¿Qué Europa quiere España?

Una conversación entre el ex presidente del Parlamento Europeo Enrique Barón y el periodista especializado Gonzalo Toca.

Gonzalo Toca. La España que se incorporó a la Comunidad Económica Europea en 1986 creía en gran medida que ella era el problema y que Europa era la solución. Si observamos la evolución de nuestra sociedad en las últimas décadas, parece claro que las nuevas generaciones españolas no se sienten ni tan problemáticas como sus padres y abuelos ni tan hambrientas por ser europeas.

Enrique Barón. Esa frase de Ortega y Gasset ha tenido amplia resonancia en nuestra historia pero creo que la visión de España como problema y de Europa como solución cambió cuando hicimos la Transición. Otra cosa es que nos ilusionase volver a Europa después de décadas de introspección y ensimismamiento en nuestros problemas y que mi generación asociase la democracia en España con la idea de incorporarnos a un proyecto democrático europeo, que por supuesto era la aspiración de muchos de nosotros con independencia de nuestras ideologías.

G.T. La sensación tuvo que ser un poco paradójica, porque el temor a volver a la dictadura, a que la Transición fuese reversible, nos empujó a integrarnos en un sistema que tenía más deficiencias democráticas que el nuestro.

E.B. Yo no creo que fuese así, porque la Comunidad Económica Europea ya era una comunidad de derecho con un tribunal de justicia independiente y todos sus miembros eran democracias. Obviamente, todos los sistemas democráticos son perfectibles, incluido el europeo; los únicos que son perfectos son las dictaduras y eso mientras duran. Dicho esto, hay que reconocer que el desafío que teníamos entonces y ahora es lograr una democracia supranacional.

G.T. Muchos españoles han tenido que esperar a la penúltima solución de la crisis griega, considerada humillante por la población afectada y por muchos europeístas, para comprender que el Parlamento Europeo no era un auténtico parlamento y que eso hace más fácil que los Estados más fuertes se impongan. La lucha por convertir el PE en lo que aún no es ha definido buena parte de su carrera como alto cargo e incluso presidente de la institución. Me pregunto si cree que verá cumplido el sueño de ver un Parlamento Europeo parecido al español.

Enrique Barón

El entonces presidente del Parlamento Europeo, Enrique Barón, en su despacho
©Rafa Samano/Cover/Getty Images

E.B. La cuestión es que no son estrictamente comparables aunque los dos se llamen "parlamento" y sean elegidos por el pueblo. El motivo es que no tienen la misma lógica, porque, para empezar, la Comisión todavía no se ha configurado como un poder ejecutivo al uso, homologable al Gobierno de un Estado miembro. Además, el PE tiene en muchos aspectos más competencias y más poder que el español. Por supuesto, faltan cosas como que se aplique el principio de que "no puede haber contribución sin representación", es decir, que exista un impuesto netamente europeo que afecte directamente a los ciudadanos… igual que debe existir un Fondo Monetario Europeo o un Tesoro Europeo.

G.T. Justamente, la crisis del euro ha reivindicado las ideas de muchos economistas que consideraban, técnicamente, una temeridad imponer una divisa para economías tan distintas, sin una flexibilidad adecuada de precios y salarios, con una limitada movilidad de los trabajadores y sin un mecanismo automático de transferencias fiscales. Hacían falta como dice un Tesoro y un FMI a la europea, porque el bloque no era, en definitiva, una zona monetaria óptima. Me parece chocante que aprobaran algo así de espaldas a la ciencia económica.

E.B. Bueno, aquí hay que aclarar varias cosas. La primera es que entre los economistas había entonces, como hay ahora, división de opiniones. En segundo lugar, la decisión de formar una moneda única no es económica sino política, porque se trata de ver cómo queremos estructurar una sociedad a partir de un valor compartido. Cuando se refieren a la necesidad de una zona monetaria óptima, los economistas hablan de un mundo idílico en el que se toman las decisiones sólo cuando se cumplen todas las condiciones… y a todos nos hubiera gustado que fuese así, pero la realidad es que las oportunidades no suelen ser perfectas y que no lo han sido desde que nos expulsaron del Paraíso. El problema no fue que no se cumplieran de inicio las mejores condiciones, sino que dejamos la casa a medio hacer al no acompañar la moneda única de una unión política y económica después. Eso es lo que falló.

