La cuestión de la toponimia del país asiático pone en duda su aparente armonía étnica.

 

 

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El presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbáyev, ha planteado la posibilidad de cambiar el actual nombre del país por el de Kazak Eli (o Qazaq Eli). De momento no es más que una idea lanzada en una pequeña reunión con un grupo de intelectuales, pero no es un simple comentario. Aunque queda mucho recorrido para que se convierta en una propuesta formal, se trata de una cuestión delicada con relación a la aparente estabilidad y "armonía interétnica" de Kazajistán.

Nazarbáyev argumenta que el sufijo stan hace que el país esté asociado internacionalmente a países como Afganistán o Pakistán lo que repercute negativamente en la imagen y agenda exterior de Astaná. Y algo de razón tiene. El abismo político y cultural que separa a Kazajistán de estos países queda difuminado, tal y como se lamenta el presidente kazajo, por la similitud con el nombre de estos problemáticos vecinos meridionales.

Sin embargo, las verdaderas razones para impulsar esta medida no son tanto de índole internacional como de ámbito puramente doméstico. Kazajistán es un estado multiétnico y plural, aunque bastante menos de lo que sugieren las estadísticas y censos oficiales que reconocen a más de 130 grupos étnicos en el país. La cuestión lingüística y el papel que deben ocupar la cultura y los kazajos étnicos en los inacabados procesos de construcción nacional y estatal de Kazajistán son el asunto central y el eje sobre el que gravita la propuesta de cambiar el nombre del país. Y no es un asunto menor. Provoca una tensión latente cuyo estado pretende testar Nazarbáyev con este globo sonda.

A pesar de las transformaciones demográficas desde la independencia de Kazajistán en 1991 hasta hoy, la principal línea divisoria sigue siendo la que separa a la población étnicamente kazaja -alrededor de un 60% del total- de las comunidades eslavas -aproximadamente un 25% de los algo más de 16 millones de habitantes-. A esta línea divisoria cabe añadirle un factor crucial como el lingüístico pues una porción significativa y cualitativamente relevante de los kazajos étnicos tiene aún el ruso como su lengua materna pero un dominio limitado del kazajo.

La idea de cambiar el nombre oficial del país puede resultar extraña vista desde Europa, donde la toponimia es, probablemente, uno de los elementos más resistentes al paso del tiempo y el nombre de los países está firmemente fijado en las diversas identidades políticas. Asia Central, por el contrario, sigue aún muy marcada por los vaivenes de los dos últimos siglos, particularmente por los procesos de construcción nacional y estatal implementados en época soviética, caracterizados por su arbitrariedad y voluntarismo. Con la desaparición de la Unión Soviética han cambiado muchas cosas, pero la forma de entender y ejercer el poder no ha variado tanto.

Kirguistán o Turkmenistán, por ejemplo, han dejado atrás sus viejas denominaciones oficiosas de Kirguizia y Turkmenia respectivamente. En el Kazajistán post-soviético diversas ciudades o han recuperado sus –controvertidos y discutibles en algunos casos- nombres pre-colonización rusa como Almaty (antes Alma-Ata), Öskemen (para Ust-Kamenogorsk) o Semey (para Semipalatinsk) o bien se han impuesto algunos completamente nuevos como Astaná (antes Akmola, Tselinogrado o Akmolinsk según el periodo del siglo XX). Así que la propuesta de Nazarbáyev ni resulta extraña ni ha sido recibida con excesiva sorpresa por la ciudadanía de Kazajistán. Es más, entre determinados sectores del (etno)nacionalismo kazajo ha sido acogida con entusiasmo.

Y no es que los kazajos étnicos no disfruten ya de una posición preeminente en Kazajistán. El sufijo stan, de origen persa y cuyo significado es "país de", los convierte en etnia epónima y les confiere un rango distintivo en el imaginario simbólico del Estado. En Kazajistán, lo kazajo en su sentido étnico disfruta de una primacía simbólica y práctica indiscutida que se traduce en un dominio hegemónico de la vida política, administrativa, económica y cultural por parte de los kazajos étnicos. Sin embargo, Nazarbáyev ha combinado estas políticas nacionalizadoras, o proceso de kazajización, con otras de reconocimiento de la composición multiétnica del país y con un control férreo sobre cualquier activismo nacionalista, incluido el activismo kazajo que trascienda los límites del, ya de por sí ambiguo, "ámbito cultural". Los partidos políticos establecidos con criterios étnicos están, de hecho, prohibidos. Y esta ambigüedad y aparentes contradicciones son la principal causa de insatisfacción entre los (etno)nacionalistas kazajos.

De esta manera, la reiterada y autoproclamada "armonía interétnica" de Kazajistán descansa sobre unos cimientos frágiles y, en buena medida contraproducentes, que no resuelven sino que proyectan esta cuestión hacia el futuro. Sin perder de vista la dimensión transfronteriza del asunto y el papel ambiguo e impredecible que pueda jugar Rusia con relación a las minorías rusas y/o rusófonas.Hasta la fecha no ha habido ningún conato serio de conflicto interétnico, más allá de algunos enfrentamientos ocasionales localizados. Pero no está de más reseñar la facilidad con la que cualquier conflicto de naturaleza socioeconómica o política adquiere una dimensión etnicista en su desarrollo.

El nombre de Kazak Eli no es nuevo. Lleva años sonando en las discusiones de los círculos nacionalistas kazajos. Con todo, una vez conocida la idea de Nazarbáyev, el significado exacto del término ‘el(i)’ ha generado controversia en las redes sociales. Conviene no perder de vista que en este país asiático, desde finales del siglo XIX y aunque ha sido un proceso protagonizado por intelectuales kazajos, la adopción de conceptos políticos modernos como nación o estado se ha visto mediatizada por la influencia rusa y túrquica (vía jadidismo tátaro). Y cuando se recurre a términos de la tradición kazaja, con su pasado nómada y estructuras políticas establecidas sobre clanes y confederaciones tribales, determinadas connotaciones resultan confusas. En cualquier caso, el término ‘el(i)’ hace referencia, en su primera acepción, al concepto de pueblo o nación y, en la segunda, a país o territorio, pero con el matiz de originario o patria. El nombre de Kazak Eli enfatiza, por consiguiente, la dimensión étnica.

Si Nazarbáyev pretende, tal como ha indicado, que el nombre de Kazajistán, al igual que sucede con el de Mongolia, evoque un país concreto y no sugiera un área conflictiva a ojos de los inversores internacionales, debería proponer un nombre más inclusivo. La cuestión no es baladí. El nombre oficial de Kirguistán, por ejemplo, es el de República Kirguiz y es uno de los ejes sobre los que construyen los (etno)nacionalistas kirguises buena parte de su discurso. Al defender esta denominación cuestionan, implícitamente, que la minoría uzbeka del sur del país deba disfrutar de los mismos derechos e, incluso, de la propia ciudadanía del Estado. Este asunto ha provocado ya graves estallidos de violencia en el sur de Kirguistán. La propuesta de Nazarbáyev alberga, por ello, un potencial conflictual no desdeñable. El presidente no la llevará a la práctica si no existe un gran consenso ni tampoco si percibe un riesgo serio de desestabilización. Sin embargo, puede estar poniendo las semillas de una conflictividad futura al inflamar las expectativas del (etno)nacionalismo kazajo más intransigente de cara a un escenario post-Nazarbáyev.

 

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