La crisis financiera global ha puesto sobre la mesa algo que muchos intuían pero que pocos se atrevían a plantear abiertamente, sobre todo en los países ricos: que las actuales instituciones de gobernanza económica global no sirven para abordar los problemas económicos a los que se enfrenta el planeta. La actual coyuntura, en la que la cooperación internacional se vuelve todavía más necesaria, abre una gran oportunidad para avanzar en su reforma. Nada asegura que podamos aprovecharla.  

 

Proteccionismo, nacionalismo, oportunismo, descoordinación, falta de liderazgo y promesas incumplidas. Éstos son algunos de los términos que mejor definen la reacción de las principales potencias ante la crisis financiera y la recesión económica global. Además, todos ellos se pueden aplicar indistintamente tanto a aspectos comerciales, financieros o fiscales –en los que la cooperación internacional es urgente si se quiere reducir el impacto de la recesión–, como a las áreas energética, migratoria, climática o del desarrollo, donde establecer una gobernanza económica global efectiva y legítima es la única solución para evitar el desastre a largo plazo.

Siempre hemos sabido que una economía crecientemente globalizada no puede ser gobernada con instituciones y políticas nacionales. Por eso, por difícil que resulte, en un sistema comercial y financieramente tan interdependiente como el actual, los Estados, a pesar de tener intereses contrapuestos, están condenados a cooperar.

También se sabe que el mosaico de organizaciones y de foros económicos multilaterales cuya función es alcanzar y sostener la cooperación, que básicamente fue diseñado tras la Segunda Guerra Mundial y ha experimentado mínimas modificaciones desde entonces, es poco eficaz, insuficientemente representativo y percibido como ilegítimo por las economías emergentes.

Pero lo que no se sabía es que iba a ser necesario sufrir la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión para darse cuenta de que la reforma de la gobernanza económica global ya no puede esperar más. Y aún así, como la severidad de la crisis está generando movimientos unilaterales defensivos por parte de casi todos los países, nada asegura que se vaya a lograr dar a las instituciones económicas globales las dos cosas que necesitan: más poder para fijar mejores reglas comunes y más recursos financieros para ayudar a los países más débiles a sortear la recesión sin sufrir crisis políticas.

Hasta el momento, la comunidad internacional ha dado un importante paso adelante, que por ahora es más bien simbólico y que todavía no se ha mostrado demasiado efectivo. Se trata de dejar de lado el G7/8 y utilizar el G-20 como foro informal para intentar dar una respuesta coordinada a la crisis y servir de embrión para fijar las nuevas reglas del capitalismo global. Aunque imperfecto, el G-20, creado tras la crisis financiera asiática de 1997, es a la vez ágil por su tamaño y suficientemente representativo como para poder actuar de catalizador de las reformas. Sin embargo, al no ser una institución internacional, no puede obligar a nadie a que cumpla sus acuerdos. Sólo puede actuar como punto focal para el diseño de nuevas reglas que reformen tanto la legislación económica interna de los Estados como los estatutos de las organizaciones económicas internacionales.

Pero no hay que engañarse. Aunque sin duda necesitamos mejores instituciones supranacionales para regular los mercados globales, en algunas áreas los Estados no están dispuestos a ceder soberanía. Además, la experiencia histórica indica que armonizar la legislación nacional de todos los países no es siempre una buena idea, tanto porque los distintos gobiernos no se ponen de acuerdo sobre cuál es el marco institucional y regulatorio más adecuado como porque el margen de maniobra para la innovación institucional es clave para el crecimiento de los países en desarrollo. Por lo tanto, como los países del G- 20 no van a crear un gobierno económico mundial, en los aspectos en los que no exista consenso sobre qué tipo de reglas supranacionales se quieren habrá que asegurarse de que algunos mercados no van más allá de los marcos institucionales que sigan siendo nacionales. Ésa es la cuestión clave de la reforma del capitalismo: definir nuevas reglas globales en las áreas en las que éstas sean necesarias (y posibles) y reducir o limitar el nivel de integración económica para que las instituciones regulatorias nacionales puedan cumplir su función en los ámbitos en los que no exista consenso para aprobar reglas supranacionales.

