El líder norcoreano, Kim Jong-Un, a la izquierda, inspeccionando a las tropas del Ejército del país. KNS/AFP/Getty Images
El líder norcoreano, Kim Jong-Un, a la izquierda, inspeccionando a las tropas del Ejército del país. KNS/AFP/Getty Images

Tres años después de su ascenso al poder, el líder del régimen más aislado del mundo, Kim Jong-un, se ha permitido el lujo de desairar a China, su principal valedor. El dirigente norcoreano mantiene una política errática e imprevisible que incide en una diplomacia de iguales características, en la que la tendencia creciente es el intento de buscar nuevos socios para reducir su absoluta dependencia de Pekín.

Kim Jong-un eligió la conmemoración, el pasado 17 de diciembre, del fin de los tradicionales tres años de luto por la muerte de su padre, el Querido Líder Kim Jong-il, para hacer público el desencuentro con China. Sin dar explicaciones, rechazó incluir entre los invitados extranjeros a los actos a los representantes del país vecino, con el que mantiene el 80% de su comercio y del que recibe buena parte de la ayuda internacional con la que paliar el hambre que azota de forma intermitente a la mayoría de los 24 millones de habitantes del llamado reino ermitaño.

Ese mismo día, el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, anunciaba que el presidente Vladímir Putin había invitado al dirigente norcoreano a asistir al 70º aniversario de la victoria soviética sobre los nazis, el próximo 9 de mayo en Moscú. Si lo acepta, será su primer viaje fuera del país como mandatario supremo. Kim Jong-un, a diferencia de su padre que apenas salía de Pyongyang, ha sorprendido a sus súbditos con sus inesperadas visitas a casas particulares, comunas, fabricas o aldeas a lo largo y ancho del país.

Desde la fundación en 1948 por Kim Il-sung (abuelo del actual líder) de la República Popular Democrática de Corea (RPDC), el régimen ha tratado de obtener el máximo de beneficios de sus vecinos explotando la rivalidad entre estos. Con la economía hundida desde los 70 y la desaparición de la Unión Soviética, China se vio abocada a convertirse en el sostén casi único de la RPDC, país en el que ha tratado inútilmente de introducir las reformas económicas que la han convertido en superpotencia. Su frustración con Pyongyang se ha ido haciendo evidente conforme el díscolo régimen se empeñaba en dotarse de armas nucleares y daba la espantada a las negociaciones a seis bandas (Rusia, China, Japón, EEUU y las dos Coreas), patrocinadas con tesón por Pekín.

La llegada al poder de Kim Jong-un -aún no había cumplido 30 años, no se le conocía formación universitaria concreta y carecía de experiencia administrativa y militar, lo que choca frontalmente con el régimen meritocrático chino- no hizo más que aumentar la incomprensión entre los dirigentes de los dos países. En diciembre pasado, durante el fin del luto, los medios oficiales norcoreanos loaron como uno de los mayores logros de su liderazgo, su capacidad de “rastrear y pulverizar a los enemigos del Estado”. Con ello, se referían a la ejecución de Jang Song-taek, tío del mandatario y número dos del régimen hasta su caída en desgracia, en diciembre de 2013. Jang estaba al frente del comercio y las relaciones con China, que no fue informada de la detención de su interlocutor, lo que vio como una afrenta.

Los lazos entre ambos países habían quedado muy dañados en febrero de 2013, cuando Corea del Norte realizó su tercera prueba nuclear subterránea y China, por primera vez, apoyó en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas sanciones contra su vecino y, en consecuencia, impuso restricciones a los bancos norcoreanos. A partir de ese momento, el reino ermitaño multiplicó sus guiños a Rusia, a Japón e incluso a Estados Unidos y Corea del Sur. Pero, como la maldición del alacrán, al régimen norcoreano le pierde su carácter.

