¿Amenaza vacía o apuesta estratégica?

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ABBAS MOMANI/AFP/Getty Images

 

Como en el famoso cuento del lobo, la autodisolución de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) parece desde hace años una maniobra política a la vuelta de la esquina.  Su eventual  desaparición ha inspirado sesudos análisis que oscilan entre el entusiasmo y el catastrofismo. Esta advertencia, que el liderazgo palestino se esfuerza en matizar o airear según el momento político, es tan recurrente que ha perdido credibilidad. Pero la ausencia de perspectivas de paz, la creciente tensión en las calles palestinas y la reelección de Benjamín Netanyahu al frente de un Gobierno israelí desinteresado en la paz conforman un peligroso tapiz que podría empujar al presidente palestino, Mahmud Abbas, a lanzar este órdago para legitimarse ante los suyos.  

En todos los momentos y lugares del planeta, la clase política repite eslóganes, promesas y advertencias, pero en Palestina e Israel la reiteración es a veces extenuante. Abbas agitó públicamente por primera vez la amenaza del harakiri de la ANP en el encuentro de la Liga Árabe en Sirte en noviembre de 2010. Lo hizo como su última opción y, desde entonces, no ha habido entrevista en la que su equipo no haya mencionado la incoherencia de mantener una “Autoridad sin autoridad” o un “cascarón vacío”. La presión occidental e israelí (que a corto plazo obtiene grandes réditos del statu quo) y el miedo al abismo de parte de la población palestina obligaron a retorcer el lenguaje y desde finales de 2011 se pasó a hablar más bien de “repensar” la ANP en vez de disolverla. El pasado diciembre, en cambio, el propio Abbas dejó claro en una entrevista con el diario israelí Haaretz que si el diálogo de paz sigue estancado entregará a Netanyahu las “llaves” de la ANP, en lo que parece más un desesperado grito de auxilio.   

La cúpula palestina tiene en su haber méritos estratégicos recientes, como el reconocimiento del Estado palestino en la ONU, que enorgulleció a los suyos y puso la causa palestina en primera fila.

Pero en general parece desorientada, impotente ante la desigualdad de fuerzas con Israel y superada por su desaparición de la agenda internacional en un Oriente Medio convulso. Su papel es además contradictorio: por un lado, administra las vidas del grueso de los tres millones de habitantes de Cisjordania y, por otro, ejerce de subcontrata de la ocupación israelí y socio responsable de las potencias occidentales, que le piden año tras año paciencia sin ofrecer nada a cambio. Las recientes llamadas del presidente de EE UU, Barack Obama, durante su visita a la zona, para volver a las negociaciones sin condiciones, lo han confirmado. Todo ello en medio de una profunda crisis económica interna que le lleva a incumplir el pago de salarios y del impulso de los movimientos populares de resistencia no violenta, que no sólo señalan al enemigo en el vecino Israel, sino también en Ramala.

Es en esa ciudad cisjordana donde tiene su sede la ANP, nacida de los Acuerdos de Oslo de 1993. Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) pactaron entonces un reparto provisional del territorio en el que la ANP asumiría el mando militar y civil de las áreas urbanas palestinas a excepción de Jerusalén Este (las llamadas áreas A) y el mando civil de otra pequeña parte (las áreas B). Era una división, claramente, favorable a Israel que le permitió asumir el control pleno de la mayor parte del territorio palestino (las áreas C) y el dominio de los recursos naturales. Se trataba de que “la ANP estuviera allí, de manera que no nos tocara a nosotros”, resumía el posteriormente asesinado primer ministro israelí Isaac Rabin.

Oslo tenía una vida programada de cinco años, hasta la negociación de un estatus definitivo, pero 18 años después, la ANP sigue en pie, sobre las frágiles premisas del acuerdo original y otras debilidades añadidas: perdió más control en Cisjordania tras la Segunda Intifada; quedó deshabilitada en Gaza con la llegada al poder de Hamás y mermó su credibilidad popular con el constante aplazamiento de elecciones a causa de la división interna. La  pérdida de popularidad apunta a que, si esos comicios se celebraran, el partido que siempre ha estado al mando de la ANP, Fatah, podría perder aún más poder a manos de su oponente político Hamás.

