Margaret Thatcher no estaba sola. ¿Qué tiene en común con el ayatolá Jomeini, el papa Juan Pablo II y Deng Xiaoping?


Si queremos entender la explosión de religión politizada, globalización postcomunista y economía liberal que ha caracterizado nuestra era moderna, olvidémonos de 1968. Incluso de 1989. La fecha más importante de todas es 1979. Aquel año comenzó un extraordinario capítulo en los asuntos internacionales –y la historia intelectual–, obra del grupo más extraño de autores que pueda imaginarse. Fue en 1979 cuando el ayatolá Jomeini se hizo con el poder en Irán y demostró definitivamente que “revolución islámica” no era una contradicción. La Unión Soviética tomó la fatídica decisión de invadir las zonas más pobres de Afganistán, con lo que desencadenó otro tipo distinto de levantamiento islámico que puso los primeros clavos en el ataúd del imperio comunista. La primera ministra Margaret Thatcher encabezó un renacimiento conservador en Gran Bretaña que no sólo cambió las reglas de la política en Occidente, sino que inspiró la era posterior de globalización orientada hacia el mercado. La primera peregrinación del papa Juan Pablo II a su patria, Polonia, en el verano de 1979, envalentonó a los pueblos amantes de la libertad de Europa Central y del Este, e inició la cadena de acontecimientos que culminaría en las revoluciones no violentas de 1989. Y a lo largo de todo el año, un estoico e impensable visionario llamado Deng Xiaoping tomó discretamente las primeras medidas destinadas a preparar a la China comunista para su larga marcha hacia la era de los mercados.

Thatcher no parece tener nada en común con el ayatolá ni con Deng, y mucho menos con el Papa. Pero hay algo que une a todas estas personas aparentemente tan distintas. Todas ellas se propusieron trastocar, cada una a su manera, el espíritu que definía su época, el orden progresista, laico y materialista que, hasta entonces, había dominado el panorama político de la postguerra del siglo XX. Sus movimientos no fueron sólo políticos, sino rearmes morales que rechazaban con pasión lo que consideraban la decadencia, el malestar, el estancamiento y la asfixia derivados de los esfuerzos de los tecnócratas por acelerar el paso de la humanidad hacia el fin de la historia. En ese sentido, los trascendentales sucesos de 1979 estuvieron unidos por el impulso de la contrarrevolución, ya fuera contra el comunismo soviético, la socialdemocracia, el autoritarismo modernizador o el maoísmo descontrolado.

Los contrarrevolucionarios de 1979 atacaron la que había sido la convicción más profunda de la época: la fe en una visión progresista de un orden político alcanzable, que sería perfectamente racional, igualitario y justo. La caída de los imperios europeos tras la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa, la Gran Depresión y el triunfo de la burocracia y la planificación durante la Segunda Guerra Mundial ayudaron a dar impulso a esa visión; la descolonización de la postguerra y la rápida extensión de los regímenes marxistas en todo el mundo la amplificó. Sin embargo, en los 70, había empezado a surgir la desilusión y una sensación creciente, en muchos países, de que unas élites despiadadas (y en algunos casos violentas) habían intentado imponer una visión falsa y mecanicista en sus países y habían aplastado las sensibilidades, creencias y libertades tradicionales. Como consecuencia de la revuelta de los últimos 70, hoy vivimos en un mundo caracterizado por unos valores no utópicos, sino pragmáticos y tradicionales.

FUERZAS RETRÓGRADAS DE DESTRUCCIÓN MASIVA

En su momento, el éxito de estas contrarrevoluciones no estaba claro, ni mucho menos. Muy pocos observadores captaron sus repercusiones en 1979. Y quienes lo hicieron muchas veces las condenaron como fuerzas retrógradas de destrucción masiva. Los hombres del sha Reza Pahlevi acusaron a Jomeini de tratar de dar marcha atrás al reloj, y los enemigos de Deng acusaron al líder chino de ser un “compañero de viaje del capitalismo”. Para los soviéticos, los muyahidines afganos eran representantes del “viejo orden feudal”, y el Papa, una fuerza del “neocolonialismo”. Pero eran etiquetas que los acusados, en general, llevaban con ecuanimidad. En la campaña electoral de abril de 1979, Thatcher dijo con orgullo en un mitin del Partido Conservador que sus rivales la habían llamado “reaccionaria”. “Bueno”, declaró, “¡es que hay mucho contra lo que reaccionar!”.