En noviembre pasado, Pyongyang abrió sus puertas con grandes alharacas al director de la Agencia Nacional de Seguridad de EE UU, James Clapper, para permitirle que se llevara de regreso en su avión a los dos estadounidenses detenidos: Kenneth Bae, un misionero capturado en noviembre de 2012, y Matthew Miller, un extraño turista de 25 años que en abril de 2014 dañó su visado porque quería estar preso en Corea del Norte, y lo consiguió. Numerosos expertos vieron en la decisión de Kim Jong-un un claro gesto hacia Barack Obama con el objetivo de iniciar conversaciones bilaterales. La guerra de Corea (1950-1953) terminó en un armisticio y ni siquiera hay un tratado de paz con el Sur, donde el Pentágono tiene estacionados 26.000 hombres. Pero los esfuerzos del autonombrado mariscal por mostrarse conciliador y abierto al diálogo fueron fulminados por el ciberataque contra Sony Pictures, productora de una parodia, La entrevista, sobre una conjura para asesinar a Kim Jong-un. El FBI culpa a hackers de Corea del Norte de estar detrás de los ataques y de las amenazas a las salas que la proyecten. La posibilidad, sugerida por Seúl, de que Pyongyang siga los pasos de Cuba y se acerque a Washington, ha quedado reducida a cero, al menos con Obama.

Roto el intento de aproximación a EE UU, el líder supremo dio un giro copernicano hacia el Sur con ocasión del discurso de Año Nuevo e invitó a la presidenta Park Geun-hye a celebrar una cumbre a lo largo de 2015, cuando se cumple el 70º aniversario del fin del dominio colonial japonés de la península coreana (1910-1945). “No hay razón para no mantener conversaciones al más alto nivel”, declaró Kim Jong-un en un discurso televisado a la nación. El Gobierno de Seúl, que una semana antes, había propuesto al del Norte retomar las negociaciones para las reuniones de las familias separadas desde la guerra, acogió con escepticismo la oferta. Teme que sea otra de las muchas tretas del régimen norcoreano para ganar tiempo.

En el caso de Rusia, la ofensiva seductora del único país estalinista va por buen camino. La RPDC ha reconocido la península de Crimea como parte del territorio ruso y apoya abiertamente la posición de Vladímir Putin en la crisis de Ucrania. Agobiado ante la posibilidad de que el Consejo de Seguridad debata llevar a Corea del Norte ante la Corte Penal Internacional por “crímenes contra la humanidad”, para Kim Jong-un es fundamental asegurarse que tendrá el apoyo de al menos uno de los cinco miembros con derecho a veto de ese órgano de gobernanza internacional y, como duda de China, necesita a Rusia. La Asamblea General de Naciones Unidas aprobó en noviembre, por amplia mayoría, una resolución que denuncia que, en ese “Estado totalitario que no tiene paralelismo alguno en el mundo contemporáneo”, la población enfrenta situaciones similares a las del nazismo, el apartheid o el régimen de los jemeres rojos, y pide al Consejo de Seguridad que lleve el caso a la Corte Penal Internacional.

Aunque en la Asamblea General China fue uno de los pocos países que votó a favor de su todavía aliado oficial, las dudas de Kim Jong-un no son infundadas. La prensa japonesa filtró en mayo pasado un supuesto plan de contingencia del Gobierno chino, según el cual, no movería un dedo en caso de que Corea del Norte fuese invadida por “tropas extranjeras” (se entiende que surcoreanas o estadounidenses). El texto indica que solo actuaría después del colapso del régimen para “garantizar que la inestabilidad no se extendiera al territorio chino”. No ha sido posible verificar la procedencia del documento que varios expertos consideran falso ya que, dadas las relaciones que China mantiene con Seúl y Washington, lo lógico sería que negociase con ellos una eventual salida al hundimiento norcoreano.

Por el contrario, el artículo firmado por el general Wang Hongguang, ex vicecomandante de la región militar de Nanjing (centro de China), aparecido en diciembre en el Global Times, uno de los órganos de difusión del Partido Comunista Chino, concede veracidad a los planes de contingencia filtrados por los medios nipones. Wang sostiene que China no intervendrá en una nueva guerra en la península coreana, ni influirá en la situación de la península, porque “no tiene necesidad de encender un fuego y quemarse”. “Si el régimen norcoreano se hunde”, continúa el general, “China no es la salvación. Si se produce un auténtico colapso de Corea del Norte, ni siquiera China podría salvarla”.

