Cómo la geopolítica regional tiene efectos sobre el presente y futuro del conflicto en Siria.

 

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La división de la oposición al régimen de Bashar Al Assad, tanto en su estructura como en los objetivos a alcanzar, es una de las características fundamentales que definen hoy la guerra civil en Siria. Pese al apoyo exterior, las disensiones entre las distintas ideologías, junto con las graves diferencias entre los líderes en el exilio y los que permanecen en el país, han hecho imposible la creación de un frente opositor unido, por el momento. Esta división, que impide la elaboración de una estrategia rebelde coherente, se ha manifestado con toda intensidad durante la reunión de los 60 representantes de la Coalición Nacional Siria –principal organización opositora–, celebrada recientemente en Estambul y en la que se lograron acuerdos de escaso calado.

Arabia Saudí, que respondió a la mal llamada “primavera árabe” de acuerdo a los intereses de la familia real Saud, prioriza la seguridad, el equilibrio regional y el mantenimiento del statu quo sobre cualquier otra consideración. Por ello, patrocina cualquier tendencia política o religiosa que sirva a ese objetivo, desde grupos liberales a radicales suníes.

La principal preocupación de los saudíes es el éxito de los movimientos islamistas, que ponen en entredicho la creencia en la supremacía de las monarquías como paradigma político para el mundo árabe. Por esta causa, Riad se ha opuesto al control de la Coalición Nacional Siria por parte de la Hermandad Musulmana, considerada su amenaza política primordial, y ha propuesto incrementar el número de representantes con el fin de minimizar ese control.

En este entorno político, el apoyo saudí a la revolución siria surge de la tradicional pugna que mantiene con Irán por el predominio regional. Riad se siente amenazada por el cerco chií sobre su territorio: en el norte por la situación en Siria, en el este por Irak con su nuevo gobierno de mayoría chií, al oeste por la inestabilidad en Bahréin y en el suroeste por la fragilidad de Yemen. Además, las reclamaciones planteadas por los chiíes saudíes –el 10% de la población que habita en la rica región petrolera de Qatif– constituyen un motivo más de inestabilidad interna.

En su oposición estratégica al régimen de Teherán, Riad tiene como primera prioridad mantener la alianza con los estadounidenses. Paradójicamente, esta circunstancia acerca a los saudíes a los postulados defendidos por Israel. El apoyo en armas y financiación que Arabia Saudí proporciona a ciertas facciones de los rebeldes sirios pretende ganar influencia entre los revolucionarios, pero sin contradecir los intereses de EE UU.

Sin embargo, no todas las monarquías del Golfo comparten el enfoque saudí. A partir de su llegada al trono en 1995, el actual emir de Qatar, Hamad bin Khalifa al Thani, se ha esforzado por conseguir una política independiente respecto a Riad. Desde el comienzo de las revueltas árabes y gracias a su implicación en asuntos regionales, el Emirato ha ganado un enorme prestigio internacional. Para Qatar, que dispone de las terceras reservas de gas más grandes del planeta, la intervención en Siria es parte de una agresiva búsqueda de reconocimiento mundial. En los dos últimos años, el pequeño país ha gastado más de 3.000 millones de dólares (unos 2.300 millones de euros) en apoyo a la rebelión siria.

Sin embargo, la intervención de los qataríes en Siria ha causado divisiones en el bando rebelde. Mientras que Arabia Saudí respalda a facciones seculares y grupos salafistas, Qatar y Turquía proporcionan apoyo a los Hermanos Musulmanes, algo intolerable para Riad. Como resultado, el pasado 2012, qataríes y saudíes crearon, por separado, alianzas con grupos rebeldes rivales. En líneas generales, esta rivalidad ha debilitado a la rebelión contra Assad, mientras que ha favorecido a los grupos yihadistas.

La posibilidad de perder el control de la situación está obligando al Gobierno saudí a implicarse de manera mucho más decidida en el conflicto sirio. Muchos en la oposición creen que un papel diplomático más activo de Arabia Saudí sería mucho más útil que el que realiza Qatar. No obstante, ni los gobiernos de Ankara ni de Doha parecen dispuestos a ceder el control que mantienen sobre la Coalición Nacional Siria.

Por otro lado, EE UU y sus aliados occidentales han apoyado desde el principio una salida política a la crisis, aunque defienden que cualquier acuerdo debe pasar por que Assad abandone el poder. Pero, al comienzo del segundo mandato del presidente Obama, su política exterior viene determinada por las condiciones de su economía, y por el cansancio después de más de una década en guerra en varios teatros. En otros términos, para la administración estadounidense, el modelo intervencionista ha dejado de estar vigente. Esta trascendental circunstancia está condicionando la política de EE UU con respecto a Siria; pues, a diferencia del caso libio, los estadounidenses consideran una intervención militar directa como el “último recurso”.

Así las cosas, la Administración Obama se encuentra dividida entre aquellos que defienden endurecer la postura y suministrar armas a los rebeldes, frente a los que quieren continuar como hasta el momento: sólo proporcionar medios no letales, adiestramiento y ayuda a los refugiados. Esta disyuntiva tiene como base las afirmaciones del propio presidente Obama: “Me preocupa mucho que Siria se convierta en un enclave para el extremismo, porque los extremistas se crecen en el caos, se crecen en Estados fallidos, en los patios traseros del poder”. Es decir, existe el temor de que las armas suministradas acaben en manos de elementos radicales. También los aliados europeos se han mostrado durante meses divididos a este respecto. No obstante, los Ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea acordaron el 27 de mayo proporcionar armas a la oposición moderada al régimen de Assad a partir del próximo 1 de agosto.

En cualquier caso, dada la evolución del conflicto sirio, la postura occidental parece haberse aproximado al postulado ruso, lo que significa un relativo alejamiento de sus aliados árabes. A este respecto, la política estadounidense se decanta con más determinación hacia una solución política que, incluso, contemple la permanencia de Assad. En una rueda de prensa celebrada en marzo de 2013, el secretario de estado de EE UU, John Kerry, señaló que “el mundo quiere parar la matanza. Y queremos ver a Assad y a la oposición en la mesa de negociaciones con el objetivo de formar un gobierno de transición en el marco de consenso alcanzado en Ginebra”.

En esta línea, se encuentra el acuerdo ruso-estadounidense para convocar próximamente una conferencia internacional, como continuación de la celebrada en Ginebra en 2012. El levantamiento del embargo de armas europeo, junto con el apoyo explícito de los EE UU a las acciones de las monarquías suníes están destinados a forzar esas negociaciones. Todo ello en un momento en el que el Ejército lealista gana terreno en el campo de batalla.

En conclusión, la división de la oposición siria no es más que la representación tangible de los desencuentros existentes entre los países que apoyan a los diversos grupos rebeldes. La geopolítica, como fórmula de competición entre Estados, explica en gran medida el drama sirio.

 

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