 

MÁS GLOBALIZACIÓN, MENOS CONSENSO

A los economistas les ha llevado décadas aceptar algo que los politólogos siempre han sabido. Que los mercados sólo funcionan si tienen unas instituciones adecuadas en las que apoyarse. Y, además, resulta bastante conveniente que dichas instituciones tomen la forma de organizaciones estables con personalidad jurídica, que sean consideradas legítimas por parte de la sociedad y que además tengan cierta capacidad coercitiva para hacer cumplir las reglas que establecen. La pregunta que surge a continuación es si dichas instituciones deben ser nacionales, regionales o globales. Y la respuesta depende de cómo sean los mercados que intentan ordenar. Para los mercados nacionales basta con instituciones nacionales, pero la mezcla de mercados globales con instituciones nacionales es peligrosa, sobre todo en el ámbito financiero. La razón estriba en que, como las instituciones en último término representan las preferencias políticas de la ciudadanía (y de ahí emana su legitimidad), cuando los mercados se globalizan y las instituciones no, los ciudadanos comienzan a tener la impresión de que viven en una dictadura del mercado. O dicho en términos de John Ruggie, que el liberalismo económico, en vez de estar imbricado (embedded) en la sociedad, está desvinculado (dissembedded) de ésta.

Llevando esta idea teórica a la experiencia histórica puede decirse que el capitalismo salvaje del siglo XIX, basado en la hegemonía británica, el patrón oro y el libre comercio, operaba al margen de los intereses de la mayoría de la ciudadanía. Mientras no existía sufragio universal, esta situación era desafortunada pero sostenible. Sin embargo, con el advenimiento de la democracia y la construcción del Estado de bienestar en los países ricos, el orden económico internacional que se estableció tras la Segunda Guerra Mundial bajo la hegemonía estadounidense se apoyó en un pacto social que permitía que el liberalismo estuviera imbricado en la sociedad. Este consenso se apoyaba en instituciones fundamentalmente nacionales que se encargaban de que los gobiernos democráticamente elegidos tuvieran capacidad para realizar políticas económicas activas destinadas a la consecución del crecimiento económico, el pleno empleo, cierta redistribución de la renta y una efectiva igualdad de oportunidades. Por encima del entramado nacional se establecieron las instituciones de Bretton Woods, en el ámbito financiero, y el GATT, en el comercial, para regular los intercambios internacionales y asegurar tanto la estabilidad política internacional como la cooperación económica. Sin embargo, estas instituciones estaban diseñadas para no inmiscuirse demasiado en la capacidad de los gobiernos para llevar a cabo las políticas económicas que demandaban sus ciudadanos. Para ello, en el ámbito de las finanzas se restringieron considerablemente los movimientos internacionales de capital. En los aspectos comerciales se dejaron al margen los temas más controvertidos, que podían causar tensiones sociales y políticas internas (como la agricultura y los textiles), y se permitieron múltiples excepciones para que los países pudieran aplicar medidas proteccionistas y apoyaran a sus industrias nacientes si lo consideraban necesario.

En definitiva, el marco institucional que salió de la posguerra estaba pensado para un mundo muy distinto al actual, donde las manufacturas podían intercambiarse libremente, pero donde los movimientos de capitales, que Keynes consideraba peligrosos y desestabilizadores, estaban muy controlados. Además, respondía a los intereses de los países desarrollados occidentales más Japón, los actuales miembros del G7.

Aunque parte de este entramado institucional se vino abajo con la ruptura del sistema de tipos de cambio fijos de Bretton Woods, en 1971, las disfunciones entre mercados globales e instituciones nacionales no se pusieron de manifiesto hasta más adelante. Fue la ola de liberalización y desregulación iniciada en los 80 en el mundo anglosajón la que, sumada al fin de la Guerra Fría, a la revolución de las nuevas tecnologías y a la integración de las potencias emergentes (sobre todo asiáticas) en la economía global, dio lugar a la auténtica globalización de los mercados, sobre todo en el ámbito financiero.

