Los líderes europeos critican el multiculturalismo en un intento de atraer a los votantes de extrema derecha. Pero con ello están poniendo en peligro decenios de avances en las relaciones con las minorías musulmanas.

 

Uno tras otro, los líderes de los tres países con el mayor número de inmigrantes de Europa han decidido rechazar solemnemente una política que hace mucho que dejó de existir. En los últimos meses, la canciller alemana Angela Merkel, el primer ministro británico David Cameron y el presidente francés, Nicolas Sarkozy, han dejado claro que el multiculturalismo no va a seguir siendo la doctrina europea para la integración de los inmigrantes.

"La estrategia multicultural, según la cual debemos vivir y ser felices unos al lado de otros, ha fracasado por completo", declaró Merkel en un discurso en octubre de 2010.

"Con la doctrina del multiculturalismo de Estado, hemos fomentado que distintas culturas vivan vidas aparte, separadas unas de otras y separadas de la población en general. No hemos sido capaces de ofrecer una visión de la sociedad a la que sientan que quieren pertenecer", dijo Cameron en febrero de 2011.

"El multiculturalismo es un fracaso. La verdad es que, en nuestras democracias, nos ha importado demasiado la identidad del inmigrante y demasiado poco la del país que le daba acogida", anunció Nicolas Sarkozy en la televisión gala ese mismo mes.

 

AFP/Gettyimages

 

Estas declaraciones, que coinciden de forma poco habitual, parecen señalar un punto de inflexión en las relaciones de Europa con su población musulmana, que es el objetivo de esas reformas que proponen. Los discursos pretendían transmitir la imagen de unos dirigentes políticos con pleno control de su destino nacional y en plena tarea de trazar un rumbo nuevo y audaz para sus respectivas sociedades. Pero la realidad es mucho menos grandiosa. Merkel, Cameron y Sarkozy están tratando de conectar con sus votantes de extrema derecha atacando con fiereza a un hombre de paja -el multiculturalismo- y ofreciendo muy pocos planes específicos que concreten el nuevo rumbo que proponen.

Asimismo están ignorando y poniendo en peligro años de trabajo de sus propios ministerios del Interior para perfeccionar y perfilar una nueva generación de políticas exigentes pero justas dirigidas a tratar con las organizaciones musulmanas locales. Y, en el proceso, están alimentando precisamente el fuego que pretenden contener con sus discursos: un populismo de extrema derecha cada vez más extendido, basado en el rechazo al islam.

Las opiniones contra los inmigrantes que habían empezado a oírse en Europa a finales del siglo XX adquirieron más intensidad durante el pánico al terrorismo de los primeros años de este siglo y se han visto reforzadas por un sentimiento creciente contra el islam desde que comenzó la presente década. Lo que ocurre es que estamos empezando a sentir el efecto político negativo de las crisis económicas de 2008-2009,  y el resultado es una significativa ola populista en toda Europa occidental.

Esta ola suele adoptar la forma de partidos de extrema derecha, aunque algunos de ellos, por ejemplo en los Países Bajos y Gran Bretaña, incorporen elementos progresistas como la defensa de los derechos de los homosexuales y los de las mujeres. (La English Defence League posee una rama judía y otra gay.) Ahora bien, todos estos movimientos tienen una cosa en común: se oponen de forma explícita al islam. Igual que el antisemitismo fue el denominador común de los movimientos populistas en los años treinta, la obsesión con la inmigración musulmana se ha convertido en el rasgo fundamental de los partidos antisistema en la Europa actual. La consecuencia lógica es que los partidos de centro derecha se sienten obligados a radicalizarse, a irse hacia el extremo, por miedo a perder votos.

Y hacia el extremo se han ido. En Alemania, el discurso de Merkel estaba pensado para entrar en el debate nacional desencadenado por el libro de Thilo Sarrazin, Deutschland schafft sich ab ("Alemania se deshace de sí misma") y contentar al ala agresivamente nativista de su coalición de gobierno. Sarrazin, antiguo miembro del consejo del Bundesbank y del Partido Socialdemócrata, SPD, ha vendido más de un millón de ejemplares de su libro, que denuncia que Alemania ha empeorado por culpa de la inmigración musulmana. En Gran Bretaña, Cameron debe vigilar al ala populista de su partido además del Partido Nacional Británico.

En Holanda, el primer ministro, Mark Rutte, está tomando drásticas medidas contra el pañuelo en la cabeza y otras conductas propias de la religiosidad musulmana entre los empleados públicos y los beneficiarios del subsidio de desempleo a cambio del apoyo parlamentario de la facción antiislam de Geert Wilders. En Francia, Nicolas Sarkozy, que en 2007 logró arrebatar votantes al Frente Nacional de  Jean-Marie Le Pen al abordar el tema de la "identidad nacional", mantuvo viva la llama con un debate oficial sobre el asunto en 2009 y otro sobre el burka en 2010. Para esta primavera, su partido, UMP, ha anunciado otro debate sobre "el islam y la laicidad", nombre que da Francia a su política oficial de neutralidad religiosa.

