Después de 30 años de guerra, la comunidad tamil de Sri Lanka ha vuelto a conectarse con el mundo exterior. Pero la vida bajo la ocupación está llena de tensiones, y siempre existe la posibilidad de que se reavive el conflicto.

AFP/GettyImages

En un día de finales de verano, una docena de tractores se detuvieron delante de un templo hindú al norte de Jaffna, la que en otro tiempo se preveía que fuera la capital de un Estado tamil independiente. Cada vehículo llevaba unas largas tablas de madera atravesadas de las que colgaban en horizontal unos jóvenes, con unos grandes ganchos de metal perforando la carne de sus espaldas y sus piernas; unas muchedumbres inmensas se reunieron para observar y hacer ofrendas a la diosa hindú Durga. Se trataba de un rito religioso normal, un acto de penitencia ofrecido a una deidad local, y una imagen que prácticamente no se había visto durante los casi tres decenios de guerra entre los separatistas tamiles y el Gobierno de Sri Lanka que llegaron a su fin en mayo de 2009.

Ha transcurrido más de un año y los ritmos de la vida normal están regresando poco a poco. Se ha levantado el toque de queda, los mercados locales venden mucho y las calles son un ajetreo de tráfico en el que tractores, bicicletas, autobuses, peatones y, a veces, incluso ganado se disputan el sitio. Los residentes se muestran precavidos, pero optimistas ahora que la guerra, que causó aproximadamente 100.000 muertos y desplazó a más de un millón de personas desde 1983, ha terminado.

Jaffna, una ciudad situada en una península en la punta norte de Sri Lanka, sufrió más que ningún otro lugar. Como era la ciudad con la mayor población tamil del país, se convirtió en el cuartel general de los rebeldes separatistas, los Tigres tamiles, y, como consecuencia, vivió asediada o bajo un bloqueo militar durante los casi 30 años de conflicto. Los cierres y los controles de carreteras la mantenían aislada del resto del país, y las minas terrestres que salpicaban la ciudad mantenían a la población constantemente atemorizada. La economía era un desastre: los apagones eran habituales y los bienes escaseaban. Cuando estaban al alcance, solían tener unos precios exorbitantes. En 1995 expulsaron a los Tigres de la ciudad, pero la paz no fue una realidad hasta que, el año pasado, la dirección separatista fue aniquilada.

Hoy, Jaffna está bajo el firme control civil del Gobierno de Sri Lanka en Colombo, una situación cuyas ventajas en materia de seguridad parecen agradecer incluso los habitantes locales. Pero todavía no se ha llegado a un acuerdo político a largo plazo con los tamiles, por lo que en las calles se percibe una tensión callada pero inconfundible.

“La gente vive con libertad”, dice Aiyathurai Satchithanandam, un periodista tamil. “No existe miedo, pero ¿dónde está la solución política?” Sin ella, asegura, no habrá paz duradera.

La mayoría de los tamiles no participó nunca en el conflicto armado contra el Estado de Sri Lanka, pero muchos están insatisfechos por el statu quo político ahora que ha terminado la guerra; alimentan desde hace mucho un gran resentimiento contra el gobierno de Colombo por su falta de respeto y reconocimiento de su lengua y su cultura. Todavía quieren conseguir “igualdad de derechos e igualdad de oportunidades”, explica Satchithanandam, y los más ambiciosos piensan en algo similar al marco federal multinacional de Canadá, con autogobierno local para las zonas ocupadas por los tamiles en el norte y el este del país. Éstos esperan que les ofrezcan pronto un compromiso político.

“Éste es el momento más oportuno para proponer una solución política”, afirma Mirak Raheem, investigador titular en el Centro de Alternativas Políticas (en inglés, CPA), una ONG srilanquesa no partidista. El presidente de Sri Lanka, Mahinda Rajapaksa, goza de gran popularidad después de haber ganado la guerra, dice Raheem. Los tamiles -y muchos otros habitantes del país- dan por supuesto que intentará aprovechar su capital político para obtener una paz duradera mientras pueda.

