¿Correrá la sangre tras conocer los resultados electorales de este año como sucedió hace un lustro?

 

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PHIL MOORE/AFP/Getty Images

Un hombre pasea delante de un graffiti que dice: "Necesitamos paz en Kenia".

“El pueblo de Kenia aceptará el resultado de las elecciones…” una pausa se registró mientras un periodista del periódico Jeune Afrique esperaba las declaraciones de un joven keniano de etnia Luo, que caminaba con una camiseta naranja saltando junto a miles de sus compañeros de partido “… si gana Odinga”. Era diciembre de 2007, y ni ese joven ni nadie supo entender entonces el alcance real de aquellas palabras: el Estado más estable de África Oriental se preparaba para un baño de sangre que hacia temblar los cimientos de la, todavía débil, sociedad keniana. El 4 de marzo, más de cinco años después, el país se enfrenta a unas nuevas elecciones con los deberes hechos a última hora y aún sin haber interiorizado los aprendizajes de los últimos años.

La reforma de la Constitución: una huida hacia adelante

Mil doscientos muertos fueron necesarios para que los políticos kenianos se dieran cuenta de que su apuesta por el tribalismo había ido demasiado lejos. Y tras la lección, vinieron las reacciones. Lo primero fue la creación de un Gobierno de reconciliación nacional por el que nadie apostaba: Kibaki y Odinga se dieron las manos y comenzaron el mayor programa de refundación democrática del Estado, proceso que ningún otro país sobre la tierra había vivido antes. La división del territorio en 47 nuevos condados, cada uno con su propio Parlamento; la creación de un nuevo Senado y, lo que es más relevante, el lanzamiento de un paquete legislativo que consagra la participación política directa de los ciudadanos, tanto en el control como en el seguimiento de las políticas de sus gobernantes, han servido para intentar olvidar el pasado y mirar al futuro con un optimismo quizás demasiado inocente.

Pero de esta imagen futurista nada se puede apreciar al observar los rostros de los principales candidatos a la presidencia. Como comentó el conocido activista anti corrupción John Githongo: “el nuevo mundo está naciendo, pero el viejo todavía está por morir”. Las dos principales caras son viejos conocidos del electorado. De un lado Uhuru Keniatta, hijo del primer presidente de la nación, de etnia kikuyu, acusado por la Corte Penal Internacional de instigar las masacres de 2007. Del otro Raila Odinga, hijo de Onginga Odinga, el principal opositor del primer presidente, de etnia luo, la única mayoritaria que todavía no ha gobernado en Kenia. Los lazos étnicos son demasiado sólidos para intentar esconderlos y los llamamientos a su electorado demasiado obvios para pretender ocultarlos. Más aún, cuando de las alianzas interétnicas parecen depender los resultados finales de las elecciones, los últimos sondeos dan un 46% de los votos a Odinga frente a un 40% de Keniatta.

La etnia, único camino hacia el poder

La etnia no es en Kenia el germen del odio, es el resultado obvio de una utilización masiva de las raíces para la consecución de las aspiraciones políticas de unas élites que han aprendido demasiado rápido cómo controlar los impulsos de sus coterráneos. Todo ello, cómo no, alimentado siempre por la economía. Durante todas las presidencias anteriores los líderes han empleado sus influencias económicas para favorecer al que han considerado su electorado más accesible. Pero esto no les ha impedido realizar alianzas con otras etnias que a priori pudieran parecer contrarias y hasta hostiles. Prueba de ello es la coalición electoral que ha unido a Uhuru Keniatta y William Ruto, ambos representantes de los kikuyo y los kalenjin respectivamente, que mantuvieron los enfrentamientos más encarnizados en 2007 y que ahora se presentan como cabeza de lista y segundo de la coalición electoral Jubilee.

¿Suenan tambores de guerra?

Y frente a todos los análisis políticos posibles resulta curioso que la pregunta que el mundo se hace no es quién gobernará Kenia durante los próximos cinco años, sino si será capaz la futura oposición de asumir una derrota sin exacerbar el odio interétnico para llegar al poder. Muchas han sido las especulaciones que se han hecho en este sentido, más aún cuando los conflictos étnicos han tenido fugaces rebrotes en varios puntos del país. El enfrentamiento en el Delta el río Tana, en el que murieron 140 personas debido a una disputa por las tierras y el ganado; los incidentes en Mombasa tras la muerte en extrañas circunstancias de un clérigo musulmán que provocaron disturbios que se saldaron con cuatro muertos y las graves revueltas ocurridas tras las elecciones primarias recientes, en las que las calles de las ciudades de Kisumu y Siaya fueron tomadas por electores enrabietados por unos resultados demasiados ajustados, son probablemente incidentes aislados que pueden esconder un trasfondo mucho más trágico de lo que podría parecer a priori.

Bajo todo este entramado de complejas afinidades étnicas y conflictos latentes, se esconde una realidad social que está pasando casi desapercibida para la comunidad internacional. El paro juvenil ha alcanzado el 32%. Dos millones de personas viven con una inseguridad alimentaria permanente. Sólo un 60% de los estudiantes tienen acceso a una educación secundaria. La electrificación rural no alcanza ni siquiera a un 5% de la población. Pero todas estas carencias han pasado a un segundo plano en unas elecciones en las que la política parece haberse escondido, de forma irremediable, tras una capa superficial de etnicidad y bajo un halo de corrupción generalizada (hecho menos sonado pero probablemente también más importante) en el que la clase política parece no tener tiempo para esperar “su turno para comer”.

Ante esta situación parece que en Kenia nadie es del todo culpable, pero tampoco del todo inocente. Las élites políticas han contribuido durante años a crear un clima en el que todo parece posible. La principal característica de los graves incidentes de las pasadas elecciones fue exactamente esa: la dificultad de identificar quién había hecho qué para que aquello aconteciera, la imposibilidad de señalar cuáles fueron exactamente los acontecimientos para que la mecha se encendiera y el odio interétnico saliera a las calles armado con machetes. Hoy el país es tan impredecible como lo fue hace cinco años. Lo triste es que la responsabilidad recae sobre los mismos irresponsables que entonces. Son ellos los encargados de elegir entre la democracia o el poder. Entre el futuro o el odio.

 

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