La nación del arcoíris ha llegado por fin al escenario mundial, pero ¿se ha dejado la conciencia en casa?

AFP/Getty Images
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No mucho después de mudarme a Suráfrica, a mediados de 2009, fui invitada al relanzamiento que celebró el Gobierno de su marca nacional. Entre canapés y cócteles en un pabellón con vistas al puerto de Ciudad del Cabo, Paul Bannister, un bronceado consejero delegado de una división gubernamental dedicada al marketing llamada Brand South Africa, contó a un grupo de periodistas que había llegado el momento de dejar atrás a Nelson Mandela y el tema de la nación del arcoíris para avanzar hacia una identidad nacional nueva y más potente.

 

El modo de caracterizar esta nueva identidad, no obstante, planteaba un problema más complicado. Bannister nos presentó una serie de conceptos creados por agencias de publicidad; cada uno más vago y más made in Madison Avenue que el anterior: “Suráfrica: llena de vida y de posibilidades”. “Un país que inspira a otros de diferentes modos”.  “The Apple of nations: Think different!”.

 

No pude evitar volver a acordarme de este relanzamiento de la marca el pasado otoño cuando el Gobierno surafricano se negó a conceder al Dalai Lama un visado para asistir a la fiesta de cumpleaños del arzobispo emérito Desmond Tutu en Ciudad del Cabo. Incluso Tutu estaba perplejo. Si hay un país que debería dar la bienvenida al exiliado líder espiritual tibetano con los brazos abiertos debería ser Suráfrica, que salió hace tan poco de su propia —y mundialmente famosa— lucha contra un régimen represivo. La negativa —se quejó Tutu— le recordaba “el modo en que las autoridades trataban las solicitudes de documentos para viajar que presentaban los surafricanos negros bajo el apartheid".

 

A decir verdad, la política exterior de Suráfrica ha sido desconcertante —e inquietante— durante años. En 2007, el país votó contra una resolución de Naciones Unidas que hacía un llamamiento a la junta militar de Myanmar (antigua Birmania) para que detuviera sus violaciones de los derechos humanos. Un año después contribuyó a frustrar un intento de la ONU para imponer sanciones sobre el catastrófico presidente de Zimbabue Robert Mugabe, a pesar de que —como el embajador estadounidense señaló airadamente ante la ONU— sanciones similares emprendidas 20 años antes habían contribuido a librar a Suráfrica del apartheid. Con frecuencia los diplomáticos del país han dado una impresión de confusión, movilizándose contra regímenes díscolos sólo para echarse atrás rápidamente después. El pasado marzo, por ejemplo, tras respaldar primero la resolución de la ONU que imponía una zona de exclusión aérea para apoyar a los rebeldes libios que luchaban contra el coronel Muammar el Gadafi, Suráfrica cambió de dirección para vapulear la resultante campaña de bombardeos de la OTAN, resistirse a facilitar 1.500 millones de dólares (unos 1.200 millones de euros) en activos a los rebeldes y quejarse sobre el poco ceremonioso modo en que se hizo huir a Gadafi de Trípoli. El propio presidente Jacob Zuma voló hasta la ciudad en mayo y expresó su simpatía por el ex líder libio, señalando que los bombardeos se habían “cobrado las vidas de su hijo y sus nietos”.

 

¿Qué es lo que está pasando aquí? ¿Ha olvidado Suráfrica su propia e inspiradora narrativa con este rechazo a promover la causa de los derechos humanos internacionalmente? Para muchos, la historia de la lamentable huella que Suráfrica está dejando en el mundo es en gran medida el relato de una economía en ascenso que se antepone a vaporosos ideales. A pocas de las informaciones sobre el lío del Dalai Lama (la segunda vez en dos años que Suráfrica se negaba a concederle un visado) se les escapó señalar que este coincidía con el viaje del vicepresidente surafricano a Pekín para anunciar un acuerdo de inversión con China de 2.500 millones de dólares. Gadafi también gastó generosamente en Suráfrica; era propietario del lujoso y dorado Hotel Michelangelo que se alza sobre el distrito financiero de Johannesburgo. Y el vecino Zimbabue, sin tener en cuenta su arriesgada situación bajo Mugabe, es un codiciado objetivo para la inversión surafricana. La nación del arcoíris parece decidida estos días a ganarse su identidad como una nueva superpotencia regional —la “S” recientemente invitada a unirse a las florecientes economías de los BRIC (Brasil, Rusia, la India y China).

 

Pero no fue así como comenzó todo. En los años que siguieron a su transición democrática, Suráfrica tendió a recurrir por defecto a una política exterior dictada por los principios de su lucha por la liberación. Un documento sobre política exterior escrito en 1994 por el Congreso Nacional Africano (CNA), el movimiento encabezado por Mandela que se convirtió en partido gobernante ese año, lo manifestaba de un modo sencillo: La “lucha para poner fin al  apartheid era una lucha global” y Suráfrica debería hacer honor a su historia embarcándose en “una campaña por los derechos humanos a nivel mundial”. En 1996, cumpliendo con este principio, el entonces presidente Mandela dio personalmente la bienvenida al Dalai Lama al Parlamento surafricano. El país parecía destinado a tener una política exterior que se correspondiera con su pasado, estableciéndose como un faro moral y una conciencia global.

 

Más de 15 años después, es llamativo lo mucho que eso ha cambiado. No hace mucho, el analista político surafricano Eusebius McKaiser realizó entrevistas a docenas de diplomáticos y políticos de alto nivel sobre la respuesta del país a la crisis libia. “Ninguno de mis entrevistados expresó  volares morales o principios como la base de nuestro comportamiento en política exterior”, manifestó. “Para mí está claro”, concluyó,  “no tiene una política exterior moral”.

