Poca gente tiene oportunidad de ver cómo un joven tímido se convierte en un dictador despiadado y sobrevivir para contarlo. Pero, para un profesor norcoreano, Kim Jong Il es mucho más que el hombre que mantiene secuestrado a su país. Es un antiguo alumno.

Kim Jong Il

Conocí a Kim Jong Il en octubre de 1959. Él estudiaba en el Instituto Superior de Namsan, un centro de élite, y yo tenía 27 años y era profesor de ruso en la Universidad de Educación de Pyongyang. Se daba la circunstancia de que también me habían elegido para ser uno de los tutores particulares de la familia del presidente norcoreano Kim Il Sung. Un día, el Gran Líder comentó que el ruso de su hijo le parecía muy pobre, y me dijo que fuese a su instituto y evaluase tanto el nivel de Kim Jong Il como la calidad de la enseñanza del ruso. Designado por Josef Stalin para gobernar Corea del Norte, y excelente hablante de ruso, Kim Il Sung consideraba que el estudio de este idioma era esencial para las relaciones con la URSS, principal valedora política, económica y militar de Corea del Norte. Fui a todas las clases de ruso del instituto, realicé evaluaciones, y entonces llamé a Kim Jong Il –que tenía 17 años– al despacho del director. Éste, uno de los profesores de ruso y yo realizamos conjuntamente, tal como había ordenado Kim Il Sung, un examen oral a su hijo. El examinado, por aquel entonces un simple estudiante, parecía estar muy nervioso, sentado él solo frente a nosotros para hacer un examen oral organizado a instancias de su padre. Aquel chico tímido de mejillas rojizas e hinchadas respondió dócilmente a todas las preguntas que le planteé.

“Por favor, abra el libro, Ri Su Bok, el Matrosov norcoreano, y tradúzcalo”, pedí a Kim.

El chico empezó a leer lentamente pasajes del libro y a traducirlos al coreano. Sus traducciones no eran extraordinarias, pero consiguió leer y traducir el texto sin cometer un error.

Un poco después, le dije: “Por favor, resuma los contenidos del libro”.
“¿Quiere decir en coreano?”, inquirió Kim.

“No. Deberá hacerlo en ruso, evidentemente”, le respondí.

Con cierto nerviosismo, empezó a hablar en ruso de forma entrecortada. Su nivel de conversación parecía estar por debajo de su nivel de lectura y traducción.
“Vale. Ahora evaluaré sus conocimientos sobre inflexiones nombre/adjetivo, tiempos verbales y la primera, la segunda y la tercera formas personales”.

Cuando su padre me ordenó evaluar el ruso de Kim, había alabado los conocimientos gramaticales de su hijo. Y tenía razón. Le lancé una lluvia rápida de palabras y me respondió sin la más mínima vacilación.

“Por último, le examinaré de conversación. Por favor escuche mis preguntas y comentarios y responda de manera acorde”. Le hice preguntas típicas como cuál era su nombre, qué día nació, la fecha y día de la semana o qué tiempo hacía, y aún así pasó grandes apuros para responder. Durante la fase final de la conversación se puso rojo y su frente se llenó de gotas de sudor. Sin alardear en ningún momento de ser el hijo del Gran Líder, Kim Jong Il soportó el examen con paciencia.

En mi informe sobre las clases de ruso en el Instituto de Namsan concluí que la enseñanza de la lengua hablada se encontraba por detrás de la formación gramatical. Al enterarse, Kim Il Sung se enfadó y exigió que los profesores que no hablasen ese idioma con fluidez fuesen despedidos. Recomendé implantar un nuevo programa de esta lengua centrado en la conversación, y sugerí que el próximo congreso nacional de profesores de ruso se celebrase en Namsan.

En enero del año siguiente, profesores de todo el país acudieron al instituto. Un Kim Jong Il seguro de sí mismo mostró a los asistentes su reciente dominio del ruso. La combinación de un nuevo programa y la constante presión de su padre habían dado frutos: el nerviosismo y la desconfianza que Kim había mostrado en el examen de unos meses atrás habían desaparecido. Como educador, me sentí muy gratificado por sus impresionantes progresos.

Han pasado casi cincuenta años desde que realicé aquel examen a Kim Jong Il, pero sigo recordando las preguntas que le hice, y lo que me respondió con su ruso de principiante: “Amo y respeto a mi padre más que a ninguna otra persona”, “quiero entrar en la Universidad Kim Il Sung cuando me gradúe en el Instituto Superior de Namsan” o “me gusta más ver películas que hacer deporte”.

