Una mujer camboyana mira los retratos de las víctimas de los Jemeres Rojos en el museo dedicado al genocidio en la ciudad de Phnom Penh. AFP/Getty Images
Una mujer camboyana mira los retratos de las víctimas de los Jemeres Rojos en el museo dedicado al genocidio en la ciudad de Phnom Penh. AFP/Getty Images

¿Ayudará el tribunal contra los Jemeres Rojos en el proceso de reconciliación?

Cuando Soum Rithy salió de la sala de audiencias del Tribunal Internacional de los Jemeres Rojos el pasado 7 de agosto, abrazó a su compañero y rompió a llorar. Acababa de escuchar la condena a cadena perpetua impuesta a Nuon Chea y Khieu Samphan, los dos últimos líderes vivos del régimen comunista que asesinó al menos a 1,7 millones de camboyanos entre 1975 y 1979, entre ellos su padre y tres de sus hermanos. El mismo Soum Rithy fue sometido a torturas y vejaciones durante dos años acusado de ser un antiguo soldado. “Necesitamos justicia para poder tener paz en este país”, aseguró el camboyano a la puerta del Tribunal.

La frase parece necesaria hoy en día. Durante el último año, la tensión política ha aumentado rápidamente en Camboya y muchos temen un conflicto abierto en las calles. Desde las elecciones de julio de 2013, los escaños del Parlamento correspondientes al partido opositor CNRP  han estado vacíos, al mismo tiempo que las calles se han llenado en numerosas ocasiones para denunciar las supuestas irregularidades en los comicios. Los diputados inconformes llegaron a un acuerdo con el Gobierno y han ocupado sus asientos hace escasos días, pero una Camboya aletargada que pide un sistema más democrático ha empezado a despertar.

Durante estos meses de protestas, mayoritariamente pacíficas, al menos seis personas han sido asesinadas por la policía y varias docenas han sido arrestadas. Al malestar político, se han unido además otras heridas abiertas, principalmente el descontento de los trabajadores del textil por sus bajos salarios y de los miles de expropiados que han perdido sus casas en beneficio de empresas con el beneplácito del Gobierno. En el trasfondo queda además la cicatriz más profunda de todas, la del genocidio que asesinó a aproximadamente el 25% de sus 7 millones de habitantes (de forma proporcional, el mayor genocidio del siglo XX) en los 70.

Los Jemeres Rojos dejaron una huella casi imborrable en Camboya, a pesar de que su régimen no llegó a los cuatro años. Su utopía dictatorial puso la vida de los camboyanos bajo un gran hermano que controlaba cada minuto de vida y que castigaba con la muerte incluso la falta más leve. Los que conseguían salvarse de la represión morían a menudo de hambre o enfermedades, debido a la falta de comida y al excesivo trabajo. Su macabro balance no terminó con la caída del régimen en 1979, tras la invasión por parte de tropas vietnamitas, sino que los Jemeres Rojos siguieron controlando amplias zonas del país hasta su disolución en 1999, ocasionando miles de víctimas más en su guerra contra el gobierno de Phnom Penh.

Durante décadas, la sociedad camboyana ha vivido entre el deseo de justicia y de olvido. “Muchos no quieren hablar de lo que pasó y ni siquiera se lo cuentan a sus hijos”, dice Ou Virak, uno de los activistas más reconocidos del país. El Tribunal nació en 2006 con la expectativa de convertirse precisamente en un instrumento de memoria y de reconciliación. Pero su balance es agridulce. Según un estudio de la Universidad de Berkeley, el primer veredicto, que condenó en 2010 al director del S-21, la prisión más importante del régimen, sólo había conseguido reducir ligeramente el deseo de venganza entre la población. Así, un 81% seguía sintiendo odio hacia los responsables, frente a un 83% en 2008, y un 68% deseaba verlos sufrir (frente al 72% de 2008).

“Yo creo que sí que tiene cierto efecto conciliador, aunque a veces se han creado expectativas muy altas que no se han cumplido y que pueden ocasionar angustia en las víctimas”, explica Sarath Yuon, del TPO, el único programa en Camboya que trata el trauma resultante del genocidio. “El Tribunal ha ayudado a que haya un mejor estudio de la época y a que se empiece a enseñar este periodo en las escuelas y los más jóvenes sepan qué ha pasado”, añade Khamboly Dy, coordinador del Proyecto de Educación sobre el Genocidio en el Centro de Documentación de Camboya.

Sin embargo, el limitado alcance del Tribunal, que sólo juzga una parte de los crímenes cometidos por los Jemeres Rojos y que deja fuera el papel de países como China, Estados Unidos o Vietnam en el conflicto, ha sido uno de las principales razones de frustración entre las víctimas. El Gobierno camboyano ha puesto además numerosas trabas para que no se abran más casos que podrían salpicar a miembros actuales del Ejecutivo. “Esto puede suponer cierto alivio para algunos, pero las formas no han sido las correctas”, decía otro superviviente después de escuchar la sentencia.

En este trasfondo de malestar, la reconciliación se ha convertido en un arma política más. El actual primer ministro, Hun Sen, un antiguo jemer rojo que huyó a Vietnam y que ayudó en la invasión que hizo caer al régimen comunista, defiende en cada discurso que su Gobierno es el único garante de paz en el país. Por su parte, Sam Rainsy, el líder del CNRP, le ha acusado de venderse a los vietnamitas y su retórica ha hecho crecer el odio contra esta comunidad que cuenta con entre 700.000 y un millón de personas viviendo en Camboya. “Están utilizando una peligrosa táctica de odio hacia el otro y no se dan cuenta de que estamos volviendo a la misma casilla de la que partíamos”, dice el activista Ou Virak. Esta polarización política, dice, es “peligrosa” en un país en el que los fantasmas de la guerra todavía acechan a sus habitantes.