Y lo había. Como quizá vuelve a haberlo, porque, 30 años más tarde, las transformaciones de 1979 se han convertido en órdenes establecidos decadentes, cuyos excesos tal vez inspiren nuevos movimientos reaccionarios y nuevas contrarrevoluciones. Imaginemos el aspecto que tenía el mundo el 1 de enero de 1979. El marxismo soviético parecía cualquier cosa menos frágil. El régimen de Moscú, que había prescindido por completo de Dios, la libertad individual y la espontaneidad de los mercados, seguía adelante impulsado por los elevadísimos precios del petróleo. Los analistas de la CIA consideraban que Rusia era una potencia económica, además de militar, y el equipo de seguridad nacional del presidente estadounidense Jimmy Carter se inquietaba ante los avances soviéticos en los países en vías de desarrollo. Desde Vietnam hasta Nicaragua, las fichas de dominó iban cayendo. Si alguien hubiera asegurado que la poderosa URSS iba a desaparecer calladamente del escenario mundial unos años después, en gran parte debido al daño que le habían hecho una rebelión de inspiración religiosa en Afganistán y un Papa polaco, habrían dicho de él que estaba loco. (Unos años antes, un disidente soviético llamado Andrei Amalrik había escrito un libro que predecía la caída inminente de la URSS, en el que hablaba, en concreto, del “extremo aislamiento en el que el régimen se ha situado y ha situado a la sociedad”, y alegaba que esa desconexión de la realidad haría que su caída fuera “más rápida y decisiva” cuando llegaran los tiempos difíciles. Las pocas personas que se enteraron de su existencia dijeron que era un chiflado). En comparación, la versión china del comunismo parecía debilitada. La fiebre maoísta de la Revolución Cultural estaba declinando, pero los traumas que había dejado como herencia eran profundos, y el anuncio de Deng, en diciembre de 1978, de que la política del Gobierno iba a regirse a partir de ese momento por el principio de “buscar la verdad a partir de los hechos” les pareció a muchos quijotesco. Ningún país comunista había conseguido reformarse por sí solo. En los 50, los torpes intentos de desestalinización del líder soviético Nikita Jruschov habían fracasado; y la verdad es que también habían fracasado otros intentos similares en China.

Pero Deng era diferente. Durante mucho tiempo un acólito de Mao, Deng, que se había ido apartando gradualmente del utópico anhelo del Gran Timonel por la revolución permanente, era un superviviente político forjado en la batalla. Había sido expulsado en dos ocasiones de la dirección del Partido Comunista Chino, pero llevó a cabo su regreso definitivo en 1977, tras la muerte de Mao y la detención de la Banda de los Cuatro. Su llamamiento a una nueva era de pragmatismo y resolución de problemas despertó claramente ecos emocionales entre las muchedumbres entusiastas que acogieron la noticia de su rehabilitación en Pekín. En tres ensayos publicados en 1975 –y denunciados por los maoístas como las “tres hierbas venenosas”–, Deng había asumido posturas abiertamente conservadoras en todo tipo de temas, desde el arte hasta la economía. Aunque se esforzó por justificar su trabajo como una defensa de la auténtica revolución, sus partidarios comprendieron a la perfección lo que quería decir: un regreso a la tradición, el sentido común y la eficacia. Lo cual equivalía a rechazar de forma radical todo lo que había propulsado Mao desde 1949.

China era un país que, entre otras catástrofes, había presenciado varias hambrunas orquestadas por el Estado a lo largo de los años. Por eso, los primeros campesinos que decidieron adoptar un uso privado de la tierra en 1978 hicieron todo lo posible para mantenerlo en secreto, por miedo a las represalias. Pero en 1979, para su sorpresa, Deng no sólo aprobó su experimento, sino que lo autorizó a escala nacional. También asumió la idea de establecer zonas económicas especiales en el país, en las que los inversores extranjeros pudieran construir fábricas operadas por trabajadores con salarios bajos, y aprobó la iniciativa de adquirir tecnología y conocimientos de Occidente, otro vuelco espectacular respecto al dogma de Mao. De modo que había cierta lógica en que Estados Unidos, que sufría una estanflación y se resentía de la derrota en Vietnam, decidiera aprovechar las aperturas anteriores del presidente Nixon hacia Pekín como forma de controlar el expansionismo soviético. Los dos países restablecieron relaciones diplomáticas a principios de 1979.