Sin embargo, salvo por la creación de la OMC en 1994, las instituciones supranacionales apenas se modificaron para adaptarse a dicho cambio. De hecho, surgieron nuevos foros desde los que se ejercían poder e influencia que carecían de estructura formal y en algunos casos tenían una dudosa legitimidad, como las formaciones G o el Foro Económico Mundial de Davos. Además, las viejas instituciones de la posguerra comenzaron a ser cuestionadas por no adaptarse al cambio en el equilibrio de poder en la economía mundial que suponía el auge de las potencias emergentes, así como por su falta de democracia interna y por su visión restringida y occidental del funcionamiento de la economía.

Al mismo tiempo, en los países ricos, como la expansión del comercio mundial y las nuevas tecnologías aumentaban la competencia desde los países con salarios bajos, y la globalización financiera iba socavando progresivamente la capacidad de los países para activar políticas de demanda y sostener el Estado del bienestar, el consenso sobre el que se asentaba el pacto keynesiano comenzaba a resquebrajarse.

Habíamos sembrado las semillas de la destrucción creando una economía internacional muy integrada (y donde los mercados y los actores no estatales ganaban poder) pero que no tenía una estructura de gobernanza supranacional efectiva, integrada, razonablemente democrática y percibida como legítima por las potencias emergentes y la sociedad civil global.

La enorme interdependencia mundial en los ámbitos del comercio, los movimientos de personas y capitales, la energía, la seguridad, la salud y el medio ambiente no se ha visto acompañada por la provisión de los bienes públicos globales esenciales para hacer frente a los crecientes riesgos que la globalización lleva asociados, como la inestabilidad financiera internacional, el cambio climático o los problemas vinculados a las migraciones y a la pobreza. De hecho, para algunos de los nuevos retos a los que se enfrenta la economía global –particularmente los energéticos, los climáticos y la salud– ni siquiera hay instituciones internacionales. Como bien ha planteado Dani Rodrik, esto nos coloca ante un cruce de caminos. Sería deseable avanzar hacia un modelo de federalismo global en el que los Estados cedieran más soberanía a instituciones supranacionales que a su vez establecieran reglas aceptadas por todos (de forma similar al proceso de construcción europea). Pero como el 11-S y la crisis financiera han vuelto a colocar a los Estados-nación como actores clave de las relaciones internacionales, son pocas las áreas en las que se vislumbra la posibilidad de una mayor cesión de soberanía, por lo que tal vez habrá que pensar en restringir algo la integración (sobre todo la financiera) para evitar futuras crisis, al tiempo que se integran los retos energéticos, migratorios y medioambientales en el fragmentado mosaico de instituciones existentes. En cualquier caso, así no se puede seguir.

En un famoso y debatido artículo publicado en 1998, Jagdish Bhagwati, uno de los mayores defensores de la globalización, sostenía que para los países abrirse al libre comercio era radicalmente distinto que liberalizar el movimiento de capitales. Diez años después, la crisis financiera global ha terminado por darle la razón. De hecho, como bien ha dicho Martin Wolf, “la gran lección de la crisis es que los políticos no entendían lo que estaban haciendo durante la era de la desregulación”. Así, paradójicamente, resulta que de todos los movimientos económicos internacionales, los más tóxicos (los financieros a corto plazo), son los peor regulados. Si se los compara con los comerciales, se ve que, aunque imperfectas y criticadas, las normas que establece la OMC suponen una importante mejora de la gobernanza del comercio mundial en relación al GATT. Han integrado bastante bien a las potencias emergentes, han ampliado su ámbito de actuación a nuevos temas y tienen un sistema de resolución de conflictos que funciona de forma efectiva y es capaz de imponer sanciones a los países grandes. Si la Ronda de Doha no ha podido cerrarse todavía, es precisamente porque los intereses de todos los países relevantes están por primera vez sobre la mesa, porque los lobbies proteccionistas siguen siendo fuertes (sobre todo los agrícolas en los países ricos) y porque, justamente cuando se vislumbraba un acuerdo, la recesión global ha resucitado el nacionalismo económico. Por lo tanto, en el área comercial no hacen falta grandes reformas, bastaría con mínimos cambios en la OMC y, sobre todo, con cerrar la Ronda de Doha.