No parece un momento extraordinario. Simplemente un profesor y un alumno comportándose como lo harían en cualquier parte. Por supuesto, ahora he visto suficiente mundo para saber cuán lejos de la normalidad está siempre cualquier cosa relacionada con Corea del Norte.
Si hubiese muerto combatiendo contra los americanos en la guerra de Corea –como estuvo a punto de ocurrirme– quizá nunca hubiera llegado conocer la corrupción moral de los ideales que defendía. Pero sobreviví. Fui a la Universidad. Aprendí ruso. Tuve la suerte de enseñar la lengua que amaba a varias generaciones de estudiantes, algunos de los cuales alcanzaron puestos influyentes por todo el país. Llegué a ser decano del Departamento de Lenguas Extranjeras. No fui especialmente rico ni privilegiado. Pero gracias a mis viajes fuera del reino ermitaño, a mis contactos y a la especial responsabilidad secreta de ser tutor de la familia de Kim Il Sung durante 20 años, tuve algo que mis compatriotas no tuvieron y siguen sin tener: una ventana a través de la cual comprender la dinastía que sigue aterrorizando a Corea del Norte.

Me gustaría poder decir que el joven tímido y voluntarioso que conocí aquel día de octubre es la verdadera persona que se oculta tras el dictador cruel y voluble que ahora conoce el resto del mundo. Pero han ocurrido demasiadas cosas desde entonces.

En 1991, durante una estancia como profesor visitante en Moscú, un agente surcoreano contactó conmigo. Me traía noticias increíbles. Podía organizar un encuentro con mi hermana mayor, que había huido al Sur durante la guerra de Corea y después se había ido a vivir a Chicago. Gracias a los servicios de inteligencia surcoreanos, íbamos a vernos por primera vez en más de cuarenta años. Durante todo ese tiempo ambos pensamos que el otro estaba muerto. No podía controlar mi emoción. Me suplicó que volviese a Estados Unidos con ella y me hiciese pastor religioso, el último deseo de nuestra madre en su lecho de muerte. Aunque no pude irme con mi hermana, aquél fue uno de los momentos más felices de toda mi vida.

Pero nuestra alegría duró poco. Otro espía, que nos había dejado su casa como punto de reunión, era en realidad un agente doble que trabajaba para el Norte. El Gobierno me dio instrucciones de regresar a mi país al día siguiente. Pero yo sabía perfectamente que no podía; me ejecutarían por traidor. La angustia se apoderó de mí al pensar las consecuencias que tendría para mi familia en Pyongyang el que yo no regresase. La deserción de un soldado o un estudiante ya es un mal asunto. Pero yo conocía detalles íntimos del entorno cercano de la familia gobernante. Seguramente considerarían mi traición como una ofensa personal.

Nunca regresé a Corea del Norte, y nunca más volví a ver a mi familia. Algunos años después, un ministro surcoreano bien relacionado me dijo que mi familia había sido enviada a un gulag y asesinada, víctimas inocentes de mi traición. A día de hoy no conozco ningún detalle sobre sus muertes, ni si cuando fallecieron me culpaban. Me corroe el dolor cada vez que imagino lo que Kim Jong Il le hizo a mi familia. Una y otra vez sueño que le mato y luego me suicido. He perdido la cuenta de los días y las noches que me he golpeado el pecho lleno de dolor y culpabilidad, incapaz de perdonarme por el destino espantoso al que condené a mi esposa amada –la compañera de mi vida–, a nuestras hijas y nuestro hijo, a sus maridos y esposas, e incluso a nuestros queridos nietos.

Pero estoy dispuesto a dejar a un lado mi doloroso odio hacia Kim Jong Il. Mi único deseo es que abra las puertas de Corea del Norte y permita a un pueblo hambriento y cansado disfrutar de la misma libertad y abundancia de la que disfrutan los surcoreanos, los estadounidenses y tantos otros. Hasta entonces, dejaré que el resto del mundo vea lo que yo he visto: un chico inocente que se convirtió en un monstruo, y un país donde las promesas se transformaron en un campo de concentración.

 

LA ESCUELA DESAPARECIDA

En septiembre de 1973, la hija de Kim Jong Il, Sul Song, iba a entrar en la Escuela Primaria de Namsan. Rodeado de altos álamos verdes donde los pájaros se posaban y cantaban, el colegio tenía aspecto de parque natural. Detrás del estadio de la escuela, sobre la colina de Haebang, estaban las mansiones de los altos cargos.

El pequeño emperador: Kim Il sung tenía gran interés en la educación de su primogénito.