La genialidad de Deng, según se vio después, fue empezar poco a poco y discretamente, de forma que Occidente no prestó gran atención a la verdadera dimensión de su ofensiva contra el maoísmo. Cuando el líder chino fue a EE UU, el corresponsal de The Washington Post se limitó a menear la cabeza ante “el entusiasmo de las empresas estadounidenses con la vista puesta en el mercado chino, un entusiasmo que hasta los mayores promotores del comercio en China consideran excesivo”. Nadie se habría atrevido a predecir que el PIB chino iba a multiplicarse por 10 en menos de una generación. Desde luego, los países de Occidente habían seguido una trayectoria más moderada que China desde la Segunda Guerra Mundial. Pero también ellos estaban ampliando sin cesar el papel del Gobierno. Las palabras clave eran bienestar, regulación y racionalidad. El consenso socialdemócrata en Europa estaba encarnado en el Estado niñera introducido por el Partido Laborista en Gran Bretaña en 1945, con su seguro nacional de salud y sus generosos planes de pensiones, la estrecha colaboración entre los sindicatos y el Gobierno y la propiedad estatal de ciertas industrias fundamentales. Los mercados eran algo que había que domesticar y controlar para que no se desmandaran.

Thatcher quiso dar la vuelta a todo eso, y lo consiguió. Pero nadie habría podido preverlo cuando comenzó su mandato como primera ministra. Su programa electoral de 1979 es un monumento a la vaguedad, y en su primer Gobierno estaba rodeada de conservadores moderados. Pocos podían saber que se convertiría en la figura definitoria de la política británica de postguerra, al romper con la visión de los 30 años anteriores. Al cabo de un tiempo, estaría recortando impuestos, vendiendo las joyas estatales de la economía a inversores privados y ganando el pulso con los poderosos sindicatos. Como en el caso de Deng, muchos comentaristas no sabían qué pensar de sus ambiciones. Cuando se cumplía su primer año en el cargo, el periodista británico Hugh Stephenson escribió: “Su retórica es radical, incluso temeraria. Pero, desde el principio, sus actos han mostrado una cautela política instintiva”. Tenía razón, pero ni él ni otros observadores supieron captar la intensidad del sentimiento que había detrás de esa retórica, la profunda convicción de Thatcher de que Gran Bretaña necesitaba desesperadamente una renovación no sólo económica, sino moral. Se vio con más claridad durante su brutal batalla con el sindicato de mineros del carbón y su adopción, nada táctica, de la privatización (una palabra antes poco usada y que adoptó como grito de batalla su ideólogo principal, Keith Joseph). El atractivo de la contrarrevolución de Thatcher se hizo aún más visible cuando Ronald Reagan, que estaba haciendo campaña contra la presidencia de Jimmy Carter el año en el que fue elegida Thatcher, obtuvo su propia victoria en 1980, armado con una pasión similar por sustituir la Gran Sociedad con un “amanecer en América”.

Aunque EE UU nunca llegó a tener el consenso sobre economía mixta que prevalecía en Gran Bretaña, el país, antes de 1979, era muy diferente al de hoy. El símbolo eran las empresas gigantescas y sin rostro. El ordenador personal estaba en su infancia (Bill Gates trasladó su empresa recién nacida, Microsoft, a su ciudad natal, Seattle, el 1 de enero de 1979), y la tecnología de la época promovía la uniformidad y el anonimato. Cuando el republicano Richard Nixon decretó el control de precios y salarios en 1971, la medida se acogió como un reconocimiento comprensible de la ortodoxia imperante. Bastantes pensadores, entre ellos el enormemente influyente John Kenneth Galbraith, se atrevieron a imaginar la convergencia del capitalismo occidental y el socialismo soviético en un futuro sin determinar. Al fin y al cabo, ¿no dependían los dos de las élites burocráticas y de la sabiduría de los planificadores?

Eran unas concepciones seductoras y que penetraron asimismo en las ideas sobre los países en vías de desarrollo. La economía del desarrollo, propagada por el Banco Mundial y el FMI, prescribía grandes proyectos de infraestructuras, como presas hidroeléctricas, supervisados por grandes burocracias. No siempre estaba claro en qué se diferenciaba eso de los proyectos de ayuda soviéticos con los que rivalizaba. Hasta qué punto estaba arraigada la idea se vio claramente en Irán y en Afganistán. El sha era un anticomunista recalcitrante, pero las bases principales de su esfuerzo para llevar a su sociedad a la modernidad del siglo XX se parecían de forma asombrosa a lo que el Partido Demócrata Popular de Afganistán había empezado a poner en práctica después de hacerse con el poder en el golpe de Estado de 1978: reforma agraria, campañas de alfabetización, secularización y derechos de las mujeres. Es significativo que el sha llamase a su programa de modernización la “Revolución blanca”. No es extraño, pues, que los expertos que trataban de interpretar los acontecimientos de Irán se equivocaran tanto. Era hacer caso omiso de siglos de revoluciones que tendían a estar contra los clérigos. Como dice la historiadora de la religión Karen Armstrong en su libro The Battle for God, nada menos que Hannah Arendt había dicho que “lo que llamamos revolución es precisamente la fase de transición que da a luz un nuevo reino laico”. Incluso la revolución burguesa de Estados Unidos había establecido el principio de la separación de Iglesia y Estado, mientras que las versiones más radicales de Francia y Rusia habían aspirado a hacer desaparecer la religión por completo.