A juzgar por la vida en Jaffna, aunque el conflicto ha terminado, la autonomía tamil parece un sueño lejano. Lo primero que se ve al llegar a la ciudad es la abrumadora presencia militar. Según ciertos cálculos, hay hasta 40.000 soldados srilanqueses en la diminuta península. Sin embargo, un europeo que trabaja en labores de desarrollo dice que la situación ha mejorado. “Antes había soldados armados cada 20 metros; ahora están cada 50”. Pero su presencia recuerda cuál es su tarea: garantizar que los tamiles obedezcan las órdenes de Colombo.

Lo irónico es que la propia presencia de los militares está tal vez fomentando la aparición de una resistencia renovada. Muchos tamiles protestan por la cantidad y la calidad de las tierras que ha ocupado las Fuerzas Armadas en Jaffna. El 18% de la península está designado como “zona de alta seguridad”, tierras que antes pertenecían a los tamiles pero en las que ahora está prácticamente prohibido que entre cualquiera que no lleve uniforme militar. Además, la incautación de esos terrenos ha complicado el reasentamiento de los tamiles que huyeron o se vieron obligados a desplazarse durante los 30 años de violencia. Algunos se han establecido en otros lugares, pero quedan muchos miles en campos de refugiados provisionales que despiertan la indignación de la población tamil y de los observadores internacionales de los derechos humanos.

También les inquieta el hecho de que los soldados pertenezcan casi por completo a la etnia sinhalesa, dominante en el país, y por tanto no hablen tamil. De hecho, el único idioma en el que suelen entenderse es el inglés, la lengua colonial común. Los tamiles están tan incómodos con los militares que hacen todo lo posible para no llamar su atención. Los habitantes locales recomiendan a sus invitados de fuera que no hagan fotos de los monumentos dedicados a figuras de la resistencia tamil hasta que no haya soldados delante, y prefieren montarse en taxis y rickshaws con conductores mayores porque los miembros del Ejército son más propensos a sospechar de los jóvenes y a considerarlos militantes de la resistencia.

El legado de la guerra es muy visible en las infraestructuras destruidas de la ciudad. Hay edificios bombardeados y llenos de disparos por todas partes. La estación central de trenes es una inmensa ruina. El paseo marítimo, antes soberbio, es hoy un patético tramo de cimientos de edificios vacíos, restos del campo de batalla que fue en los 80 y 90.

Sin embargo, pese a la tensión latente y las huellas de la destrucción, los habitantes de Jaffna son bastante optimistas. Lo que más disfrutan es seguramente de su libertad de movimientos. “Por primera vez en 30 años, podemos ir al hospital en Colombo”, dice un hombre.

Restaurantes y hoteles informan de que el negocio está aumentando tras décadas de estancamiento. Ha habido un incremento del turismo nacional e internacional desde que, en enero, se abrió la carretera que une Jaffna con el resto del país, aunque a algunos les preocupa que el turismo vuelva a derrumbarse cuando se pase la novedad de visitar una ciudad que durante tanto tiempo estuvo prohibida.

Por desgracia, el Gobierno está tardando en dedicar sus recursos y sus energías a un programa de reconstrucción a largo plazo para Jaffna. “A la hora de planificar el desarrollo”, dice Raheem, de CPA, “no se están teniendo en cuenta las preocupaciones locales de los habitantes [tamiles]. Y ellos notan que no se les ha consultado ni se les ha pedido que participen, por lo que, en conjunto, sienten que no tienen ningún poder”.

Los tamiles están disfrutando todavía de los frutos inmediatos de la paz, pero todo el mundo sabe que es una calma frágil. Satchithanandam, que, además de informar, escribe los horóscopos en el diario para el que trabaja, hace una predicción nada tranquilizadora. Los habitantes de Jaffna están dispuestos a ejercer la lucha no violenta para obtener cierta autonomía política y dignidad económica, pero “si tienen que luchar, lo harán”.