Aquel entorno bucólico estaba reservado para los hijos de la élite (cargos del partido por encima del rango de viceministro). Disfrutaban de todas las ventajas ligadas a este lugar excepcional en la sociedad norcoreana: los mejores profesores, las mejores instalaciones, y sólo unos pocos días de trabajo obligatorio en granjas (frente a los entre 60 y 90 días normales). Los graduados en Namsan tenían garantizada plaza en cualquier universidad y la puerta abierta a una prometedora carrera profesional. Aislados de los hijos de la gente corriente, los estudiantes de Namsan acababan convirtiéndose en cargos del partido y del Estado. Evidentemente, los hijos de Kim Il Sung, incluido Kim Jong Il, estudiaron en Namsan. Durante sus años en el centro, Kim fue un estudiante bastante corriente. No destacó en los estudios, el arte, el deporte ni en ninguna otra área. Hizo pocos amigos. Tras graduarse, tanto él como sus hermanos fueron a la Universidad Kim Il Sung. La vida de su hija había sido planeada de un modo muy similar… hasta aquel día de septiembre.

El personal del centro aguardaba en la puerta de entrada con ramos de flores en la mano. Pasaron los minutos, sonó la campana, y Sul Song no aparecía. El personal empezó a ponerse cada vez más nervioso. Una hora después, la escuela recibió de las autoridades estatales el siguiente comunicado de una línea: “Kim Sul Song no se matriculará en la escuela de Namsan”. Desilusionados, los profesores y el personal del centro, que habían estado preparándose para la llegada de la niña, se quedaron preguntándose si, en vez de allí, estudiaría en el extranjero.

No tuvieron mucho tiempo para seguir dando vueltas al asunto. Ese día también comenzaba sus estudios en el centro otro alumno importante: Kim Min Chul, sobrino de la segunda esposa de Kim Il Sung. Recuerdo perfectamente aquel día, ya que me habían elegido para evaluar las aptitudes de ese niño de seis años de cara a una educación avanzada. La suegra de Kim Il Sung vino a ver el primer día de colegio de su querido nieto, y también se acercaron otros familiares, así que con la presencia de tanta gente importante hubo bastante ajetreo en la escuela.

Kim Jong Il se enfureció cuando supo que su única hija, durante su educación primaria, compartiría el foco de atención con un niño de las ramas laterales, los parientes que no pertenecen a la línea familiar principal. Así que había decidido contratar a un tutor particular en vez de mandarla a Namsan. Sacar a su hija del colegio fue una muestra pública de su hostilidad hacia su clan familiar, pero no eliminó a los posibles rivales de sus hijos. Por eso, Kim Jong Il hizo que su alma máter, donde había pasado gran parte de su juventud, fuese destruida.

Años después, en 1982, mientras él afianzaba su poder en el partido, la suegra de Kim Il Sung (buena amiga mía) relató cómo Kim Jong Il había llevado a cabo su plan. Lo primero que hizo fue sacar el tema de la escuela durante una reunión de altos cargos.

“Camaradas, ¿qué opináis del hecho de que la Escuela de Namsan esté situada justo frente a las oficinas del Partido Central?”

Sus aduladores captaron el mensaje: “Estimado Camarada Líder, ¿no será poco recomendable tener un colegio dentro del distrito del Partido Central?”, era la típica respuesta. “Creo que sería mejor que la Escuela de Namsan fuese reubicada en otro lugar”.

Kim Jong Il se sentía más satisfecho con cada gesto de asentimiento: “Eso mismo he estado pensando últimamente. Desde hace tiempo creo que la presencia de una escuela dentro del distrito del Partido es inadecuada, y estoy en contra de que los hijos de los altos cargos sean educados en una escuela especial como Namsan. ¿Por qué habrían de recibir un trato especial, y por qué habrían de ser educados sus hijos por su cuenta, aislados del resto de la población? Acabemos con esta división entre los cargos del partido y la población”.

La escuela se había creado con la intención de aislar a los hijos de los jerifaltes para intentar impedir la filtración de secretos de Estado. Pero, al igual que en muchos países comunistas, en realidad Namsan sólo sirvió para que el lujoso estilo de vida de los altos cargos permaneciese oculto a los ojos del resto de la población. Mientras los hijos de los norcoreanos corrientes comían harina de maíz con sopa y salsa artificial obtenida químicamente a partir de desechos de soja y kimchi sin sazonar, los alumnos de Namsan comían arroz blanco de alta calidad con carne, pescado y huevos. Si la población descubría esta desigualdad, la imagen del Estado socialista se vería dañada. Pocas noches después de la reunión, la Escuela de Namsan fue derribada por un escuadrón de demolición del Ejército norcoreano. Con su desaparición, desaparecieron también las esperanzas de los profesores y del personal del centro, de los alumnos y de los padres de alumnos que habían considerado a otros familiares como posibles herederos de Kim Il Sung. Al demoler el colegio, Kim Jong Il estaba reafirmando que él, y sólo él, era el sucesor legítimo. Aún hoy, mucho tiempo después de haberse convertido en el líder supremo indiscutible, se niega a permitir que graduados en Namsan entren en su círculo de confianza. Al fin y al cabo, quienes le han conocido desde joven van a considerarle humano, y no el centro de un culto sagrado a la personalidad.

