Un estudiante venezolano protesta contra la policía en Caracas, mayo 2016. Ronaldo Schemidt/AFP/Getty Images
Un estudiante venezolano protesta contra la policía en Caracas, mayo 2016. Ronaldo Schemidt/AFP/Getty Images

¿Está el país al borde de una implosión?

Unos pocos kilómetros cuadrados de los 900.000 que ocupa todo el suelo venezolano concentran algunas de las instituciones más importantes del país. El llamado “centro” de Caracas, que en realidad está al oeste de la ciudad, alberga el palacio de Miraflores, muchos edificios ministeriales, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) y la sede del Consejo Nacional Electoral (CNE). El corazón de esta maltrecha capital ha sido sin quererlo protagonista en las últimas semanas de una serie de altercados que la han puesto en el foco mediático mundial y que dan cuenta de la profunda crisis política, económica y social, así como la dificultad de que se resuelva a través del diálogo.

Venezuela está a punto de implosionar. Desde Crisis Group se advierte desde hace años que la combinación de gobiernos autoritarios, la mala gestión económica y el crimen es una fórmula tóxica que solo lleva al desastre. La crisis se generó en el 2013, cuando el carismático Hugo Chávez murió prematuramente víctima del cáncer. En noviembre de 2014 el precio del petróleo, piedra angular de la economía venezolana, bajaba drásticamente. Tres años después, Venezuela es un país mucho más disfuncional: los bienes básicos escasean, las tasas de inflación son de tres cifras y los servicios públicos están colapsados, por no hablar de la dramática precariedad de la atención sanitaria.

En las elecciones parlamentarias del pasado diciembre, la alianza opositora Mesa de la Unidad Democrática (MUD) ganó el control de la Asamblea Nacional. Si bien el presidente Nicolás Maduro reconoció el resultado, desde entonces ha usado el control que ejerce sobre otros poderes del Estado –especialmente el Poder Judicial– para bloquear cada iniciativa parlamentaria y despojar a la Asamblea de muchos de sus poderes constitucionales, entre ellos el de controlar otros poderes. Buen ejemplo de ello es el decreto de estado de emergencia anunciado por el presidente el 13 de mayo declarado constitucional por el Tribunal Supremo, a pesar de haber sido desaprobado por la Asamblea. Sus líderes, a quienes Maduro amenaza con acusar por traición a la patria, forman parte de un órgano que, a ojos de Maduro, se ha quedado obsoleto.

La MUD está tratando de activar una disposición de la constitución de 1999, introducida por el mismo Chávez, que permitiría revocar el mandato de Nicolás Maduro. Para que eso pase, y bajo las reglas elaboradas por el CNE después de que Chávez casi fuera depuesto de esta forma en 2004, los partidarios que promuevan esta iniciativa deben antes obtener la firma de al menos el 1% del electorado. Una vez que estas firmas hayan sido validadas, la oposición tendría permiso para pedir al 20% de los votantes que secunden la petición de referéndum.

Pero el CNE, controlado por el Gobierno, está poniendo todos los obstáculos posibles para demorar la iniciativa, ya sea buscando pretextos absurdos como anulando las firmas de las personas que no firmaron en el estado donde están registrados para votar, o anulando reuniones con la oposición en el último minuto. Si la autoridad electoral aprobase la décima parte de los dos millones de firmas que presentó la MUD –más de diez veces el número requerido– se necesitaría una segunda ronda de firmas antes del referéndum. Y aunque este se celebrase, tendría que ser antes de mediados de enero de 2017 para que haya elecciones presidenciales.

La constitución permite que a partir de entonces el vicepresidente complete los dos años restantes del mandato presidencial. Esta no sería una mala opción para el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y sus aliados militares, pues podrían usar el referéndum en 2017 para deshacerse de un presidente impopular sin tener que dejar al poder. Las encuestas sugieren que casi tres cuartas partes del electorado quiere que Maduro deje su cargo este año, aunque el Gobierno insiste en que esto no va a ser posible.

Mientras tanto, parte de la comunidad internacional cree que ha habido “alteraciones graves al orden democrático” en Venezuela, que requieren que la OEA active la Carta Democrática. Así lo expresó el 31 de mayo el Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, en un devastador informe de 132 páginas sobre la crisis en Venezuela. “El futuro de la democracia en Venezuela” depende de que se realice un referéndum revocatorio este año, sostiene Almagro.

Al día siguiente se reunió en Washington el consejo permanente de la OEA compuesto por los embajadores de los Estados miembros. Tras varias horas de intenso debate, el consejo únicamente accedió a apoyar una iniciativa tentativa de diálogo facilitada por ex presidentes que la MUD considera cercanos a Maduro. La OEA se reserva, por ahora, la activación de la Carta Democrática que podría en última instancia derivar en la suspensión de Venezuela de este organismo.

