¿Hay sitio para los cristianos en el nuevo Oriente Medio?

 

 

Egipto
AFP//Getty Images

 

 

La desagradable violencia ejercida contra los manifestantes coptos en El Cairo el 9 de octubre causó conmoción entre los egipcios, y quizá haya acabado con cualquier fe que siguieran teniendo los activistas democráticos en el Gobierno militar provisional del país, que parece ser el responsable de la represión. Pero los cristianos sufren ataques cada vez más frecuentes desde hace varios años y este último estallido no ha hecho sino aumentar el miedo a que su situación en Egipto, incluso tal vez su supervivencia como comunidad, estén en peligro.

No es algo que suceda solo en Egipto. Igual que el aumento de la intolerancia expulsó a inmensas cantidades de judíos del norte de África y Oriente Medio en los años 50 y 60, ahora son los cristianos, la única gran minoría que queda en la región, quienes están sintiendo la presión. Tras una campaña de asesinatos y desplazamientos forzosos, al menos 400.000 cristianos han huido de Irak desde la caída de Sadam. En la vecina Siria, éstos se aferran al régimen cada vez más precario de Bashar al Assad por miedo a correr el mismo riesgo si la mayoría suní toma el control (da la impresión de que los drusos, los kurdos y otros sectores de la población minoritarios están haciendo los mismos cálculos).

Tendemos a olvidar que Oriente Medio fue la región que enseñó al mundo cómo era posible la convivencia de las tres religiones abrahámicas. En su nuevo libro, The Great Sea, el historiador David Abulafia relata el ascenso de una cultura mediterránea políglota, formada por judíos, musulmanes, cristianos ortodoxos griegos y católicos, en las ciudades costeras de Constantinopla, Salónica, Túnez, Jaffa y Alejandría. En esta última, en los años 20 del siglo pasado, dentro de una población de 500.000 habitantes, había 25.000 judíos, además de griegos, italianos, malteses y otros. Abulafia escribe que Omar Toussoon, miembro destacado de la familia real egipcia, tenía contacto frecuente con todos estos grupos por igual, al mismo tiempo que trabajaba para mejorar las condiciones económicas de las masas musulmanas de la ciudad.

Prácticamente toda la región que está experimentando hoy la convulsión de la primavera árabe vivió bajo la enorme carpa del Imperio Otomano hasta la Primera Guerra Mundial. Los otomanos acogieron a los judíos que huían de la Inquisición. En las grandes capitales, como Aleppo, lo que hoy es Siria, judíos, cristianos, kurdos y musulmanes suníes vivían en los mismos barrios. La “mezcla residencial intercomunitaria” era lo normal en el imperio, según Donald Quataert, un estudioso de la época otomana. Si todo se vino abajo en el siglo XX, escribe, no fue por “animosidades intrínsecas de tipo supuestamente racial o étnico”.

Quataert afirma que la desaparición del pluralismo no fue una consecuencia inevitable de los resentimientos arraigados entre unos grupos y otros, sino obra de los nacionalistas, que agitaron las aguas para que se crearan Estados, tanto en Turquía como en Bulgaria y el Magreb, y luego explotaron y fomentaron el sentimiento nacionalista para consolidar su poder. En otras palabras, fueron las decisiones políticas las que envenenaron la atmósfera de pluralismo, igual que ocurriría más tarde también en los Balcanes, el corazón del Imperio Otomano.

Los gobernantes populistas pueden hacer sitio a la diversidad, como hacen en gran parte en la Turquía actual, o pueden desatar las fuerzas del sectarismo, como en Irak, donde chiíes y suníes se matan entre sí y matan a los cristianos. Los iraquíes de más edad cuentan que nadie hablaba de suníes y chiíes cuando eran jóvenes; pero, ya sea en Bosnia o en Irak, el sectarismo, una vez despierto, tarda mucho en desintegrarse. No existe una sustancia más volátil en la nación-Estado moderna.

