En su intento de avanzar en numerosas direcciones el país puede quedarse en un camino a ninguna parte.

El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, en un discurso ante los miembros de su partido AKP, frente los retratos de Mustafa Kemal Ataturk y de sí mismo ADEM ALTAN/AFP/Getty Images

Son muy frecuentes en los últimos meses, sobre todo a raíz de las revueltas de la primavera árabe, los análisis sobre la ventajosa situación en que se encuentra Turquía tras una década de Gobierno del islamista Partido Justicia y Desarrollo (AKP), con Recep Tayyip Erdogan como primer ministro. Se destaca la profundización en la democratización del país, la definitiva sumisión al poder civil de las otrora omnipotentes Fuerzas Armadas, el sostenido crecimiento económico, o su renovado  papel como potencia regional y global. Además se expresa con voz propia, lo que la ha convertido en un referente político para el actual proceso, supuestamente democratizador, de Oriente Medio.

Siendo todo ello cierto, no lo es menos que la primera víctima de ese cambio de signo político en el Gobierno de Ankara ha sido el propósito que llevó en 1923 a Mustafá Kemal Atatürk a construir, sobre los escombros del Imperio Otomano, una nueva República de Turquía. Su deseo no era otro que el convertir al país en uno plenamente europeo, que se pudiese integrar como uno más en las instituciones del Viejo Continente. Sin embargo, por mucho que Turquía diese la espalda a Oriente Medio, en realidad ese esfuerzo transformador sólo alcanzó a ciertas capas de la población urbana y a unas Fuerzas Armadas sin cuyo férreo control todo amenazaba con derrumbarse.

Aunque no cabe duda de que Turquía sea un puente entre continentes y civilizaciones, los cimientos de ese puente no son sólidos en ninguna dirección. Para los europeos, los turcos fueron los liquidadores en 1453 del Imperio Bizantino, quienes pusieron sitio a Viena en 1683 o a quienes los pueblos balcánicos combatieron hasta el siglo XX para recuperar su independencia. Para los árabes, los turcos son un pueblo llegado del remoto Altai en Siberia en la estela de las invasiones bárbaras que destruyeron los Califatos Omeya y Abasí, dando fin a la época de mayor esplendor del islam, y que tras siglos de humillante dominación otomana dejaron a la nación árabe dividida y controlada por las potencias occidentales.

Por tanto, los únicos vínculos fraternales de los turcos son con los restantes pueblos de etnia altaica (azeríes, turkmenos, uzbecos, kazajos, o kirguises), con quienes al finalizar la Guerra Fría el entonces presidente Turgut Özal intentó estrechar lazos promoviendo el llamado panturquismo. Sin embargo, esa iniciativa tuvo poco recorrido, ya que los líderes de esos nuevos países independientes, tras dos siglos de dominación rusa y soviética, optaron por dar prioridad a sus vínculos con Moscú.

Con la citada victoria del AKP en 2002 se adoptó una nueva política exterior, diseñada por el profesor, y actual ministro de Asuntos Exteriores, Ahmet Davutoglu, pretendidamente multidimensional. Este modelo se ha materializado en un alejamiento de los aliados occidentales, como se puso de manifiesto en 2003 con la negativa a ceder su territorio para invadir Irak desde el norte. Por lo que respecta a las negociaciones de ingreso en la UE, las intenciones de Turquía no cambiaron con la llegada al poder del AKP. De hecho, el Consejo Europeo de diciembre de 2004 constató las positivas reformas turcas y decidió abrir en octubre de 2005 las negociaciones para su definitiva incorporación.

Sin embargo, esas negociaciones se encuentran prácticamente paralizadas. Probablemente nunca se debería haber dado esperanzas a Ankara de que su ingreso era un objetivo alcanzable, de entrada porque Alemania y Francia se oponen frontalmente, y sobre todo por el sempiterno conflicto con Chipre, miembro de la UE, cuyo tercio septentrional permanece en manos turcas desde 1974. Parecería mucho más realista replantear la opción de “todo menos las instituciones“, un estatus próximo al reconocimiento pleno, beneficioso para ambas partes, pero que evitaría los inconvenientes de que Turquía, que se percibe como “demasiado poblada, demasiado pobre y demasiado musulmana”, sea miembro de pleno derecho.