La ANP es grande en su aparato. Sostiene a 140.000 funcionarios, de los que 60.000 son fuerzas de seguridad. Juega un papel indiscutible en la economía, canalizando buena parte de la ayuda financiera internacional, nada menos que el 30% del Producto Interior Bruto palestino. Pero es endeble en su capacidad de decisión y acción. Los soldados israelíes incursionan, regularmente, en las zonas bajo control de la ANP para hacer registros o detenciones, las autoridades israelíes retienen una y otra vez las recaudaciones de impuestos que corresponde gestionar al Gobierno palestino. Se encarcelan diputados, se obstaculiza el movimiento y un largo etcétera de vulneraciones de acuerdos. La ANP patalea y, últimamente, amenaza con su disolución.

El desmantelamiento de la estructura no es sólo una amenaza de los líderes políticos, también es una petición de una parte de la propia población. El objetivo sería dejar al descubierto un sistema disfuncional y altamente dependiente en el que la fuerza ocupante no asume las responsabilidades que le impone la legislación internacional.

“La lógica de disolver la ANP es tan clara que uno se pregunta por qué Abbas todavía no ha dado ese paso. Al fin y al cabo, la ANP es ahora tan sólo un instrumento para emplear a cientos de miles de palestinos que reciben sus salarios de esa institución y de los donantes internacionales de los que ésta depende. La idea de que los israelíes pudieran ser responsables, de nuevo, de la población palestina debería ser suficientemente aterrorizadora como para llevarles a la mesa de negociación”, dice Steven A. Cook, experto en Oriente Medio del Council on Foreign Relations. Es una propuesta radical, la de resetear, reiniciar por la fuerza, como si se tratase de un ordenador atascado y forzar a que se tomen cartas en el asunto palestino.

Pero llamar la atención y obligar a que otros asuman responsabilidades son dos objetivos de dudoso cumplimiento en un momento como el actual. “Con la Unión Europea y su caos financiero y el mundo árabe, totalmente, revuelto no es de esperar que la comunidad internacional diese una respuesta de peso a la crisis creada por una decisión palestina de desmantelar la ANP. En estas circunstancias, sería una mala ocasión”, asegura el analista israelí Yossi Alpher.

Sin presión internacional, cuesta creer que Israel se convirtiera en un administrador real de los territorios palestinos, una tarea en la que tiene poco que ganar y mucho que perder, de acuerdo a su teoría: "el máximo de territorio, el mínimo de gente". Menos aún con la coalición derechista fruto de las elecciones de enero, que podría optar por impulsar un Gobierno marioneta palestino o aprovechar el vacío de poder inicial para anexionarse la parte de Cisjordania donde menos palestinos hay.

La desaparición de la ANP tendría, eso sí, consecuencias inmediatas en los ámbitos económico, social y político. El flujo de dinero foráneo, que es a día de hoy, completamente, imprescindible para la supervivencia de Cisjordania, quedaría interrumpido y sin los millones de euros y dólares no habría forma de pagar al ejército de empleados públicos, incluidas las fuerzas de seguridad. No suele ser buena idea enfadar a personas armadas. Otra consecuencia previsible sería el reforzamiento de Hamás, con el consiguiente impacto regional.

Las amenazas, cuando se repiten hasta la saciedad, dejan de dar miedo. Pero, aún así, a veces se cumplen. Resulta poco probable que se escoja un momento como el actual para tomar una decisión tan profunda, cuesta creer que los líderes palestinos estén, realmente, dispuestos a abandonar sus puestos. Aún está fresca la inclusión de Palestina en el listado de la ONU, la sensación de éxito de la ANP tras una trayectoria de fracasos. Es improbable, pero puede ocurrir, todavía más cuando se acumulan las deudas y no se vislumbra la luz al final del túnel. La tan manoseada solución de "dos Estados para dos pueblos" quedaría definitivamente enterrada con la disolución, el statu quo saltaría por los aires. Y la realidad de unos acuerdos fallidos quedaría sobre la mesa, desnuda. 

 

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