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Las 15 repúblicas de la Unión Soviética que obtuvieron la independencia el 25 de diciembre de 1991, salvo Rusia, fueron parricidas: mataron a su padre ruso para alcanzar la libertad. La separación fue dolorosa en todas partes, pero en ningún sitio tanto como en Georgia, un país cuya clase dirigente, a lo largo de dos siglos de imperio, había forjado estrechos vínculos con los rusos a través de la aristocracia, la Iglesia Ortodoxa y la fraternidad bolchevique. Y la historia era aún más compleja porque, durante 30 años del siglo XX, el padre maltratador fue un georgiano convertido en ruso, Josef Stalin.

En 1991, Georgia mató a Rusia y eliminó su propio complejo de Stalin después de un intenso estallido de nacionalismo que acabó con el poder soviético. Hubo dos presidentes que se sucedieron durante unos años de drama y guerra civil. Luego, tras la pacífica Revolución Rosa de 2003, el abogado educado en Estados Unidos Mijaíl Saakashvili, que solo tenía 35 años, cometió otro acto parricida al derrocar al hombre que había sido su protector, el veterano líder georgiano Eduard Shevardnadze. Saakashvili ha dicho que sus actos equivalieron a saltarse una generación, y que Georgia necesitaba “empezar de cero”. Desaparecieron casi por completo la vieja burocracia y sus normas. Llegó un grupo de veinteañeros y treintañeros educados en el extranjero que formaron el Gobierno más joven de Europa.

Veamos ahora la última novela de Fiodor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov. Como la historia moderna de Georgia, las tramas de Dostoyevski están llenas de crisis y revelaciones, tanto reales como imaginarias. El drama, con sus lecciones filosóficas, lo encarnan personajes románticos, impulsivos, que aman la vida y están envueltos en perpetuas discusiones: sin la menor duda, georgianos.

En esta novela es asesinado un padre tiránico y, aunque ninguno de sus tres hijos ha cometido el crimen, cada uno de ellos se ve obligado a asumir en secreto su deseo parricida de verle muerto. La creación más fascinante de Dostoyevski es el estudiante de 24 años Iván Karamazov,  de una inteligencia suprema, obsesionado con las teorías utópicas sobre cómo acabar con el sufrimiento en el mundo y dispuesto a pensar en medidas extremas para hacer realidad ese sueño.

En el capítulo más famoso del libro, Iván cuenta su fábula de un Gran Inquisidor en la España del siglo XVI que critica a Jesucristo por conceder a la humanidad “la carga del libre albedrío”, que no ha supuesto más que infelicidad. Él prefiere pensar en una pequeña casta de gobernantes ilustrados que dirija a las masas de acuerdo con lo que pueda ser mejor para ellas y les nuble la vista con una mistificación deliberada. El gran inquisidor dice a Cristo: “Todos serán felices, todos los millones de seres, salvo los cientos de miles que los gobernemos. Porque nosotros, y nada más que nosotros, los que mantengamos el misterio, solo nosotros seremos desgraciados”.

Iván encaja muy bien con los jóvenes reformistas de la Georgia actual: intenso, arrogante y filosófico. En una encarnación moderna quizás habría estudiado en Estados Unidos con una beca Muskie, habría sido viceministro y ahora sería un bloguero los siete días de la semana y tendría una columna en la nueva revista de las élites, Tabula.

Iván Karamazov encaja muy bien con los jóvenes reformistas de la Georgia actual: intenso, arrogante y filosófico

Hace unos meses mantuve un debate con un georgiano así en Internet.  Él se empeñaba en apoyar el uso de las “técnicas mejoradas de interrogación” del Gobierno estadounidense contra los sospechosos de terrorismo durante el mandato de George W. Bush, mientras que yo lo llamaba “tortura”. Cuando escribí que me recordaba a Iván Karamazov, respondió: “Yo no acudiría precisamente a Dostoyevski para que me aconsejara sobre estrategia y táctica militar. Aplicar la moral individual es un error filosófico que tiene consecuencias catastróficas y moralmente indefendibles”. En mi opinión, una respuesta típica de Iván Karamazov.

No cabe duda de que la nueva generación georgiana ha logrado cosas extraordinarias. En muchos aspectos, Georgia se ha transformado desde 2004. Se han reformado los sistemas de impuestos y aduanas, se ha racionalizado la administración pública y se han planeado nuevas ciudades y redes de carreteras. Pero se ha pagado un precio. La gente opina que la nueva clase dirigente es arrogante y no rinde cuentas a nadie, uno de los motivos por los que se vio arrastrada a una guerra con Rusia en el verano de 2008. La corrupción y el crimen, que habían asolado Georgia durante toda una generación, han desaparecido, pero a costa de crear una nueva fuerza de policía muy temida que, al parecer, no tiene nadie ante quien responder.

Según los cables del Departamento de Estado de EE UU publicados por WikiLeaks, en 2008, el portavoz más elocuente de la clase dirigente georgiana, Giga Bokeria, dijo a la embajada de Estados Unidos en Tbilisi que el presidente de su país “pensaba que no podía permitirse el lujo de construir un consenso para implantar cambios democráticos irreversibles en Georgia” y que “las reformas se interrumpirían” si la oposición obtenía buenos resultados en las elecciones. Esta idea de “reformas antes que democracia” (algunos la llamarían “el fin justifica los medios”) tiene unos antecedentes filosóficos que se remontan a más atrás de los bolcheviques del siglo XX, hasta los pensadores radicales rusos de mediados del XIX. Dostoyevski explica lo peligrosa que puede ser: en su novela, el obstinado empeño de Iván Karamazov en perseguir una utopía racional y la tensión de la muerte de su padre le provocan alucinaciones y le llevan al borde de una crisis nerviosa. El Gobierno de Georgia no ha llegado todavía a ese punto, pero la advertencia está ahí.

 

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