Sin embargo, estos tres líderes están luchando contra un fantasma. El vilipendiado "multiculturalismo", que los tres han destacado en sus invectivas, es un anacronismo político. Su significado tradicional -permitir que distintas comunidades vivan segregadas de la sociedad o incluso al margen de los dictados del Estado- quedó abandonado hace mucho tiempo en los países europeos.

El alboroto actual sobre la "compatibilidad" del islam con los valores europeos tenía más sentido a principios y mediados de los 90, cuando todavía se mataban corderos en bañeras, llegaban imanes extranjeros con visados de turistas y rezar en las aceras era la única opción que tenían muchos musulmanes. En aquella época, las prácticas religiosas de los musulmanes en Alemania -como en prácticamente el resto de Europa- seguían considerándose una cuestión de relaciones exteriores, no de política interior. Durante los últimos veinte años, Alemania, Gran Bretaña y Francia, que en conjunto albergan a unos dos tercios de los 16 millones de musulmanes europeos, se han esforzado para adaptar la práctica del islam a la de las otras grandes comunidades religiosas y, al mismo tiempo, cooperar con los grupos musulmanes para marginar a los extremistas violentos. Tras años de mantener el islam fuera de las instituciones nacionales, las autoridades empezaron a tratarlo como una religión nacional igual que las otras, animaron a los musulmanes a adoptar la nacionalidad de su país de acogida e incorporaron a las organizaciones islámicas. Docenas de políticos con cargos de responsabilidad nacional -incluido Sarkozy- gastaron importantes recursos y un considerable capital político en este proceso durante los primeros años de este siglo, y a nadie se le habría ocurrido pensar que sus soluciones eran multiculturalismo. Sin embargo, ahora, los dirigentes europeos quieren sacudirse esa sombra. ¿Qué es, en concreto, lo que proponen cambiar?

Hace mucho tiempo que los partidos de centro derecha en Europa acostumbran a apropiarse de las propuestas de la extrema derecha sobre inseguridad, inmigración e islam -por ejemplo, hace mucho que la izquierda denuncia la lepenización de la política francesa-, pero este último giro populista presenta varios problemas prácticos y políticos. Una diferencia fundamental entre la reacción contra el islam y otras oleadas anteriores de sentimiento antiinmigrantes es que las comunidades a las que afecta ya no están formadas por inmigrantes, sino por ciudadanos de pleno derecho, y la llegada de nuevos trabajadores se ha reducido enormemente. La vieja retórica de la extrema derecha que culpaba a los extranjeros de todos los problemas sociales y económicos ("dos millones de desempleados = dos millones de inmigrantes", era el eslogan de Le Pen en 1983) ya no funciona, porque su consecuencia lógica -deportarlos- es imposible desde el punto de vista legal.

¿Pero acaso es mejor el lenguaje suave que están utilizando ahora los líderes europeos? La retórica de Cameron, por ejemplo, se desliza entre su receta de "lo que hace un país auténticamente liberal" -es decir, promover "la libertad de expresión, la libertad de culto, la democracia, el imperio de la ley y la igualdad de derechos independientemente de la raza, el sexo y la orientación sexual"- y la prueba de compromiso que propone para las organizaciones musulmanas, con preguntas como "¿Creen en los derechos humanos universales?" Es evidente que "pertenecer" a Gran Bretaña no exige ser defensor de los derechos de los homosexuales ni el feminismo, porque muchos grupos nativos no pasarían la prueba. Y ésa es la misma dirección que emprendieron varios landers alemanes en 2007 cuando añadieron varias preguntas de vida efímera al proceso de nacionalización que indagaban en la actitud de los aspirantes musulmanes respecto a la sharia, Israel y la cohabitación entre personas del mismo sexo.

El vocabulario actual representa un paso atrás a una época en la que los gobiernos preferían llevar orejeras que agarrar la historia por los cuernos. "El islam no tiene hueco en Alemania", dice hoy el nuevo ministro alemán del Interior, Hans-Peter Friedrich, en una nueva versión del viejo dicho democristiano que afirmaba que "Alemania no es un país de inmigración". Una obstrucción ideológica disfrazada de observación fría.

Pero las recetas políticas no son mucho más estimulantes. David Cameron ofrece dos ideas concretas: retirar las subvenciones públicas a las organizaciones musulmanas antidemocráticas y dejar de compartir "planes ministeriales" con grupos cuyos valores no nos gustan. Lo primero ya ha empezado a ocurrir como efecto secundario de los recortes presupuestarios del pasado mes de octubre, y lo segundo -interrumpir la colaboración con grupos islamistas no violentos contra el radicalismo- ha provocado un desacuerdo interno de la coalición sobre la cuestión de si el extremismo no violento es una puerta o un obstáculo para el terrorismo. El vice primer ministro, Nick Clegg, del partido Demócrata Liberal, afirmó después del discurso de su jefe que, "si de verdad confiamos en la fuerza de nuestros valores liberales, debemos confiar en su capacidad de derrotar los argumentos de nuestros adversarios, que son inferiores… Como no se gana una lucha es abandonando el cuadrilátero. Hay que quedarse y vencer.”