G.T. Europa, me parece a mí, ha decepcionado tanto a muchos europeístas desde 2010 en gran medida porque las generaciones menores de 50 años sólo han vivido un proyecto que podía con todo, lleno de éxitos, un club al que todo el mundo quería pertenecer, y no han sabido digerir ni sus derrapes ni sus fracasos. En los últimos años, nos hemos despertado del sueño feliz con un escenario en el que Europa ha vivido una brutal crisis económica agravada por su disfunción política mientras Islandia retiraba su petición de entrada en el Unión, Noruega se distanciaba aún más, Reino Unido se planteaba abandonarlo con un referéndum y la población griega está dividida sobre si quiere seguir.

E.B. Es que esa visión triunfalista y casi diría yo que del cuerno de la abundancia nunca fue así. Europa se construyó sobre dos guerras mundiales y, como le gustaba recordar a Jean Monnet, siempre se hizo a golpe de crisis, tan importantes por cierto o más que ésta. Hablamos de la crisis de la silla vacía, de la del Yom Kippur que estuvo a punto de acabar con todo, de la del final de la guerra fría, etcétera. La de ahora sobre todo es una crisis de confianza: no podemos creernos el cuento de que la UE es un desastre cuando esto lo empezaron seis países y ahora son veintiocho y hay cola. Se han incorporado hasta antiguas repúblicas soviéticas, que es algo increíble. No puedo entender que el optimismo se haya transformado en ese sentimiento de apocalipsis. No lo entiendo. Nos falta perspectiva.

G.T. Pero la reciente gestión de la crisis griega no anima al optimismo…

E.B. Es el error más manifiesto que ha cometido Europa en los últimos años, pero no se puede decir que no hayamos dado pasos importantes para salir de esta crisis de confianza y que no debamos dar más. Hay que seguir. Otra cosa distinta es que la gestión de Grecia haya sido mala, que lo ha sido. De todos modos, no conviene olvidar que, al margen de las responsabilidades de un país que vivía efectivamente por encima de sus posibilidades, este problema tiene precedentes como el quebranto del Pacto de Estabilidad por parte de Alemania y Francia en 2002 y 2003 y la forma en la que cambiaron las normas para que no se les llamase la atención. Grecia no ha cumplido con los principios de la estabilidad financiera, pero ellos no cumplieron con los criterios del Pacto de Estabilidad y demostraron después que aquí no todos somos iguales. El problema de Europa no es Grecia. Y esto hay que decirlo.

G.T. Otro de los motivos de esa decepción, creo yo, es que se había acumulado demasiada pasión en el ambiente. Hablo de millones de personas que no siguen el día a día de las instituciones comunitarias. Para muchas de ellas, antes de la crisis, Europa era la solución, el único futuro posible. Pienso que las instituciones europeas llegaron a creerse que el proyecto de la integración estaba destinado a cumplirse y que lo único que había que discutir eran la forma y el ritmo. En estas circunstancias, la buena comunicación no les parecía necesaria porque las poblaciones de los Estados no tenían ninguna alternativa a más Europa. Por eso, el lenguaje de Bruselas se podía permitir ser tan frío y las instituciones, tan distantes. Aquello dejó espacio a unos euroescépticos que sí fueron capaces de comunicarse con cercanía, de bordear o sumergirse directamente en el populismo. La dificultades de Europa para combatirlos ahora tiene tres orígenes: su propio exceso de confianza, sus problemas de comunicación y la habilidad de estos grupos para conectar con las emociones de cada vez más gente.

E.B. Es que había un error de partida en esos planteamientos. Los europeos sabemos muy bien que ningún proceso es irreversible y, dicho sea de paso, por eso yo tengo una profunda convicción europeísta. En cuanto a los problemas de comunicación, existen siempre en democracia y más todavía cuando haces algo que no está en la cultura que se enseña en las escuelas, que convierte a los que antes eran enemigos en unos aliados con los que vas a compartir un destino común. Sobre los populistas lo primero que hay que decir es que prometen la vuelta a un pasado idealizado que nunca existió. Lo segundo es que los datos de participación de los últimos comicios europeos no son alarmantes y que las fuerzas mayoritarias en el PE son europeístas, así que no nos tienen, ni mucho menos, sitiados. Es verdad que lo que hemos vivido en la crisis ha enfriado la ilusión y que ha surgido el miedo, cosa que no ayuda a la construcción de un proyecto común. También es cierto que la comunicación debe mejorar y responder a esa necesidad de motivar a la gente y de explicar lo que ocurre. Creo que se están dando pasos en esa dirección.

