Hace 60 años que Estados Unidos se esfuerza por crear un servicio secreto de inteligencia de primera categoría sin conseguirlo. Son pocos los agentes capaces de regatear en un bazar extranjero o incluso aspirar a entender un árabe hablado a toda prisa. Tal vez es difícil encontrar a alguien con las cualidades necesarias entre la generación actual de jóvenes estadounidenses. Pero no sería imposible crearlo.

La guerra es el fracaso de los servicios de inteligencia. Cuando éstos fallan, la consecuencia es la guerra de Corea en 1950. La consecuencia es la guerra de Vietnam en 1965. La consecuencia es el 11-S. La consecuencia es el Irak de hoy. La larga guerra en la que Estados Unidos está envuelto es una guerra de información, y la ganará o perderá en función de sus servicios de inteligencia.

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Hace 10 años, los problemas de la CIA consistían en un presupuesto cada vez más reducido, el desbarajuste tecnológico, un personal desanimado, una dirección que cambiaba sin cesar y un sentido errático de su misión. Todo junto formaba un panorama devastador. En sus memorias, George Tenet, director de los servicios centrales de inteligencia durante siete años con los presidentes Bill Clinton y George W. Bush, describe la CIA que heredó en 1997 como una plataforma petrolífera ardiendo en medio de un mar tormentoso. Seis años después del 11-S, el dinero ya no es ninguna preocupación en la agencia, que está trabajando en serio para actualizar sus tecnologías de la información. El general Michael Hayden es quizá su director más capacitado desde Robert Gates, ahora secretario de Defensa, que encabezó los servicios de espionaje hace más de catorce años. Y todo el mundo sabe cuál es su misión: conocer al enemigo, impedir el próximo Pearl Harbor y suministrar al presidente la información que necesita para elaborar una estrategia para Estados Unidos, no para mañana mismo, sino de aquí a cinco años. Son las mismas razones por las que se creó la CIA hace ahora 60 años.

Sin embargo, el general Hayden tiene que llevar a cabo esa misión con la plantilla menos experimentada en la historia de la agencia. La mitad de sus analistas, y más o menos la misma proporción de sus agentes clandestinos, fueron contratados después del 11-S. A medida que los veinteañeros han ido sustituyendo a los de cuarenta y cincuenta y tantos, el resultado ha sido una información más escasa. “Por cada 10 analistas con más de cuatro años de servicio”, testificó el general Hayden, “sólo tenemos a un analista experimentado que lleve entre 10 y 14 años”.

El mayor problema es la captación y formación de ciudadanos estadounidenses que estén dispuestos a dedicar su vida al espionaje. Y es un problema desde hace 60 años.

Los anales de esta agencia están llenos de lamentaciones de los jefes sobre la falta de experiencia de la institución. En una reunión celebrada en la sede central el 23 de enero de 1958, Allen Dulles, uno de sus primeros directores, se quejó de que no sabía a qué elemento del organismo recurrir cuando deseaba información específica sobre la URSS. La CIA no disponía de nadie. Richard Bissell, jefe del servicio clandestino y arquitecto de la invasión de Bahía de Cochinos en 1961, decía que la agencia era esencialmente incompetente. Según Bissell, no contaba con nadie suficientemente capacitado en asuntos militares, análisis político ni análisis económico. Se había convertido en una mera burocracia secreta y, además, “muy descuidada”.

Una generación después, en los primeros años de Reagan, un joven Robert Gates fue ascendido a jefe de análisis de datos gracias a la atención que suscitó un memorándum que había enviado al director, William Casey. “La CIA está convirtiéndose poco a poco en el Ministerio de Agricultura”, escribía Gates, que añadía que el organismo estaba lleno de aficionados “que pretenden ser expertos”. Su trabajo era “irrelevante, carente de interés, demasiado lento para tener algún valor, demasiado estrecho de miras, demasiado falto de imaginación y, la mayoría de las veces, directamente equivocado”. Habían pasado por alto o malinterpretado casi todos los sucesos importantes ocurridos en la Unión Soviética y sus avances en el Tercer Mundo durante los 10 años anteriores.

La CIA nunca ha tenido una edad de oro. Ése es un mito que la propia institución ha creado, producto de la publicidad y la propaganda política de sus primeros tiempos, que sostenían que la agencia podía cambiar el mundo, lo cual ayuda a entender por qué ha permanecido tan inmune a los cambios. Pero la verdad es que ha sufrido el mismo defecto desde el principio: la falta de espías capacitados y bien entrenados. Ya el 27 de octubre de 1952, el general Walter Bedell Smith, director de los servicios centrales de inteligencia durante la guerra de Corea, reunió a sus 26 agentes más veteranos en la sede central y les dijo que mientras la agencia no pudiera crear una reserva de agentes bien entrenados tendría que limitar sus actividades al escaso número de operaciones que podía hacer bien, en vez de intentar cubrir un campo demasiado amplio y obtener malos resultados recurriendo a “un personal inferior”. “No podemos tener gente buena”, se lamentó. “No existe”.