 

¿UN MUNDO SIN COREA?

En el centro de exposiciones de Las Tres Revoluciones, en el noroeste de Pyongyang, hay colgada una gran inscripción que dice “Sin Corea del Norte, el mundo no tiene por qué sobrevivir”. ¿Qué significan estas palabras? ¿Y qué nos revelan –si es que revelan algo– sobre la mentalidad militar de Kim Jong Il? A finales de 1993, cuando el régimen norcoreano se disponía a retirarse del Tratado de No Proliferación Nuclear, se despertó en la península de Corea el temor a una guerra inminente. Los ojos del mundo estaban puestos en la región. No pasaba un día sin que los medios de comunicación internacionales hablasen de la crisis nuclear de Pyongyang.

En medio de tanta inquietud, Kim Il Sung convocó una reunión de todos los oficiales militares por encima del rango de comandante general. Un general que estuvo en la sala contó más tarde lo que ocurrió. Les planteó la siguiente pregunta: “Esos canallas de los americanos están a punto de iniciar una guerra contra nosotros. ¿Seremos capaces de derrotarles?”.

Los generales respondieron sin vacilar: “¡Sí, podemos ganar! ¿Cuándo hemos perdido nosotros alguna guerra? ¡Venceremos en todas las batallas! ¿Cómo podríamos perder si te tenemos a ti, Comandante de Acero, nuestro Gran Líder, para dirigirnos? ¡Oh, Gran Líder! ¡Simplemente danos la orden! ¡En un suspiro saldremos disparados hacia el Sur, expulsaremos a los americanos y unificaremos la madre patria!”. A pesar de semejantes demostraciones de bravuconería, Kim Il Sung no parecía satisfecho. “Todo eso está muy bien”, respondió. “Pero, ¿y si perdemos?, ¿qué haremos si perdemos?”. Nadie se esperaba esa pregunta de Kim Il Sung. En el mismo instante en el que el Gran Líder pronunció la palabra “perder”, los generales enmudecieron por completo. Mientras todos permanecían sentados paralizados por la angustia, Kim Jong Il –que tenía entonces 51 años– de repente se puso en pie. Con sus puños apretados en alto, gritó: “¡Gran Líder! ¡Me aseguraré de destruir la Tierra! ¿De qué sirve la Tierra sin Corea del Norte?”.

Kim Il Sung miró a su primogénito y sonrió: “Está claro que esa es la respuesta. Me agrada ver que en esta reunión acaba de nacer un nuevo general. A partir de este momento, te entrego el mando operativo del Ejército de Corea del Norte”.

Poco después, Kim Jong Il fue nombrado comandante en jefe del Ejército del Pueblo Coreano. Y una gran inscripción con sus palabras “Sin Corea del Norte el mundo no tiene por qué sobrevivir” fue diligentemente instalada en el centro de exposiciones, escaparate nacional de los logros industriales, tecnológicos, de la ingeniería y agrícolas del país.

En los 90, tras la caída del comunismo en la Unión Soviética, y mientras una ola de democratización y reformas se extendía por todo el mundo, Kim Jong Il optó por ir a contracorriente y aplicar una política de “primero el Ejército”. Fiel a su clásico lema “el Ejército es el núcleo de la revolución y el pilar que sustenta el Estado”, Kim pidió la militarización de la sociedad entera. Estaba convencido de que, aunque Corea del Norte era un país pequeño, él podría estabilizarlo y convertirlo en una nación poderosa y próspera agrandando el estamento militar.
En la actualidad, justo como él esperaba, su visión se ha hecho realidad, si bien gracias a una política de constante extorsión bélica. El comercio y las finanzas internacionales juegan sólo un papel marginal en la economía y en la seguridad de Corea del Norte, pero Kim ha conseguido obtener recursos de países más ricos y poderosos generando crisis e inestabilidad internacional. Su técnica de chantaje nuclear prácticamente garantiza ayuda internacional ilimitada para el país más militarizado del mundo.

