La protección de los bienes culturales en un escenario de conflicto bélico supone un reto para el Derecho Internacional.

Zein al-Rifai/AFP/Getty Images Un rebelde camina por el mercado de la Ciudad Vieja de Alepo, devastado en los combates.

George Clooney evoca en la película Monuments Men la historia real de unos hombres que participaron en la Segunda Guerra Mundial para rescatar las obras de arte robadas por los nazis. "¿Y si nos dijeran – se pregunta Robert Edsel, autor del libro en el que se basa la película – que en primera línea de batalla hubo un grupo de hombres que salvaron literalmente el mundo tal como lo conocemos; una brigada que ni empuñaba ametralladoras ni pilotaba tanques?"

Tras la destrucción masiva de patrimonio cultural durante la contienda, reflejada en la película de Clooney, en 1954 se firmó en La Haya el Convenio para la protección de bienes culturales en caso de conflicto armado. Este Tratado, y otros posteriores, han sido acusados de ineficaces por no haber evitado episodios dramáticos como la demolición por los talibanes de los Budas de Bamiyan. Se olvidan, en cambio, de sus éxitos, como el acceso para los musulmanes a la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén.

Tal vez sea un instrumento frágil y voluntarista pero hace una aportación realmente novedosa que conviene destacar: la utilización de conceptos del Derecho Diplomático -tildados a veces de elitistas, como por ejemplo la inviolabilidad de las Embajadas- para proteger monumentos. Incluso es posible atribuir a unidades enemigas la protección de los bienes culturales, en una nueva trasposición feliz del concepto de protección diplomática que los Estados garantizan a las Embajadas extranjeras en su territorio. ¿Imaginamos una unidad militar iraquí autorizada por EE UU durante la Segunda Guerra del Golfo a proteger del saqueo el Museo Arqueológico de Bagdad?

En Derecho es frecuente que el progreso llegue por la transformación de instituciones antiguas, tal como hace el Convenio de La Haya con la protección diplomática. Desde 1954, este "tuneo" de figuras jurídicas arcaicas (apuntada ya por los primeros textos de Derecho bélico de 1907) se ha extendido – tímidamente todavía, las nuevas ideas son frágiles – a otros ámbitos como el de las catástrofes naturales. En 2005 se firmó el Convenio de Tampere sobre recursos de telecomunicaciones en casos de catástrofe que, en situaciones de emergencia, simplifica los trámites para el traslado rápido de equipos de comunicación, otra trasposición acertada de los conceptos de franquicia y visado diplomático. También concede inmunidad equivalente a la diplomática al personal técnico para facilitar su labor humanitaria. Si el Convenio de La Haya de 1954 salva obras de arte, el de Tampere salva vidas.

El Comité Internacional de la Cruz Roja intenta ir más allá e impulsa fórmulas jurídicas que, en situaciones de crisis, permitan asegurar una más eficaz protección no sólo de los monumentos, también de los equipos de ayuda humanitaria. Es lo que se conoce por sus siglas en inglés como IDRL (International Disaster and Relieve Law). Cuando la destrucción y la barbarie degeneran en un "escenario Mad Max" – algo desgraciadamente frecuente en las catástrofes humanitarias – es esencial que en ese "waste land" jurídico prevalezcan algunas normas que habiliten un mínimo espacio de diálogo. Sea para intercambiar prisioneros, para proteger obras de arte o para asegurar que las ONG puedan trabajar.

Seguramente no es casualidad que en la actualidad muchos Estados, en caso de catástrofe, opten por prestar la ayuda humanitaria por medio de sus fuerzas armadas. Éstas sí cuentan con un paraguas legal (un tipo de acuerdos llamados Standard of Forces Agreement o SOFA) que garantiza una adecuada protección jurídica a las tropas. Este es uno de los nuevos retos del Derecho Internacional Humanitario: encontrar maneras de proteger mejor a esos voluntarios que tras un terremoto o en una guerra, combaten en primera línea como los heroicos Monuments Men que, como ellos, ni empuñan ametralladoras ni pilotan tanques.

 

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