G.T. La ideología económica de Europa se ha movido desde su fundación como un gran péndulo. Eso explica, por ejemplo, que Margaret Thatcher fuese la gran valedora del proyecto de integración en los 70 y una de sus críticas más duras en los 90. Algunos liberales han apoyado durante años con muchas resistencias la integración. Me pregunto si los socialdemócratas, que siempre lo habían apoyado con más entusiasmo que los liberales, pueden seguir sintiéndose representados en un proyecto liderado por las ideas de Alemania, con la que parecen no comulgar.

E.B. Por supuesto que sí: yo mismo soy socialdemócrata y me siento representado en el proyecto europeo. En Alemania, por cierto, gobierna una gran coalición en la que están también los socialdemócratas. Es verdad que la socialdemocracia europea tiene un problema de renovación, pero no hay que olvidar que es consecuencia de que los valores socialdemócratas son aceptados ya en toda Europa como parte de nuestra cultura y de que, por lo tanto, no distinguen tanto como antes a los partidos socialistas de los que no lo son. No es cierto que los liberales europeos aceptasen el proyecto comunitario con muchas resistencias, porque en cuanto rascas un poco, todos queremos, ellos y nosotros, los de derechas y los de izquierdas, un sistema donde la sanidad y la educación sean públicas y universales. Está en nuestra cultura.

G.T. Hemos hablado de desafíos graves que amenazan la existencia de Europa, pero me gustaría referirme también a otros que cuestionan su autoridad moral en el mundo. El Mediterráneo está convirtiéndose en un gran cementerio y los dedos acusadores parecen asegurar que Europa es en parte la responsable. Yo no entiendo esa postura tan extrema, porque nuestras instituciones no han provocado la pobreza y desesperación de los emigrantes. Los principales responsables son sus Estados y la parte de la población que sostiene a las minorías extractivas y se lucra con ellas. Sin embargo, me da la impresión de que Europa, aunque no es la culpable, debería hacer más.

E.B. Hay que matizar algunas cuestiones. Los europeos tenemos unas responsabilidades históricas y algunas actuales en muchas de las principales guerras abiertas en Oriente Medio y en África: hablamos no sólo de Irak, sino también de Siria, Libia o Somalia. Las consecuencias son que la gente huye de las guerras a las que nosotros hemos contribuido directa o indirectamente. Esa realidad y el hecho de que el Mediterráneo sea la frontera más desigual del mundo, una de las dos fronteras más importantes de la Unión Europea y un punto especialmente conflictivo por la explosión demográfica africana, todo ello junto, significa que necesitamos hacer más esfuerzos como el Proceso de Barcelona para diseñar un marco multilateral similar al de Conferencia de Helsinki pero que afecte al Mediterráneo. Mientras tanto, hay que ir resolviendo problemas más concretos y creo que la Comisión Europea ha hecho bien en reformar la agencia para la cooperación de las fronteras exteriores (FRONTEX) y en proponer cuotas migratorias.

G.T. Otra cuestión de las relaciones internacionales comunitarias que incomoda es la forma en la que se están llevando las negociaciones del tratado de libre comercio con Estados Unidos (TTIP). Millones de europeos, muchos europeístas entre ellos, creen que las conversaciones no están siendo transparentes y que no están teniendo toda la capacidad de decisión que deberían en un asunto tan importante. Les preocupa además que, en un momento de especial vulnerabilidad europea porque existen profundas divisiones entre sus miembros y porque no nos hemos recuperado de la crisis, Estados Unidos pueda imponer su agenda.

E.B. Lo primero que debemos decir es que no tenemos que ser miopes: el tratado de libre comercio con EE UU no se puede separar de su preocupación por el ascenso de China y de la creciente importancia del Pacífico. Lo segundo es que el acuerdo, si llegara a producirse, no implica apenas rebajas de aranceles sino sobre todo poner en común normas y estándares, un punto en el que nosotros, los europeos, somos más fuertes. Entiendo que pueda preocupar que existan instancias de arbitraje fuera de los sistemas de justicia y que prevalezcan sobre sus decisiones; el Parlamento Europeo ya ha dicho que está en contra de eso. En cuanto a la transparencia, seamos claros: los mandatos están todos publicados en Internet y ninguna negociación puede ni debe celebrarse en la plaza pública.



Enrique Barón, presidente de la European Foundation for Information Society.

Gonzalo Toca, periodista especializado en economía internacional.