El general Smith tenía razón. El espionaje no es lo que mejor se le da a Estados Unidos. Washington lleva seis décadas intentando crear un servicio secreto de inteligencia de primera categoría, sin conseguirlo, en parte por las cualidades que hacen de los estadounidenses lo que son: quieren que los extranjeros piensen, hablen y sean como ellos. Los océanos que han protegido a EE UU
durante tanto tiempo también han sido un golfo que le ha impedido conocer el mundo. El número de agentes de la CIA que pueden regatear en un bazar de Tayikistán o aspirar a entender una conversación en árabe hablado deprisa sigue siendo prácticamente inexistente. El propio Gates dijo en una

La agencia ha sufrido el mismo defecto desde el principio: la falta de espías capacitados y bien entrenados

ocasión que la CIA es incapaz, desde hace mucho tiempo, de enviar a “un estadounidense de origen asiático a Corea del Norte sin que le identifiquen enseguida como un chico recién salido de Kansas”. Parte del problema son las tradiciones del organismo. La preocupación por su propia seguridad hizo que durante mucho tiempo estuviera prohibido contratar a norteamericanos de primera generación, que tuvieran familiares cercanos viviendo en el extranjero. Siempre han desechado a la gente de procedencias poco usuales, en lugar de acogerla. Cuando era director del servicio, Gates quiso contratar a un ciudadano estadounidense criado en Azerbaiyán. El candidato fue rechazado porque no sacó una nota suficientemente alta en el examen de inglés escrito. Gates se puso furioso. “Tengo aquí a miles de personas que saben escribir en inglés”, gritó, “y en cambio no tengo a nadie que sepa hablar azerí”. Para salir adelante, la CIA va a necesitar una nueva generación de analistas muy cualificados y agentes atrevidos, hombres y mujeres con la disciplina y el espíritu de sacrificio de los mejores oficiales militares, la cultura y los conocimientos históricos de los mejores diplomáticos, y la curiosidad y el sentimiento de aventura de sus mejores corresponsales de prensa.

Quizá es demasiado difícil encontrar lo necesario en la generación actual de jóvenes estadounidenses. Pero no sería imposible crear a esas personas. He aquí unas propuestas hechas con modestia:

• Invertir 20.000 millones de dólares en las Becas Boren a lo largo de los cinco próximos años.
Las Becas Boren, que reciben su nombre del ex senador de Oklahoma David Boren, forman parte del Programa Nacional de Educación para la Seguridad y fueron creadas en 1991 con el fin de formar una nueva generación de profesionales de la seguridad nacional. El presupuesto anual asciende hoy a dos millones de dólares (alrededor de 1,46 millones de euros) para alumnos universitarios y otros dos millones para estudiantes de posgrado. Una inversión ridículamente escasa.

• Utilizar el dinero para enseñar a 100.000 estadounidenses nativos a hablar árabe, chino, farsi, coreano, pastún y urdu.
Veinte mil millones de dólares es una suma que equivale más o menos al coste conjunto de un bombardero espía (2.000 millones), un nuevo submarino (3.000 millones) y tecnología de sistema futuro de combate para equipar a una brigada (15.000 millones).

• Comenzar el programa con alumnos de último curso de bachillerato.
Al cumplir 18 años se comprometerán a estudiar cinco años de idiomas. El reloj empezará a contar al terminar el instituto. Si terminan la carrera con una media de notable o más, aprueban un examen básico de idiomas y cumplen otros requisitos, serán los favoritos para ocupar unos puestos de trabajo con salarios de 100.000 dólares al año en el Ejército, el Departamento de Estado y la CIA.

• Exigirles que cumplan un mínimo de dos años en dichos puestos, antes o después de hacer sus estudios de posgrado.
Tal vez aguantaría hasta el final 1 de cada 10 de los 100.000 alumnos de bachillerato. Pero entonces EE UU dispondría de 10.000 profesionales con conocimiento de idiomas más que hoy. De ellos, quizá 1 de cada 10 tendría las cualidades necesarias para servir a su país como espía en el extranjero, en vez de quedarse en los despachos de color pastel de la Administración estadounidense. Al final, la única forma de conocer lo que piensa el enemigo es hablar con él.
Durante muchos años, decenas de miles de agentes clandestinos no han reunido más que mínimas briznas de informaciones verdaderamente importantes; y ése es el mayor secreto de la agencia. Su misión es extraordinariamente difícil. Pero Estados Unidos sigue sin entender a la gente y a las fuerzas políticas que pretende contener y controlar. La CIA no es aún lo que sus creadores esperaban que fuera. El espionaje es, como dijo el presidente Eisenhower, una necesidad desagradable pero vital. Más vale que Washington aprenda a hacerlo bien. Y es necesario empezar por la lengua, la historia y la cultura.

 

 

¿Algo más?
La historia de la CIA escrita por Tim Weiner, Legacy of Ashes (Doubleday, Nueva York, 2007), ofrece una mirada implacable sobre los errores, los achaques y la resistencia al cambio de la institución durante sus seis decenios. Amy Zegart examina cómo y por qué fallaron las actividades antiterroristas de Estados Unidos en el periodo previo al 11-S en Spying Blind (Princeton University Press, Princeton, Massachusetts, 2007). En A Look Over My Shoulder (Presidio Press, Nueva York, 2003), el ex director de la Agencia Central de Inteligencia Richard Helms afirma que Estados Unidos no ha sabido crear unos servicios de espionaje de primera categoría.

La obra de Thomas Powers The Man Who Kept the Secrets: Richard Helms and the CIA (Alfred A. Knopf, Nueva York, 1979) estudia las actividades del organismo durante la guerra fría. Milt Bearden y James Risen ofrecen el apasionante relato de cómo los agentes antiterroristas del KGB pusieron en peligro a espías de la CIA en la Unión Soviética en The Main Enemy: The Inside Story of the CIA’s Final Showdown with the KGB (Presidio Press, Nueva York, 2004).

El ex agente de la agencia Robert Bauer ofrece un testimonio de primera mano sobre los entresijos de los servicios de espionaje de Estados Unidos en Soldado de la CIA (Editorial Crítica, Barcelona, 2002). La web del Centro para el Estudio de las Informaciones de la CIA ofrece un índice y búsqueda de artículos desclasificados del boletín interno trimestral del organismo, Studies in Intelligence.