La afirmación de Clegg es asombrosamente parecida a la lógica que empleó Sarkozy en 2003 al rechazar las críticas a su diálogo con grupos islámicos cuando era ministro del Interior: "Si les parece que el islam es incompatible con la República, ¿qué hacemos con los cinco millones de personas de origen musulmán que viven en Francia? ¿Las expulsamos, las convertimos o les pedimos que no practiquen su religión? Junto con el Consejo Francés para la Religión Musulmana, estamos organizando un islam que sea compatible con los valores de la República". Por cierto, los máximos índices de aprobación que ha tenido Sarkozy hasta ahora (58-59%) se dieron entre enero y mayo de 2003, durante su colaboración con el Consejo Francés para la Religión Musulmana.

El deseo comprensible que tienen los líderes europeos de vigilar su flanco derecho puede serles contraproducente. Los gobernantes han dado más amplitud al descontento contra el islam porque lo han convertido en algo oficial y respetable. Los debates sobre la "identidad nacional" y el burka en Francia fueron claros guiños al electorado del Frente Nacional. Pero, como dijo una vez el propio Le Pen, los votantes suelen preferir el original que la fotocopia. La estrategia de Sarkozy, en vez de contener el peligro de la extrema derecha en Francia, parece haber dado la razón a la histórica insistencia del FN en que los musulmanes son una amenaza contra la identidad francesa. Por ejemplo, según algunos sondeos, Martine Le Pen, hija de Jean-Marie, que ha asumido en los últimos tiempos el liderazgo del partido, está en cabeza para la primera ronda de las elecciones presidenciales de 2012. Hace poco comentó: "Un poco más de palabrería sobre el islam y la laicidad, y pronto llegaré al 25%". Y eso es exactamente lo que ha sucedido.

La población musulmana de Italia, Gran Bretaña, Bélgica y Suecia se duplicará seguramente de aquí a 2030

Además, infundir el miedo al islam no es ninguna fórmula garantizada para tener tranquilidad interna. Los ciudadanos musulmanes pueden hartarse de ser el blanco, no sólo de los partidos de extrema derecha, sino de los gobiernos centristas. Y eso puede proporcionar una causa común a poblaciones musulmanas muy distintas y dispersas, divididas por la etnia y el origen nacional, por el sectarismo y la orientación ideológica. En otras palabras, imponer restricciones a la libertad religiosa sin garantizar una igualdad institucional básica para el islam puede acabar haciendo que los musulmanes se agrupen en defensa de sus valores religiosos, precisamente lo que los gobiernos están intentando evitar.

La postura actual de Merkel, Cameron y Sarkozy puede desbaratar asimismo los esfuerzos de la última década para integrar a las comunidades musulmanas, crear nuevas divisiones y deshacer los sutiles logros políticos de los últimos años, los compromisos obtenidos por los Estados de los grupos islámicos en el sentido de que iban a respetar las leyes civiles y adaptar sus prácticas al contexto local.

Los gobiernos tienen que decidir entre dos opciones, las mismas que desde hace años: remangarse y hacer de mediadores entre distintos grupos religiosos, o mantener los puños bien abrochados y dejar que otros gobiernos y movimientos transnacionales se encarguen de esa tarea. Estos problemas no van a desaparecer por sí solos. Las últimas proyecciones demográficas publicadas por el Pew Forum prevén un aumento global de las minorías musulmanas en Europa del 6% al 8% de la población total en los próximos 20 años. La población musulmana de Italia, Gran Bretaña, Bélgica y Suecia se duplicará seguramente de aquí a 2030. Y esos musulmanes serán, cada vez más, ciudadanos nativos, nacidos y educados en sus respectivas sociedades. Ya no serán meros objetos de debates políticos, sino que cada vez más participarán en ellas como miembros de pleno derecho de la sociedad, aunque sigan siendo una minoría. Más importante que su número será qué tipo de ciudadanos se les enseña a ser.

¿Buscarán los partidos políticos la participación musulmana? ¿Responderán los planificadores educativos y universitarios a los retos que representa una minoría étnicamente distinta y en situación de desventaja económica? ¿Habrá un ambiente de libertad religiosa y esfuerzos para castigar la discriminación ilegal? ¿O vencerán las fuerzas de la intolerancia y la mutua sospecha? La pasada década nos suministró algunos ejemplos alentadores de "relaciones entre mezquita y Estado", pero ésta no ha comenzado de forma prometedora. Muchos no musulmanes están muy preocupados por su futuro en una Europa cambiante. Pero la perspectiva de que la integración fracase debería asustar mucho más a todos los afectados.

 

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