Pero Jomeini también recurría a esta tradición intelectual, al adoptar las ideas radicales, aunque no la antirreligiosidad, de los revolucionarios del mundo musulmán. Durante decenios, unas poderosas ideas laicas –el panarabismo, el baazismo, el marxismo revolucionario– habían dominado la política de Oriente Medio, y los intelectuales de la región habían incorporado su retórica utópica. Los primeros islamistas aprendieron mucho de esas ideologías, al mismo tiempo que las criticaban por su abyecta incapacidad de vencer el desafío de Israel y el neocolonialismo occidental. Uno de los grandes progenitores de la revolución islámica fue Ali Shariati, un intelectual iraní que quiso mezclar las ideas izquierdistas de revolución con el anhelo fundamentalista del regreso a la visión original de igualdad social y justicia del Profeta.

Desde luego, los periodistas que se reunían en Neauphlele-Château, a las afueras de París, para ver a Jomeini en el exilio, no sabían a qué atenerse con él. Se suponía que los revolucionarios modernos eran cerebros marxistas, seguidores de Lenin o de Mao, o jóvenes y exuberantes melenudos a medio educar, como los radicales que habían salido a la calle en París, Chicago y Frankfurt 10 años antes. Aquel taciturno jurista chií, con sus párpados caídos y sus largas túnicas negras, no encajaba en la imagen. Sin embargo, se había convertido en el líder de facto del variado movimiento de oposición en Irán. Algunos observadores incluso comparaban al ayatolá con Gandhi. ¿Por qué no? Ambos eran hombres creyentes que intentaban cambiar el mundo, ¿no?

Uno de los testimonios más destacados de la revolución iraní de 1979 es el de Desmond Harney, un ex diplomático británico que habla farsi y que en aquella época sabía más de Irán que cualquier otro occidental. Aun así, como se lamenta en su diario, le asombró que Jomeini y sus mulás obtuvieran la victoria; estaba convencido de que la fuerza decisiva iba a ser el Frente Nacional, de izquierdas. “¡Es extraño pensar que el destino de este país ha cambiado gracias a un frágil, anciano y vengativo sacerdote sentado en una villa a las afueras de París, donde le rinde pleitesía la mitad del mundo iraní!”. Harney no había tenido suficientemente en cuenta los traumas que el programa de modernización del sha había causado en una sociedad profundamente tradicional.

El extraordinario intento de Jomeini de trasplantar una teocracia islámica al cuerpo de una nación-Estado moderna representó el apogeo de unas tendencias que llevaban años fraguándose en el mundo musulmán; 1979 fue el año en el que se convirtieron en realidad. En Arabia Saudí, un grupo de islamistas armados se apoderó de la Gran Mezquita de la Meca y la retuvieron durante dos semanas hasta que fueron reprimidos de manera sangrienta. En todo el mundo salieron a las calles muchedumbres de musulmanes, que culpaban de ese sacrilegio a los estadounidenses; aunque nada comparable con la reacción que estaba labrándose en Afganistán, donde jóvenes intelectuales como Ahmed Shah Massud habían leído a clásicos islamistas como Sayyid Qutb. Rebelados contra su propio Gobierno comunista, pronto se lanza – rían al combate contra las tropas del Ejército Rojo invasor. Algunos de ellos transformarían esa guerra en una yihad mundial mucho más amplia; entre ellos, un grupo de simpatizantes árabes afganos que formarían Al Qaeda.

¿Y el Papa? Josef Stalin ya había desechado las gestiones de la Santa Sede como factor político. “¿El Papa?”, cuentan que preguntó Stalin, despreciativo, al ministro francés de Exteriores. “¿Cuantas divisiones tiene?”. Cuan do Juan Pablo II hizo su épica visita a Polonia, en el verano de 1979, nadie fue lo suficientemente loco como para predecir que iba a inspirar la formación del sindicato independiente Solidaridad al año siguiente ni que iba a desencadenar una reanimación de la sociedad civil en toda Europa central y del Este que desembocaría en la caída del orden comunista menos de una década después. “Sin el Papa polaco, no habría habido revolución de Solida ridad en Polonia en 1980”, escribió posteriormente el historiador Timothy Garton Ash. “Sin Solidaridad, no ha bría habido el cambio radical de la política soviética respecto a Europa con Gorbachov; sin ese cambio, no habría habido revoluciones de terciopelo en 1989”.

