¿Qué Europa quiere España?

La llamada Europa de la última oportunidad será más que nunca un completo desafío para España en una doble dirección: qué aportará el futuro proyecto europeo al país y qué papel jugará en la UE.

A medio y largo plazo, y como marco general, los ejes están marcados para Europa: por un lado, continuará la herida de la crisis desatada en 2008 y, por otro, la caída de su peso específico en el mapa geoestratégico mundial, frente al eje Estados Unidos-China, con pesos pesados tradicionales como Rusia y con nuevos actores como América Latina, India o los países árabes.

La crisis ha puesto sobre la mesa el debate de a qué modelo económico-social debe aspirar Europa. Y esa discusión se ha hecho si cabe más profundo en países cuyas economías han sido rescatadas, como Grecia, Portugal, Irlanda, o es una a semirrescatadas, como España, puesto que en dichos Estados las políticas nacionales estarán influidas, al menos en parte, por las condiciones de los acreedores.

En el establecimiento de ese modelo que impere para Europa en los próximos años o décadas, España debe jugar, en teoría, un papel esencial: la cuarta economía por PIB de la zona euro y el quinto país en población de la UE de los 28. Sin embargo, el escenario no puede ser más diferente que cuando España firmó su adhesión a la CEE en junio de 1985.

Incluso, si la tendencia es que el Parlamento Europeo vaya convirtiéndose poco a poco en una verdadera cámara que represente la soberanía del pueblo europeo (500 millones de ciudadanos), el peso español en el rumbo de la UE debería tender a reforzarse puesto que España, con sus 54 eurodiputados, es el quinto país con más escaños en Bruselas (Alemania, el que más tiene, ostenta 96).

Pero frente a aquella Europa de la ilusión, del futuro, de la democracia, el progreso y las libertades tras casi cuatro décadas de dictadura franquista, ahora estamos en la Europa del desencanto, en la Europa de la última oportunidad, como ha dicho el propio presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker.

¿Por qué de la última oportunidad? Porque el proyecto de la Europa social y solidaria está más en cuestión que nunca y aquejado de una enorme falta de legitimidad después de los efectos de la crisis. En especial, tras los rescates bancarios, que han desembocado en el paradójico escenario en que el acreedor llega a marcar las políticas nacionales de un Estado. De manera, que la Europa social ha dado paso, al menos en su imagen pública y según aparece a diario en los medios de comunicación, a la Europa de la Troika, de los recortes y de la austeridad.

Ante este escenario, los retos para la Unión siguen estando claros: la recuperación de la crisis y sobre todo de los niveles de empleo previos a 2008; la reforma del modelo energético hacia otro más sostenible (para afrontar el reto del cambio climático) y mejor cohesionado; la materialización del sistema sanitario único europeo (que evite las enormes desigualdades socio-sanitarias sobre todo en el eje oeste-este), así como la unificación de los sistemas bancarios y la fiscalidad de la Unión (entre otras cosas, para evitar paraísos fiscales o vacíos tributarios); y, por encima de todo, la definición de un modelo económico-social sostenible y competitivo en un entorno globalizado con la presencia de tres gigantes (Estados Unidos, Rusia y China).

El papel que tendrá España en esa Europa es una incógnita por desentrañar, pero el presente no apunta a resultados halagüeños. Las previsiones de la UE señala un 20% de paro al menos hasta 2020, mientras que el modelo económico nacional sigue una inercia hacia un rumbo incierto: si bien la prima de riesgo está en valores más bajos que nunca, la deuda española sigue aumentando y los únicos sectores que se salvan de cualquier análisis negativo son el turismo y las exportaciones... Un balance demasiado exiguo para un país de más de 45 millones de habitantes.

El plan de infraestructuras e inversiones planteado por la Comisión Europea quiere ser una salida a eso, aunque debe concretarse todavía demasiado. También la financiación de los nuevos planes de salud y de ciencia de la UE hasta 2020. Sin embargo, en estos dos campos, la pregunta que está en el aire es: ¿causarán los acuerdos comerciales y de inversión que está negociando la UE con otros países (como el TTIP, con Estados Unidos) una oleada de privatizaciones en ambos sectores? De ser así esto podría conllevar drásticos resultados para España, cuyo sistema sanitario y de investigación es fundamentalmente público y no privado o basado en la concertación, según el modelo que quedó fijado en la Transición española.

Probablemente, ello sería positivo para el balance de los marcadores macroeconómicos, pero la cuestión es: ¿será positivo para el proyecto de hacer una Europa social? Y, sobre todo, ¿beneficiará a los ciudadanos y sus condiciones de vida más allá de las grandes cifras económicas que presenten los Estados?

España tendrá voz y voto en esos cambios, pero, sin duda, mucho menos que en el pasado. La pérdida de peso político en el seno de la UE es manifiesta y se ha acentuado en los últimos años. De la UE de Javier Solana en los 90 hemos pasado a la Unión que acaba de rechazar a Luis de Guindos (a pesar del presunto apoyo alemán a su candidatura) como presidente del Eurogrupo en detrimento del socialdemócrata holandés Jeroen Dijsselbloem, que repite en el cargo. Era la última esperanza española de tener a alguien de peso en una institución europea, al margen del comisario español (Miguel Arias Cañete, en Clima) que obligatoriamente ha de ocupar una de las 28 carteras de la Comisión Europea.

Además de los planes de inversión, de ciencia y de salud para los próximos años, otra de las claves de la recuperación económica estará también en ahondar más en la unión de los Estados europeos, sobre todo en cuanto a la unión bancaria y la fiscal (que evite los paraísos fiscales y las desigualdades y los vacíos tributarios).

Una cosa está clara: el futuro económico de España está irremisiblemente ligado al de Europa, de manera que mirar hacia atrás, y más en un mundo globalizado, sólo lleva a un callejón sin salida. Todas las crisis son en parte un hundimiento de lo que había y por eso también son una oportunidad para construir un futuro nuevo, mejor y esperanzador.

La UE, y España con ella, está viviendo ese momento histórico. Junto a la crisis, retos tan urgentes como el cambio climático, la escasez de recursos, los insostenibles niveles de desempleo y precariedad o el aumento constante de la esperanza de vida, impelen a urdir si no un nuevo modelo económico, productivo y social, al menos una reforma estructural del modelo actual. Unos desafíos que España ni ningún país europeo por sí mismo podrían afrontar en solitario. La unidad es la mejor receta; la falta de confianza mutua, sería la peor de las noticias.

Si la Europa social, del progreso y de las libertades fue la que cautivó a la España de los 80, ahora debe ser la Europa de la recuperación, de la sostenibilidad económica y productiva y de la justicia social la que ha de volver a ganarse la confianza de los ciudadanos en los próximos años, en las futuras décadas.

Si se consigue o no, sólo habrá un termómetro para dilucidarlo: los ciudadanos y su bienestar.

Manuel Ruiz Rico trabaja como periodista freelance en Bruselas.

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