Alarmados por la evidencia del cambio climático e inquietos al vislumbrar el agotamiento de las reservas de petróleo, los terrícolas hemos empezado a sospechar que debemos usar nuestro planeta con sentido común, prudencia y discreción, si queremos que permanezca vivo.

Esta nueva conciencia -parece mentira que hasta bien entrado el siglo XXI no nos hayamos dado cuenta- se ha ido generalizando hasta el punto de convertirse en moda y tendencia, es decir en instrumento de marketing. Los automóviles y los alimentos se visten de verde para aumentar las ventas. La ciudad no podía ser menos, también ha de ser sostenible.

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La Cumbre de los Pueblos Río + 20 ha proclamado que debemos habitar de otra forma para que las generaciones futuras hereden un mundo mejor, o al menos, igual de bueno que el nuestro. Para esto se posiciona contra la “Mercantilización de la vida y de la naturaleza en defensa de los bienes comunes”.

¿Cómo conseguir que las ciudades evolucionen hacia un escenario un poco más viable? El urbanismo clásico, creado por el movimiento moderno, ya no es válido, al menos para el día a día de la ciudad. Los procesos administrativos son muy lentos y los planes urbanísticos quedan obsoletos antes de ser ejecutados. Además, ya no hay espacio que producir porque ya no es necesario el crecimiento, de momento, por mucho que las teorías económicas se sigan empeñando en alcanzarlo. Más bien al revés, la ciudad ahora mengua, decrece, encoge. Es necesario crear nuevas reglas más flexibles, que no afecten tan solo a parámetros urbanos clásicos, sino que deban extenderse a propuestas dotadas de contenidos sociales, armonizadas con medidas fiscales y coordinadas con iniciativas privadas en beneficio de la complejidad necesaria para el desarrollo de la vida urbana. Hay que tratar de ir arreglando, reparando, tejiendo, no se trata de un nuevo urbanismo abstracto, generado nuevamente desde la visión única de los poderes políticos, sino más bien de una nueva urbanidad, basada en el civismo de los habitantes.

Para ello es imprescindible incorporar la voz de la gente a los procesos de gestión urbana. A nadie se le escapa que las nuevas tecnologías facilitan este proceso de comunicación entre la infraestructura política y el individuo. La nueva ola de aplicaciones inteligentes para crear redes de datos asequibles para el ciudadano es una vía obligada, un ejercicio de transparencia que las administraciones están obligadas a realizar, pero es necesaria también una mayor implicación de las personas.

Pongamos por caso que es necesario optimizar un parámetro urbano como el transporte de una ciudad, tanto de mercancías como de personas, decisivo desde el punto de vista de eficiencia energética, en el que influyen tanto la generación de desplazamientos necesarios como su gestión. Por supuesto que favorecer el transporte colectivo, o lo que es lo mismo, no fomentar el privado, es fundamental. Pero también sería muy útil tender a que no sea necesario desplazarse tanto, favoreciendo una economía de cercanía basada en el desarrollo de la vida local. No tiene sentido realizar desplazamientos de horas para llegar a un lugar de trabajo en el que se pone uno delante de un ordenador conectado al mundo entero. El fomento del teletrabajo es una asignatura pendiente, que ya se está apoyando decididamente en países como Estados Unidos u Holanda, este último con tasas ya superiores al 25%. Si la vida diaria se desarrollara en mayor medida en el barrio, el uso de la bicicleta sería mucho más viable. Lo mismo ocurre por ejemplo con los alimentos, que llegan desde países lejanos por avión porque salen más baratos, pero no se tiene en cuenta el coste energético que supone el traslado de un lugar a otro del planeta.

Conseguir ciudades más sostenibles es en gran parte una cuestión de civismo, que debe germinar en la conciencia individual. El ser humano es insatisfecho por naturaleza y, únicamente, mediante la educación aprende a usar solo lo que necesita. Por muchas nuevas tecnologías que tengamos a nuestro alcance, por muchos árboles que plantemos, si no pensamos bien para qué nos sirven y cómo usarlos, no nos ayudarán a conseguir un mundo más sostenible ni unas ciudades más inteligentes.