Sin embargo, es en los aspectos financieros donde más queda por hacer. La actual crisis, desencadenada por la desregulación financiera, el persistente exceso de liquidez global y una mala evaluación del riesgo, ha puesto de manifiesto que se necesita mejor regulación y supervisión financiera internacional para que los colapsos sean menos frecuentes y severos. Es necesario limitar los niveles de apalancamiento y riesgo, aumentar la información y la transparencia en los mercados, redefinir y homogeneizar las reglas de valoración contable, aumentar los requerimientos de capital de las instituciones financieras, extender la regulación a algunos mercados hasta ahora opacos, lograr que el crédito no sea tan procíclico, supervisar mejor los mercados de derivados y asegurar que el precio de los activos se incorpora mejor a la política monetaria para evitar la aparición de burbujas. También es imprescindible revisar el funcionamiento de las agencias de calificación y tomar medidas contra los paraísos fiscales.

 

MÁS TRABAJO PARA EL FMI

Por eso la piedra angular de la reforma debería pasar por el fortalecimiento del FMI, que además de integrar al Foro de Estabilidad Financiera, necesita más poder para persuadir a todos los países sobre lo que no deben hacer y más recursos para ayudar a quienes los van a necesitar en los próximos meses, pero con una condicionalidad distinta (esto último puede resultar sorprendente, ya que tan sólo hace dos años parecía que el FMI se había quedado sin trabajo, nadie le pedía prestado). Un FMI reforzado tendría como objetivo supervisar el sistema financiero internacional con las nuevas reglas. Debería aspirar a convertirse en un supervisor global capaz de anticiparse a las crisis, emitir recomendaciones vinculantes, dirimir conflictos, imponer sanciones y promover la cooperación para gestionar los riesgos financieros globales de forma multilateral y coordinada. Cuando esto no sea aceptado (y posiblemente en algunos ámbitos no lo será) al menos debería asegurar que las distintas regulaciones nacionales son compatibles y comparten unos principios comunes. Además, aunque es difícil que se le otorguen funciones sobre la coordinación de tipos de cambio, debería ser un foro de seguimiento de las vulnerabilidades a las que se enfrenta la economía mundial, sobre todo en lo relativo a burbujas financieras o desequilibrios macroeconómicos globales.

Pero para avanzar en todos estos frentes primero hay que reformar su estructura de gobierno (y también la del Banco Mundial y los distintos comités financieros y de desarrollo integrados en ambos) y ampliar sus medios. Ambos objetivos pueden conseguirse simultáneamente mediante una ampliación de las cuotas, que al tiempo que dotan a la institución de medios financieros determinan el poder de voto de cada país.

Desde la resaca que siguió a la crisis asiática de 1997, los países emergentes vienen reclamando como parte de una nueva arquitectura financiera internacional que su voz en las instituciones de Bretón Woods tenga más peso. Afirman, con razón, que de lo contrario estas organizaciones carecen de legitimidad, porque la fórmula que distribuye el poder dentro de las mismas está obsoleta y no refleja la actual distribución de fuerzas de la economía mundial. El problema es que esta percibida falta de legitimidad ha llevado a muchos de estos países a intervenir en sus tipos de cambio y a acumular ingentes reservas en moneda extranjera para no tener que acudir al FMI en caso de crisis, lo que ha dado lugar, junto a la laxitud monetaria de Estados Unidos, a la formación de los desequilibrios macroeconómicos globales, que a su vez son una de las causas de la crisis financiera. De hecho, algunos emergentes asiáticos han planteado propuestas para crear un Fondo Monetario Asiático, que serviría para poner recursos en común sin la intromisión de las potencias occidentales. En definitiva, aunque se produjo una tímida reforma en 2006, la gobernanza interna del FMI sigue siendo insuficientemente representativa, lo que supone un gran peligro en un momento en el que se vuelve a necesitar una institución global fuerte para gestionar los riesgos sistémicos asociados a la globalización financiera.

