El multilateralismo, la única solución posible para un mundo compartido.  

 

A veces, cuesta levantarse por la mañana, con la recesión y la gripe porcina y el cambio climático y todos los demás problemas que afrontamos. ¿No sería más sencillo quedarse acurrucado entre las sábanas y esperar a que mejoren las cosas? Quizá no. Quizá sería una espera muy larga. Es necesario enfrentarse a un mundo distinto y comportarse de manera diferente. El nuevo grito de guerra es “interdependencia”.

Empecemos por la crisis financiera. Es verdad que los banqueros no nos han hecho ningún favor, mientras que se hacían muchos a sí mismos. Pero, aunque algunos piensen que la crisis señala el final del capitalismo global, yo no estoy tan seguro. Con las medidas adoptadas se restaurará el crecimiento. Esto es fundamental para los países pobres, que no provocaron la crisis pero están sufriendo las consecuencias, con la caída de las exportaciones, de las inversiones y de las remesas procedentes de los países ricos.

Nadie puede permanecer indiferente al coste humano, cuando la recesión hará que 100 millones de personas caigan en la pobreza. En Zambia, han despedido a un minero de cada cuatro. En Camboya, uno de cada siete trabajadores de la industria textil se ha quedado en paro. Perder los medios de subsistencia y afrontar la escasez no tiene nada de teórico.

Por eso, es preciso prevenir la tendencia de los ricos al proteccionismo. En julio, el director general de la OMC, Pascal Lamy, informó de que se habían aprobado 83 medidas comerciales restrictivas desde el comienzo de la crisis financiera. Tampoco podemos olvidar la necesidad de gastar una mayor proporción de los estímulos fiscales en los países pobres.

El crecimiento es una relación en dos direcciones. Nuestra recesión causa sufrimiento a los Estados en vías de desarrollo, pero el crecimiento en esos países es precisamente lo que necesitamos para restablecer nuestros mercados; pregúntenselo a los fabricantes de maquinaria de Alemania, cuyas exportaciones se han derrumbado. El gasto de 50.000 millones de dólares (36.000 millones de euros) de ayuda para infraestructuras en África estimularía el crecimiento en dicho continente en más de un 2% y devolvería por lo menos la mitad del dinero invertido a los donantes, en forma de exportaciones.

Pasemos al cambio climático, acertadamente descrito por lord Nicholas Stern como un peligro mayor que la crisis financiera. Muchos científicos creen que será imposible limitar el aumento de la temperatura mundial en 2ºC de aquí a 2050, con consecuencias incalculables para la sostenibilidad del planeta y para la sociedad humana. Los Estados  desarrollados tienen la responsabilidad histórica y, por supuesto, deben reducir sus emisiones, pero los países en vías de desarrollo también tienen que dar con estrategias de crecimiento que limiten la polución. China ya sobrepasa los límites aceptables en más del doble, y sus emisiones aumentan a toda velocidad. India le sigue de cerca. Además, los países en vías de desarrollo pueden contribuir a las soluciones, con la conservación de los bosques y el cultivo de biocombustibles, mucho más que las naciones desarrolladas. Por ejemplo, el maíz cultivado para bioetanol en Estados Unidos no ahorra más que el 10% de la energía necesaria para la producción, y hace que suban los precios, mientras que el etanol procedente de azúcar de Brasil ofrece unos ahorros del 90% y tiene escaso impacto en los precios de los alimentos.

 

La crisis financiera, combinada con las crisis del combustible y de los alimentos de 2008, nos ha enseñado que la acción colectiva es la única solución a los problemas mundiales.

 

Por último, fijémonos en la amenaza de los Estados fallidos, identificados por Foreign Policy y el Fondo para la Paz. Entre los 20 peores están Somalia, Sudán, Afganistán y Pakistán. Son clasificaciones discutibles, pero no hay duda de que la pobreza es extrema en los territorios habitados por los 1.000 millones que peor viven (el Bottom Billion) y que esas situaciones amenazan también la seguridad y el bienestar en zonas más ricas. Por eso, organismos de ayuda como el Departamento de Desarrollo Internacional británico han pedido una nueva forma de abordar la construcción del Estado y el desarrollo, con énfasis en los puestos de trabajo para ex combatientes, el refuerzo de la policía y la construcción de un sistema judicial. No hay que avergonzarse de reconocer, junto a las excepcionales necesidades de los pobres en los Estados frágiles, el hecho de que nos interesa ayudar a extender la paz y la seguridad en todo el mundo.

En 1776, en el Congreso Continental que estaba gobernando Estados Unidos antes de aprobar la Constitución, Benjamin Franklin observó que “debemos vivir juntos o acabaremos muriendo por separado”. Casi 250 años después, esa frase sigue siendo cierta, y a escala mundial. La crisis financiera, combinada con las crisis del combustible y de los alimentos de 2008, nos ha enseñado que la acción colectiva es la única solución a los problemas mundiales. Ahora debemos ser más conscientes que nunca de nuestra interdependencia.

Un nuevo compromiso de acción mundial y multilateral tiene repercusiones prácticas. En primer lugar, las organizaciones regionales tienen un papel nuevo que desempeñar. Para quienes vivimos en Europa, la UE es el lugar inevitable en el que debatir una nueva globalización, el cambio climático y la seguridad. El consenso es difícil y no siempre posible; no hay más que ver cómo luchamos para alcanzar un acuerdo sobre Georgia o Irán o la reducción del carbono. Sin embargo, este año, contamos con un nuevo Parlamento Europeo y, si lo permiten los irlandeses, tendremos un nuevo Tratado de Lisboa, que simplificará la toma de decisiones. La UE dispone ya de un consenso sobre desarrollo y ha aprobado una serie de medidas para ayudar a los países pobres a sobrevivir a la crisis. El año próximo, con la presidencia española en el primer semestre, habrá una oportunidad de contar un nuevo relato sobre interdependencia y de crear los mecanismos para nuevas relaciones con otras agrupaciones regionales. Como es sabido, Henry Kissinger preguntó: “¿A quién llamo si quiero llamar a Europa?” Por ahora, está Javier Solana. ¿Quién tiene una autoridad similar en otras regiones?

En segundo lugar, la fuente legítima de autoridad multilateral es Naciones Unidas, no el G-8 ni el G-20. Con la crisis de los alimentos, la ONU demostró lo que se podía hacer si se trabaja en colaboración y con planes coherentes. No lo ha hecho tan bien con la crisis financiera. Si el G-8 y el G-20 quieren dejar un legado en el ámbito de la gobernanza mundial, tendrán que lanzar un proceso que refuerce a la ONU. En 1944, la Conferencia de Bretton Woods se desarrolló de manera paralela a la de San Francisco. Bretton Woods nos dio la arquitectura financiera para un nuevo orden mundial, plasmada en el Banco Mundial y en el FMI. San Francisco nos dio la arquitectura política, con Naciones Unidas. No podemos elaborar un nuevo modelo de interdependencia económica sin un modelo de interdependencia política.