En Egipto no solo está en juego la democracia, sino el pluralismo

La violencia contra los coptos en Egipto no llega ni remotamente a los pogromos anticristianos de Irak. Pero en los últimos años ha ido en aumento. El ataque más llamativo fue el del último día de Año Nuevo, cuando mataron a 21 coptos que salían de misa en la iglesia de los Santos de Alejandría, la antigua capital otomana con fama de disipada que hoy se ha convertido en un centro de salafismo, una interpretación fundamentalista del islam. Egipto había empezado en 2010 con el asesinato de nueve fieles que salían del culto de medianoche en la ciudad de Nag Hammadi y había habido muchos otros incidentes después. Pero la revolución en las calles estalló pocas semanas después del atentado de Alejandría. El espectáculo de musulmanes y cristianos rezando juntos en la Plaza de Tahrir había sido un contrapunto emocionante a todas las tensiones entre los dos grupos. De hecho, Jean Pierre Filiu, diplomático francés y autor de The Arab Revolution, asegura que las protestas populares han forjado una solidaridad sin precedentes entre ambos sectores religiosos.

Sin embargo, los actos violentos continuaron: un incendio provocado en una iglesia en marzo, un choque agresivo entre grupos de manifestantes en el que murieron 12 personas, otro ataque en un templo en el barrio de Imbaba de El Cairo, con otros 12 fallecidos. La manifestación del 9 de octubre pretendía protestar por el hecho de que el Gobierno militar no actuase ante esos incidentes. La represión, en sí, probablemente no tuvo un objetivo sectario;  aunque las 24 víctimas eran coptos y muchos tuvieron una muerte espantosa, arrollados por vehículos acorazados. Los matones a sueldo y las fuerzas de seguridad que atacaron a la multitud no pretendían cometer un asesinato selectivo contra una comunidad, sino reprimir la disidencia. Pero entonces la televisión estatal exhortó a los “egipcios honorables” a defender a los soldados de las turbas cristianas, con lo que pretendió convertir el suceso en un ataque de los coptos contra el Estado y utilizar el estereotipo de éstos como intrusos.

Los activistas egipcios no se dejaron engañar. Reformistas políticos como Ayman Nour responsabilizaron al Ejército de haber derramado “la sangre de nuestros hermanos”. El propio Consejo Superior de las Fuerzas Armadas (CSFA) comprendió que había ido demasiado lejos y pidió perdón por haber hecho el llamamiento a los “egipcios honorables”. Pero los Hermanos Musulmanes, cuyo partido político tiene muchas probabilidades de obtener numerosos escaños en las próximas elecciones parlamentarias, hicieron algo muy parecido al culpar a las víctimas, con una declaración que afirmaba que “todos los egipcios tienen motivos de queja y demandas legítimas, no solo nuestros hermanos cristianos. Desde luego, este no es el momento de plantearlos”. Shadi Hamid del Brookings Doha Center, señala que este relato sobre “cristianos que se sienten superiores” caló muy bien en el resto de ciudadanos corrientes; de ahí, seguramente, que lo escogieran los Hermanos, con su fino instinto para captar la vox populi. Hamid destaca asimismo que, al sentirse asediados, los coptos se han encerrado cada vez más en sí mismos, con la consiguiente espiral de mutua desconfianza.

No podemos pretender que las actitudes anticoptas y los prejuicios de los egipcios corrientes desaparezcan. Pero los cristianos llevan mucho tiempo conviviendo con eso. El gran interrogantes es si van a agravarse y cuánto. No obstante, eso dependerá de las decisiones políticas y de los gobernantes. Hay que reconocer que los Hermanos no suelen cultivar el chauvinismo religioso y que, a pesar de su carácter islamista, se han situado como portavoces de todos los egipcios. Ni siquiera los salafistas han jugado abiertamente la baza de las comunidades.  Los coptos siguen teniendo un papel destacado en la Plaza Tahrir; a Mina Daniel, una de las víctimas del 9 de octubre, se le ha homenajeado como mártir de la campaña contra el CSFA. No obstante, los cristianos –y los egipcios laicos- tienen la sensación de que Egipto es un país cada vez más islamista.

Puede ocurrir cualquier cosa. Un hecho que el incidente pone de relieve, es el peligro de dejar que el CSFA permanezca en el poder durante el largo periodo de transición previsto: los nuevos gobernantes militares de Egipto, como al que sustituyeron, han demostrado que están demasiado dispuestos a explotar los resentimientos de la población. El reparto de poder no puede aguardar a que se elija un nuevo presidente, a mediados de 2013 o así. Las fuerzas democráticas egipcias dicen que están decididas a no dejarse dividir. Esperémoslo. En este país, y en todos los antiguos dominios otomanos del sur del Mediterráneo –Túnez, Libia y Siria-, lo que está en juego no es solo la democracia, sino el pluralismo. Sería terrible, y muy innecesario, que el ascenso de una signifique el final de la otra.

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