El Gobierno leyó la resolución de la OEA como una victoria diplomática, aunque Maduro no tardó en llamar a Almagro “basura” y pedirle que se metiera el informe “donde le quepa”. También la oposición cantó victoria y citó el énfasis de la resolución en la importancia del “pleno respeto de los derechos humanos” y la “consolidación de la democracia representativa”.

Lejos de Washington, Caracas es víctima de un drama cotidiano. Bajo el nuevo decreto de emergencia, el presidente puede hacer todo lo que crea necesario para garantizar la distribución de alimentos y otros productos básicos. Por eso ha autorizado a militares y simpatizantes civiles del oficialismo a “mantener el orden” y a distribuir los alimentos por medio de una red de comités populares conocidos como CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción). Entre los miembros de los CLAP están organizaciones políticas armadas como el Frente Francisco de Miranda (FFM). No es sorprendente que los CLAP ya hayan sido acusados de corrupción y favoritismo político.

El 2 de junio, cuando miles de personas hacían cola en las calles del centro esperando la llegada de los camiones de alimentos, los CLAP anunciaron que no se venderían más productos a precios controlados en los almacenes. Los camiones de alimentos fueron desviados a depósitos de alimentos del Gobierno con el pretexto de que iban a ser distribuidos puerta por puerta. El resultado fue un enfrentamiento sin precedentes durante dos horas entre ciudadanos furiosos y escuadrones antidisturbios de la policía y la Guardia Nacional, tan solo a unas pocas cuadras del Parlamento y el palacio presidencial. Al enfrentamiento se sumaron estudiantes que habían estado protestando en las cercanías. Las fuerzas de seguridad emplearon gas lacrimógeno, y una veintena de periodistas que cubrían los enfrentamientos fueron golpeados y asaltados por civiles armados mientras las fuerzas de seguridad eran testigos indiferentes de la violencia.

No muy lejos de donde estaba ocurriendo el enfrentamiento, los líderes de la MUD se dirigían a una reunión programada con la junta del CNE. La autoridad electoral había prometido que terminaría de validar las firmas el 2 de junio, tras lo cual los firmantes deberán someterse a la toma de huellas dactilares electrónica en centros designados. Sin embargo, el CNE no solo no activó la siguiente fase, sino que canceló la reunión con la MUD con cinco minutos de antelación y por quinta vez consecutiva. Tres meses después de anunciar su intención de activar el referéndum revocatorio, la MUD aún no ha logrado superar el primer obstáculo.

Más que el mismo Maduro, quien mejor personifica ese obstáculo es Jorge Rodríguez, del núcleo duro del PSUV, hermano de la ministra de Relaciones Exteriores, Delcy Rodríguez, y alcalde del municipio Libertador, que abarca la mitad occidental de Caracas. Como alcalde, ha declarado el municipio una “zona de paz” en la que el derecho constitucional a manifestarse de forma pacífica ha sido suspendido para la oposición. Rodríguez, ex vicepresidente de Chávez y cabeza del CNE, también dirige una inusual comisión presidencial carente de estatus legal encargada de verificar las firmas del referéndum para revocar a Maduro, lo cual corresponde legalmente al CNE. Frecuentemente Rodríguez sale con alguna declaración incendiaria acusando a la MUD de falsificar cientos de miles de firmas.

Cuando el ex presidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero y dos ex presidentes latinoamericanos celebraron negociaciones exploratorias con representantes del Gobierno venezolano y la oposición en la República Dominicana a finales de mayo, fue Jorge Rodríguez quien encabezó la delegación del PSUV, junto con su hermana, la ministra de Relaciones Exteriores. La MUD los acusó de sabotear la reunión confidencial filtrando a la prensa oficial un relato distorsionado del encuentro.

El alcalde de Libertador es miembro del denominado “Grupo de los Seis”, o círculo íntimo del presidente. En sus manos está dejar de bloquear el referéndum revocatorio del cual, en palabras de Almagro, depende el futuro democrático de Venezuela.

Este referéndum debe ser precisamente el primer punto de la agenda de cualquier futura sesión de negociaciones. Si se continúa obstruyendo la celebración de una disposición constitucional por parte de la oposición, la OEA debería activar inmediatamente la Carta Democrática.

Mientras tanto pasear por las calles de Venezuela es cada día más peligroso. Un diálogo prolongado e inconcluso no es la salida, de hecho hasta podría empeorar la situación. Se debe convencer al Gobierno de que tome medidas inmediatas para evitar la catástrofe, entre ellas dejar de bloquear los intentos de convocar un referéndum, permitir el normal funcionamiento de la Asamblea, liberar a todos los presos políticos y permitir la ayuda humanitaria internacional que este país necesita urgentemente.

Puede consultar la versión original en inglés de este artículo aquí.