Es evidente que la relación bilateral pesa cada día más tanto a Pyongyang como a Pekín. El presidente chino, Xi Jinping, se encargó de dejárselo claro a Kim Jong-un cuando en julio pasado viajó a Seúl, convirtiéndose en el primer mandatario chino que visita antes el sur que el norte de la península. Xi y su homóloga surcoreana, Park Geun-hye, no perdieron la oportunidad de criticar el programa nuclear norcoreano. Xi y Park, que comparten la fobia al nuevo nacionalismo japonés, viven un momento dulce entre sus países con unos intercambios comerciales que superan los 200.000 millones de dólares anuales.

A su vez, Pyongyang y Moscú se encuentran inmersos en una luna de miel desde mayo pasado, cuando el presidente Putin ratificó la ley que permite condonar la deuda contraída por este paupérrimo país comunista con la desaparecida Unión Soviética. El acuerdo que perdona 10.000 millones de dólares, de los 11.000 que debía Corea del Norte, se alcanzó en septiembre de 2012 después de 20 años de infructuosas negociaciones. Los 1.000 millones de dólares restantes se abonarán en un plazo de 20 años en pagos iguales, que serán invertidos en proyectos de educación, salud y energía en el territorio norcoreano.

Rusia y Corea del Norte tienen intereses convergentes. No solo porque los dos gobiernos enfrentan las sanciones impuestas por Occidente, sino porque ambos se sienten incómodos y forzados a buscar nuevos horizontes fuera de su hábitat natural. Moscú, por el rechazo de la Unión Europea, y Pyongyang, porque percibe el aliento de China en su cuello y quiere librarse de él. Además, en su giro hacia Oriente, Rusia pretende construir un gasoducto a través de Corea del Norte para suministrar gas a Corea del Sur y se ha comprometido a impulsar proyectos comerciales, energéticos y de desarrollo si Pyongyang acepta el tránsito. Fruto de la mejora de las relaciones entre los dos países es el inquietante acuerdo sobre la deportación de los inmigrantes ilegales, lo que deja expuestos a la cárcel, la tortura y otros abusos de los derechos humanos a los desertores del paraíso norcoreano.

No es que Rusia vea con buenos ojos que su vecino se haya dotado de armas nucleares, pero parece haber llegado a la conclusión de que ya no es posible que el régimen renuncie a sus arsenales mientras haya otros países con este tipo de armamento. En un ejercicio de puro pragmatismo, Moscú se ha centrado en estrechar las relaciones económicas. Pese a ello, el ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, aseguró en diciembre que van a retomarse las conversaciones a seis bandas, puestas en marcha en 2003 con el propósito de que Pyongyang abandonara su programa atómico a cambio de una generosa ayuda económica y el reconocimiento internacional. La RPDC las abandonó en 2009 cuando se habían producido grandes avances. Hasta ahora no se han reanudado.

En la búsqueda desesperada de nuevos socios con los que romper el aislamiento que padece, Corea del Norte se ha acercado incluso a uno de sus más acervos enemigos, Japón. Kim Jong-un, que desapareció de la escena pública en septiembre pasado dando pábulo o todo tipo de rumores sobre su derrocamiento, aceptó en julio la reapertura de los casos de los japoneses secuestrados por norcoreanos y trasladados a ese país durante la Guerra Fría. En 2002, el entonces primer ministro japonés, Junichiro Koizumi, viajó de forma inesperada a Pyongyang, donde Kim Jong-il le reconoció sin dar detalles que habían capturado a 13 japoneses –Tokio afirma que son al menos 17–, de los que cuatro seguían vivos, ocho habían muerto y no tenían confirmación de otro. Las investigaciones comenzarán ahora a cambio del levantamiento de distintas sanciones como el veto a viajar a Corea del Norte, las restricciones al dinero que se puede enviar sin control del Gobierno nipón a ese país y la prohibición de los buques norcoreanos de atracar en puertos japoneses por razones humanitarias.

Los servicios secretos de Corea del Sur y numerosos profesores y expertos observan cada uno de los pasos del enigmático dirigente. Nadie descarta que uno de los imprevisibles bandazos de su política hunda el régimen del país más secretista del planeta, pero tampoco hay nada que lo indique. Las purgas desatadas tras la ejecución de Jang Song-taek hicieron pensar a los más optimistas que el reinado de Kim III no soportaría más embates, pero un año después, todo apunta a que ha logrado asentar su poder y lo utiliza tanto para dejar tirado a un socio como para buscarse otro.