Con respecto a la actitud de Turquía frente las revueltas árabes, parece haber sido fruto más de la improvisación que de un plan coherente. En Túnez se adoptó un perfil bajo, ante la lejanía geográfica y la falta de intereses directos. En Egipto, Erdogan se apresuró a pedir la renuncia de Hosni Mubarak, con el que mantenía una mala relación personal, incluso cuando Washington todavía apostaba por mantener el statu quo. Sin embargo, su papel en la crisis de Libia fue mucho más complejo, ya que allí las inversiones turcas superaban los 20.000 millones de dólares (unos 15.000 millones de euros), por lo que en principio se opuso al establecimiento de sanciones, con el argumento de que sólo servirían para hacer sufrir al pueblo libio.

Cuando en el Consejo de Seguridad de la ONU se aprobó el 17 de marzo el uso de la fuerza para detener a Muamar el Gadafi, la postura inicial de Turquía fue la de oponerse a que la OTAN se hiciera cargo de las operaciones militares. Pocos días después, sin embargo, lo autorizó e incorporó a sus fuerzas, pero manteniendo abierta, hasta mayo, la vía de la negociación política con el régimen de Trípoli. Ese doble juego se reprodujo en Siria: a la vez que Ankara intentó mantener unas buenas relaciones con el Gobierno de Damasco para impulsar las reformas desde dentro del régimen, se fueron estableciendo vínculos con la oposición, en especial con la rama local de los Hermanos Musulmanes, a los que ha albergado en su territorio y permitido reunirse en Estambul.

Hacia el Este, la relación de Turquía con el Irak post-Sadam Hussein ha sido realmente compleja, ya que por una parte Ankara se ha erigido ocasionalmente en valedor de los derechos de la minoría suní, frente al gobierno chií de Nuri al Maliki, y por otra ha acusado a Bagdad de no hacer lo suficiente para controlar la república kurda del norte de Irak, territorio independiente de facto desde el que el “Partido de los Trabajadores del Kurdistán” planifica sus acciones armadas en el sureste de Turquía. De hecho, es relativamente frecuente que el Ejército turco cruce la frontera sin autorización en persecución de los guerrilleros kurdos, como ocurrió en octubre de 2011.

Por lo que respecta a la República Islámica de Irán, por lógica un país suní y miembro de la OTAN como Turquía debería enfrentarse a un país chií que desafía a Occidente con su programa nuclear. Sin embargo, Erdogan ha venido apoyando a Mahmud Ahmadineyad, por ejemplo, con su propuesta de 2010 para que Teherán enriqueciese uranio en territorio turco y de ese modo pudiese continuar su programa. Esa actitud, frente a una amenaza que Israel percibe como existencial, ha dado también al traste con la asociación estratégica que en los 90 establecieron los gobiernos de Ankara y Tel Aviv , tanto más ante el decidido apoyo de Turquía al Gobierno de Hamás en Gaza, con episodios como el ataque en 2010 a la Flotilla de la Libertad, en el que murieron nueve activistas turcos que pretendían romper el bloqueo marítimo israelí a la Franja de Gaza.

Por último, cabe citar que la frontera terrestre de Turquía con Armenia permanece cerrada desde 1993. La firma en octubre de 2009 de los Protocolos de Zurich parecía un importante paso en la normalización de relaciones entre ambos países, pero su proceso de ratificación ha fracasado, entre otras cosas por la presión ejercida sobre Turquía por su aliado Azerbaiyán debida al conflicto de Nagorno Karabaj. En paralelo, la influyente comunidad armenia de Francia ha logrado la aprobación en este país, el pasado enero, de una ley que penaliza la negación del genocidio armenio de 1915-1917 a manos del Imperio Otomano, lo que ha provocado la airada reacción de Ankara, que lo ha calificado de “acto irresponsable” y ha amenazado con adoptar represalias.

El resultado de la pretendida política del ministro Davutoglu de cero problemas con sus vecinos ha sido la multiplicación de conflictos en todas las direcciones. No parece por tanto que su balance sea muy positivo, salvo la satisfacción que para los actuales dirigentes turcos, todos ellos islamistas y procedentes del centro de Anatolia, pueda representar el creciente orgullo neo-otomano del país, el revival religioso tan evidente al pasear por las calles de Estambul, o la revancha por vía judicial contra los jefes militares que reprimieron en el pasado toda veleidad contraria a los principios kemalistas de la República. Se podría concluir que, en ocasiones, el intentar avanzar en todas las direcciones puede conducir finalmente hacia un camino a ninguna parte.

 

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