual, ya que los inmigrantes aceptan bajos salarios y condiciones precarias. Y este escenario no sólo se da en los países europeos o en Estados Unidos, sino también en los menos desarrollados y más pobres. Esa competencia está presente entre los inmigrantes que se mueven del campo a la ciudad, de un Estado pobre a uno menos pobre, de una ciudad abandonada por haber perdido el tren de la globalización a una más pujante.

¿Pueden los inmigrantes ser los motores de su propia integración? La mayoría de ellos viajan con la maleta llena de recuerdos, costumbres, tradiciones y religiones que muy pocos están dispuestos a abandonar. Tienden a formar guetos nacionales o regionales. Se reúnen en zonas urbanas que ellos mismos promueven y van transformado la fisonomía de los barrios. Locales que envían remesas, locutorios telefónicos con Internet, negocios de productos nacionales o regionales aparecen en determinados lugares y reciben el beneplácito de los antiguos residentes o su rechazo. La sociedad se va fragmentado entre los inmigrantes, los nativos que los aceptan, los que les temen y los que les rechazan.

Lo cierto es que es injusto pedirles a estos ciudadanos que impulsen su propia integración. La gran mayoría busca una vida y un futuro mejor. Son objetivos individuales; sus intenciones más inmediatas no están relacionadas con enriquecer la sociedad de acogida, sino más bien con encontrar su propia supervivencia.

¿Qué pueden hacer los gobiernos de los países de acogida? Hasta ahora el modelo más exitoso de integración parece haber sido el estadounidense. A pesar del rechazo que suscita entre numerosos ciudadanos del mundo, muchos sucumben a ser parte del sueño americano. Y la creación de esa imagen ha sido clave para la integración de los millones de inmigrantes establecidos en ese país. Los modelos europeos no han sido tan exitosos. Y se vislumbra en el Viejo Continente un futuro cercano de sociedades más fragmentadas, con grandes bolsas de exclusión social, económica y política en torno a las grandes ciudades. Es probable que la Unión Europea sienta cada vez más la presión demográfica. Y, si existe una Unión de dos velocidades, pueden crearse sociedades de distintos grados de velocidad. Un grupo de ciudadanos nativos con sectores de las segundas, terceras y cuartas generaciones de inmigrantes más integrados; otro de inmigrantes recientes excluidos, y un tercero que, por principios y fundamentos religiosos, rechaza la integración. Los que pertenecen, los que quieren pertenecer y no pueden y los que se niegan a pertenecer.

Si el multiculturalismo ha muerto y la dominación cultural exacerba aún más las diferencias y promueve enfrentamientos, ¿puede Europa crear un sueño que enamore a propios y ajenos? Se necesitan ideas, innovaciones y nuevas políticas públicas. Los inmigrantes seguirán llegando más allá de lo que diga Bruselas. El futuro que se vislumbra –con cifras que sostienen que en 2050 el 30% de los ciudadanos de los países miembros serán extranjeros– otorga una imagen de latinoamericanización de Europa, dominada por el drama de la desigualdad.