La solución pasa por incrementar las cuotas con las que se financia el Fondo –que a su vez determinan los votos en el consejo–, pero de forma no proporcional para los distintos países (esto se haría reformando la fórmula para calcularlas de forma que se diera más peso a la población y se calculara el PIB en paridad con el poder de compra, entre otras cosas). Los incrementos de cuota que corresponderían a las economías emergentes serían mayores que los de los países desarrollados, lo que haría crecer su peso al tiempo que aumentaría sensiblemente la capacidad de préstamo del Fondo, que hoy se sitúa en torno a los 250.000 millones de dólares, una cantidad irrisoria para la tarea que deberá tener encomendada. Mientras esto se negocia, debería realizarse una nueva emisión de Derechos Especiales de Giro (la moneda del FMI) para contar con la liquidez que ya están necesitando los países en desarrollo.

Además de la reforma de las cuotas, en la que quienes más perderían serían los países europeos, habría que modificar el sistema de designación del director gerente para que fuera más meritocrático (y no fuera siempre un europeo). Por último, habría que dar más poder a un renovado y reducido Consejo de Administración, que gestionaría el día a día de las operaciones del FMI siguiendo las directrices marcadas por los ministros de Finanzas pero con la participación de más figuras relevantes de los países emergentes.

Aun así, para ser realmente efectiva, la reforma de las instituciones de gobernanza global también tendría que ir más allá de lo financiero. Debería abarcar los ámbitos del cambio climático, la seguridad, la salud, las migraciones y la energía, lo que supone modificar el sistema de Naciones Unidas (sobre todo el Consejo de Seguridad) y mejorar la coordinación entre sus agencias, ya que hoy cada una de las instituciones globales es un microcosmos. Pero como eso llevará más tiempo y necesitará de una visión estratégica e integrada de largo plazo, la cumbre del G-20 de abril en Londres (y las siguientes a celebrar en 2009) tienen la oportunidad de sentar las bases que permitirían la reforma de la pata económica –sobre la que cuatro grupos de trabajo vienen reflexionando desde noviembre–, y después proporcionarían el liderazgo necesario para impulsar los demás cambios. El reto es enorme y requiere de capacidad técnica, pragmatismo, visión a largo plazo y, sobre todo, liderazgo político. De su éxito depende la estabilidad del sistema internacional en el siglo XXI.

 

 

¿Algo más?
Dos interesantes y completas propuestas de reforma de la gobernanza global son Global Governance Reform. Breaking the Stalemate, de Colin I. Bradford y Johannes F. Linn (Brookings Institution Press, 2007) y A Better Globalization: Legitimacy, Governance, and Reform, de Kemal Dervis (Center for Global Development, 2005). Propuestas más específicas sobre el FMI aparecen en Reforming the IMF for the Twenty-First Century, compilado por Edwin Truman (Institute for International Economics, 2006) y en la última parte del libro de Martin Wolf Fixing Global Finance (Johns Hopkins University Press, 2007), que además hace un excelente análisis de cómo los desequilibrios macroeconómicos globales están en el origen de la crisis. Jeffrey Frieden estudia el auge del capitalismo global en perspectiva histórica en Global Capitalism: Its Fall and Rise in the Twentieth Century (W. W. Norton, 2006), y Stephen Woolcock y Nicholas Bayne analizan la dinámica de las negociaciones económicas internacionales combinando las perspectivas teórica y aplicada en The New Economic Diplomacy (Ashgate, 2007).

El libro de Dani Rodrik One Economics, Many Recipes: Globalization, Institutions, and Economic Growth (Princeton University Press, 2008) estudia los retos de la gobernanza económica global y el desarrollo económico. El artículo clásico de John Ruggie ‘International Regimes, Transactions, and Change: Embedded Liberalism in the Postwar Economic Order’ (International Organization, 36, 1982) analiza el pacto social establecido tras la Segunda Guerra Mundial introduciendo el concepto de “embedded liberalism”. Por último, el trabajo de Bhagwati donde se plantea que la liberalización comercial y la financiera son diferentes es ‘The Capital Myth’ (Foreign Affairs, mayo/junio, 1998).