La clave del desafío espiritual del Papa a los soviéticos fue la no violencia. Durante su visita en junio de 1979, unos trece millones de polacos salieron a las calles y los campos del país para recibirle, en directo desafío a un Gobierno con apoyo soviético que siempre había considerado a la Iglesia católica como un factor irritante. “Nos dimos cuenta por primera vez de que nosotros éramos más numerosos que ellos”, recuerda Radoslaw Sikorski en sus memorias, Full Circle (Sikorski, adolescente anticomunista en aquel entonces, es hoy ministro de Exteriores de la Polonia democrática). Como consecuencia, aunque no se le atribuye todo el mérito que le corresponde, la religión siguió siendo un ingrediente importante en los levantamientos pacíficos de 10 años después. Los acontecimientos de 1979 nos dicen mucho sobre la naturaleza de la contrarrevolución, que es muy importante entender, porque quizá estemos viviendo hoy otra. Tal vez, el análisis fundamental es que, aunque los contrarrevolucionarios sean reaccionarios, no son meros conservadores. Los conservadores aspiran a volver al statu quo anterior. Los contrarrevolucionarios entienden que sus adversarios revolucionarios han cambiado las reglas del juego de manera fundamental y que la reacción debe tener eso en cuenta.

Además, los contrarrevolucionarios más astutos se apresuran a explotar los logros revolucionarios para sus propios fines. Deng comprendió que, al imponer la unidad estricta en un país antes lleno de fisuras, la dictadura del proletariado de China había creado las condiciones necesarias para una economía completamente burguesa e implacablemente capitalista. (¿No tenía que haber sido al revés?). El programa de modernización del sha arrastró a legiones de jóvenes educados y subempleados de los pueblos a los márgenes de las grandes ciudades, que fueron reclutados por el tradicionalista Jomeini.

En cuanto a Thatcher, uno de sus rivales más elocuentes en su propio partido fue Ian Gilmour, que le reprochaba que no hubiera sabido ver que el verdadero conservadurismo consistía, sobre todo, en la adhesión al orden recibido: “El conservadurismo británico no es un ismo. No es… un sistema de ideas. No es una ideología ni una doctrina”. Thatcher, en cambio, encarnaba una paradoja contrarrevolucionaria clásica: quería el cambio, un cambio radical, para volver a la situación que existía antes. Thatcher cambió muchas cosas, por supuesto, como las otras grandes figuras de 1979. Sin embargo, hoy, 30 años después, volvemos a ver que hasta las ideas más atractivas tienen fecha de caducidad. Las contrarrevoluciones también acaban extinguiéndose y sucumbiendo de forma inevitable al estancamiento y la decadencia. El régimen iraní se parece cada vez más al que ellos quisieron destruir: corrupto, cínico, claramente distanciado del deseo popular de reforma y preocupado sobre todo por mantenerse en el poder. El socialismo con características chinas, el gran híbrido ideológico de economía liberal y represión política inventado por Deng, se esfuerza para solucionar o contener las demandas populares de aire y agua no contaminados, justicia, imperio de la ley y más libertades y oportunidades. La yihad suní iniciada en Afganistán hace 30 años sigue inmersa en un utopismo sangriento, que causa más víctimas entre los musulmanes que entre los infieles. El descrédito del capitalismo descontrolado por culpa de la Gran Recesión actual ha permitido ver que la contrarrevolución conservadora de Thatcher y Reagan ha envejecido, y sus seguidores están intelectualmente secos y políticamente marginados. Por eso, hoy la ideología se ha convertido en una categoría sospechosa en sí, e incluso el joven y esperanzado presidente de EE UU, Barack Obama, predica el cambio, al tiempo que rechaza las etiquetas y presume de ser un “pragmático”. Sin embargo, si hay algo que enseña el legado de 1979, es que la gente siempre está dispuesta a adoptar una visión seductora del futuro, sobre todo cuando se presenta como una cruzada moral frente a las fuerzas oscuras que conspiran contra el orden natural de las cosas. Hoy, como hace tres décadas, muchos expertos siguen hablando con el vocabulario de las batallas pasadas (“el regreso del socialismo”, “el triunfo de Keynes”), pese a que el futuro es, en el mejor de los casos, confuso. Las innumerables predicciones de condena o salvación no sirven de nada; lo único de lo que podemos estar seguros es de que nos sorprenderemos. Nuestra era moderna debe mucho a la Gran Reacción de 1979. Y nadie se la esperaba.