 

¿Qué ha cambiado? Todo comenzó cuando Mandela dejó paso en 1999 al presidente Thabo Mbeki. A éste siempre le habían irritado la grandiosidad y la santidad de Mandela, quejándose a menudo en privado de lo que él llamaba el síndrome del “único nativo bueno”, la creencia occidental de que África era fundamentalmente un lugar sucio, pero que contenía un buen africano: Mandela. A Mbeki le molestaba, también, la noción de que la santidad debía definir el carácter surafricano en la escena mundial. Más que buscar el amor de Occidente, Mbeki luchaba por ser, no irreprochablemente moral, sino audaz —una ambición que con frecuencia se manifestaba como inconformismo. En 2009, tras la batalla por las sanciones contra Zimbabue, el embajador surafricano ante la ONU explicó el comportamiento del país: “Nosotros no hicimos las cosas como los británicos y los estadounidenses querían, y si no las haces como los grandes… entonces eres un africano descarado. Pues bien, yo estoy feliz de ser un africano descarado”.

 

La forma de pensar de Mbeki ha arraigado con fuerza también bajo el gobierno de su antiguo vicepresidente del partido y rival, el actual presidente Zuma, que es débil y carece de interés en la política exterior. Si acaso, esta postura se ha intensificado desde 2010, cuando China invitó formalmente a Suráfrica a unirse a los BRICS. Esto fue recibido como un momento importante para el país. “No puede existir mayor validación que ser invitado como socio por las naciones BRIC”, proclamaba una orgullosa carta a un periódico. “Los mercados emergentes son países con potencial”.

 

Solo por la fuerza de los números, en realidad Suráfrica no merece pertenecer a los BRIC. Su PIB y su tasa de crecimiento económico se sitúan por debajo de otras economías emergentes como Indonesia y Argentina. Tiene una población menor que la de Tailandia e Irán, menos exportaciones que Malaisia y Turquía, y una de las tasas de desempleo más altas del planeta. La designación tenía que ver, en realidad, con su potencial; Johannesburgo es considerada como la puerta de entrada a África, y el continente, cuya clase media ha aumentado casi un 40% durante la última década, está en ascenso.

 

De modo que cuando estos días Suráfrica anda por ahí buscando modelos, intentando entender cómo ser un líder regional con una economía que propulse ese liderazgo, a menudo surge el nombre de China. El Ejecutivo surafricano está cada vez más avergonzado por los niveles de pobreza que han perdurado tanto tiempo después del fin del gobierno de la minoría blanca; la brecha en las rentas se ha ensanchado desde 1994. China, mientras tanto, representa un país que se desarrolló con agresividad “en sus propios términos”, como he oído decir a varios surafricanos, no los que le dictaba el Banco Mundial u Occidente.

 

Suráfrica anda por ahí buscando modelos, intentando entender cómo ser un líder regional con una economía que propulse ese liderazgo, a menudo surge el nombre de China.

En 2010, en un viaje a Pekín, Zuma alabó la “disciplina política” del gigante asiático como una potencial “receta” para el huidizo “éxito económico” de su país. En cuanto a la Libia anterior a la revolución, un empresario que había trabajado en Trípoli verbalizaba la envidia que había percibido en otros surafricanos por el sistema de bienestar social de Gadafi, algo que el CNA ha luchado por crear —fracasando a menudo— en la Suráfrica postapartheid. “Cada hogar recibe un televisor, que es renovado cada tres años, y un ordenador portátil cada cuatro”, se maravillaba. (Al menos eso es lo que el gobierno de Gadafi le contó).

 

Suráfrica es todavía una adolescente, aún joven en la escena internacional. Su reticencia a mantenerse firme en las cuestiones morales no nace únicamente de un deseo de ganarse el favor de parias con riqueza, sino además de una tensión más profunda sobre qué clase de país quiere ser, tanto a nivel interno (¿debería todo hogar poseer una televisión?) como internacional (¿debería Suráfrica condenar a sus autocráticos vecinos?).

 

No todos los surafricanos han renunciado a la idea de animar a su país a actuar como la conciencia del mundo. La popular website de noticias Daily Maverick invocó el ejemplo de Mandela abogando para que el Gobierno extienda “una mano de amistad” a los pueblos oprimidos y acoja al Dalai Lama. Pero la generación de líderes surafricanos post Mandela no se conforma con ocupar un nicho especializado en moralidad, como el nicho de felicidad de Bután; sueñan con un futuro más grandioso que aquel en el que la principal exportación de Suráfrica siga siendo una especie de Intachabilidad Nacional Bruta. Ellos suspiran por el espacio para poder actuar de una forma tan descaradamente “pragmática como los chinos” como me dijo el politólogo de Johannesburgo Adam Habib.

 

Atrapada entre estos polos, el país ha recurrido a culpar de su errático comportamiento a confusiones burocráticas, sugiriendo, de forma increíble, que el propio lama, de 76 años, había fastidiado su solicitud de visado, y explicando sus vaivenes en el caso de la zona de exclusión aérea de Libia con alegaciones de que sus diplomáticos no habían entendido del todo el lenguaje de la resolución de la ONU. Pero este tipo de excusas resultan cada vez más embarazosas e insostenibles. Puede que Suráfrica sea ahora un adolescente vacilante, pero antes o después tendrá que decidir qué quiere ser cuando sea mayor.

 

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