Como ciudadano ruso que vive en Europa desde los 11 años, me gustaría exponer mi punto de vista a quienes nunca han estado en Rusia y han leído el artículo Ingeniería autoritaria (FP, febrero/marzo, 2007), de Kristina Kausch, escrito desde una perspectiva poco racional y con conocimientos muy básicos de la cultura y la historia rusas.

Rusia sobrevive a los horrores de la plaga roja e intenta olvidar el reinado del zar anarquista Yeltsin. Desde 1999, el presidente Vladímir Putin está realizando cambios para volver al punto de partida: 1913. Está devolviendo el honor y la dignidad a una nación que durante casi un siglo ha sido un escenario de las pruebas políticas que realizaban los países europeos. En la Primera Guerra Mundial, los alemanes ganaron [a Rusia] aunque iban perdiendo [cuando Moscú se retiró de la contienda, tras la Revolución bolchevique de 1917], financiando a los iniciadores del terror rojo, como Lenin. Entre la guerra civil (1918- 1920/1922) y la hambruna de posguerra podrían haber muerto, según algunas fuentes, 20 millones de personas. Después, Gran Bretaña y sus aliados flirtearon con el juego del exterminio de la plaga roja con una plaga marrón antes de la Segunda Guerra Mundial, en la que perecieron entre 20 y 25 millones de rusos. Luego, EE UU inició una partida de ajedrez llamada guerra fría, que supuso una cifra incalculable de bajas en todo el mundo.

En los 90, Occidente se consolidó bajo una ideología: destruir al segundo poder mundial, Rusia. Gracias a influencias políticas obtenidas vía EE UU, Israel y Europa [los oligarcas] Mijaíl Jodorkovski y Borís Berezovski, entre otros, han tenido acceso a lo más sagrado de la economía y los recursos del país durante casi una década. Empresas de todo Occidente hicieron lo posible para lograr, mediante presiones políticas, contratos de explotación de los bienes y recursos rusos. Las ONG generaban un ambiente de anarquía y descontrol con críticas incoherentes y nada constructivas (de hecho, la mayor parte de estas organizaciones son una tapadera de muchos servicios secretos occidentales). El Banco Mundial concedió financiación a Yeltsin sin hacer una sencilla investigación de crédito, y los préstamos fueron robados por una parte de la cúpula.

Después de todo esto, no debería sorprender si quedan pocos rusos ilusionados con la idea de la democracia y la cooperación con países de Occidente. Ha habido suficientes interferencias en nuestros asuntos por parte de países llamados “democráticos” como para entender que lo que éstos pretenden es el fin del país más grande del mundo, aplicando la máxima “divide y vencerás”.

Rusia perdió en la guerra civil lo que construyó durante casi mil años. Sin embargo, en el último siglo ha aprendido. En una mano sostiene los mayores recursos naturales del planeta –de los que carecen Europa y parte de Asia– y en la otra, un látigo de armas avanzadas y un escudo nuclear, para que ningún país vea fácil una tercera guerra por los recursos respaldada democráticamente por la UE y EE UU.

Rusia no se está volviendo comunista, sólo defiende sus intereses. A quien incumple contratos hay que cortarle el suministro. Nadie quiere una guerra mundial, pero esto no significa que Rusia se quede quieta cuando intentan arrebatarle territorios de influencia. Moldavia y Georgia vivían de Moscú, como muestran los presupuestos de la URSS de los 80. No hay que sorprenderse cuando son incapaces de exportar bienes de calidad. El bloqueo les ayudará a mejorar. ¿Que hay un pretexto político [en las políticas energéticas del Kremlin con algunos de sus ex satélites]? Claro, igual que en múltiples embargos que imponen EE UU y Europa.

Rusia casi ha cuadruplicado su PIB y pronto exportará recursos naturales a más de la mitad del planeta. Crecerá y emprenderá una guerra empresarial, que ganará, porque no carece ni de recursos ni de territorio. Pero no es un
enemigo de Occidente, sino un rival político y económico con el que hay que colaborar en aquello que beneficia a ambos.

  • Georgy Vachnadze
    Alicante, España


Kristina Kausch responde:

Como Georgy Vachnadze describe, el pueblo ruso ha pasado por mucho sufrimiento y la era Yeltsin le dejó una desencantada visión (aunque errónea) de la democracia.

Más que contradecir mi afirmación sobre el creciente autoritarismo del Kremlin, Vachnadze explica el comprensible atractivo que el presidente ruso, Vladímir Putin, un hombre firme y de acción, ejerce sobre su pueblo. No obstante, tengo serias dudas acerca de que los intereses defendidos por Putin y su entorno sean, ante todo, como Vachnadze dice, los del pueblo ruso. ¿Acaso no forman parte de los intereses de este último la libertad de información, expresión y asociación, así como la posibilidad real de intervenir en el diseño del futuro de su país? ¿Es razonable reducir estos deseos a un complot de Occidente? Y si la élite del Kremlin está tan preocupada por el bienestar de su pueblo, ¿por qué gasta recursos provenientes de la energía en beneficios políticos a corto plazo, en lugar de realizar inversiones a largo plazo en la capacidad productiva de la economía rusa?

Sí, Occidente ha cometido enormes errores. Sí, el pueblo ruso reclama con derecho su dignidad. Precisamente, para recuperarla, las grandes potencias no deben utilizar las libertades y derechos de los ciudadanos rusos como una pieza de ajedrez en su competición por quedarse con el trozo más grande de la tarta. Rechazar las acertadas críticas a la centralización del poder en el Kremlin y el debilitamiento de las libertades y los derechos utilizando referencias a la cultura y a la historia rusas es repetir el relativismo cultural de los relaciones públicas del Ejecutivo respecto a una excepcionalidad rusa: que el alma nacional necesita un tipo diferente de democracia, uno que casualmente carece de su esencia: el pluralismo. Si Putin aspira a defender los intereses de los ciudadanos de la Federación, debería empezar por demostrar fe en su madurez.