 

‘PARAÍSO TERRENAL’

Proteger y servir: el pueblo de Corea del Norte sólo es libre para adorar a Kim Jong Il, y poco más.

Para vivir bajo un régimen totalitario uno tiene que anular diariamente su capacidad crítica. A día de hoy no hay lugar donde esto sea más cierto que en Corea del Norte. Gente que en otras circunstancias sería ética se retuerce hasta sostener opiniones morales indefendibles, porque se creen la tan repetida idea de que su país es un “paraíso terrenal”. En Corea del Norte, simplemente para sobrevivir, los ciudadanos tienen que pensar que viven en la tierra prometida. Una vez que el adoctrinamiento ideológico se traslada a la realidad, el dictador ni siquiera necesita estar encima para sembrar el miedo. No mientras los ciudadanos corrientes cumplan sus deseos. Todo esto es una mala noticia para quienes no encajan dentro de lo que Kim Jong Il considera una población sana y activa. En el paraíso ciudadano de Corea del Norte, los discapacitados –incluso las personas bajitas– son considerados infrahumanos. En 1989, Pyongyang albergó el Festival Mundial de los Jóvenes y los Estudiantes. Durante los preparativos para este encuentro internacional, el país entero fue exhortado a superar a los Juegos Olímpicos organizados por Corea del Sur el año anterior. El evento de Pyongyang debía ser mayor y más elegante. Uno de los métodos para lograrlo fue limpiar la ciudad de discapacitados.

Seis meses antes del festival, el Gobierno hizo una redada para capturar a los ciudadanos discapacitados y los envió a aldeas remotas. La mayoría eran relojeros, grabadores de sellos, cerrajeros y zapateros que hacían su vida en la ciudad. De la noche a la mañana, se les despojó por la fuerza de las vidas que tenían. Yo presencié de cerca esta política de purificación. Tengo un viejo amigo que, tras licenciarse en Medicina en la Universidad de Pyongyang, entró a trabajar en la Academia Estatal de Medicina. Fuimos compañeros en el instituto de Heungnam y luchamos juntos en la guerra de Corea. Éramos como hermanos. Un día de mayo de 1989, vino a visitarme a casa. Parecía muy alterado.

“¿Qué te pasa? Te veo muy preocupado”, dije a mi amigo.

“Bueno, estoy bien, supongo… pero he hecho algo horrible. Algo abominable”.

“¿Qué quieres decir? No eres una mala persona”.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. “He cogido como lisiados a gente normal y sana y la he mandado lejos para siempre”, me dijo. “Lo que he hecho es inhumano. Nunca volveré a caminar con la cabeza alta”. Mi amigo, que en aquella época era un médico bien relacionado, me contó que el Partido Comunista le había ordenado coger a los habitantes de menor estatura de Pyongyang y de la provincia de Pyongan Sur. En contra de su conciencia, fue a esas zonas e hizo que los representantes locales del partido repartieran unos panfletos propagandísticos. En ellos se decía que el Estado había desarrollado un fármaco que podía aumentar la estatura y estaba reclutando gente para recibir el nuevo tratamiento. En apenas dos días, miles de personas vinieron a por el nuevo medicamento.

Mi amigo me contó cómo seleccionó a los más bajos entre la multitud. Les dijo que el fármaco funcionaría mejor si se consumía regularmente en un ambiente con aire limpio. La gente, por propia voluntad y sin sospechar nada, subió a bordo de dos barcos, en uno las mujeres y en otro los hombres. Fueron enviados, cada sexo por separado, a diferentes islas deshabitadas con la intención de evitar que sus genes inferiores pasasen a una nueva generación. Ninguno regresó a su hogar y se los dio por muertos. Fueron obligados a pasar el resto de sus vidas alejados de sus familias y lejos de la civilización.

“Casi no puedo creerlo, cómo he hecho algo tan horrible”, me dijo.

Mi amigo, que sigue viviendo en Corea del Norte, pasará el resto de su vida atormentado por la culpa. Al mismo tiempo, nunca olvidó recordarme, una y otra vez, que este suceso era un secreto de Estado que yo no iba a contar absolutamente a nadie, ni siquiera a mi mujer. Guardé su secreto durante unos dieciséis años. Ahora ya no le veo mucho sentido a proteger a un partido, a un Gobierno y a un líder que no han hecho lo mismo por su pueblo.

A finales de junio, Estados Unidos dio un paso radical y con alto contenido simbólico: sacó a Corea del Norte de su lista de Estados que apoyan el terrorismo. Como parte de la negociación a seis bandas para animar a Corea del Norte a renunciar a su programa nuclear, la medida puede merecer la pena. Pero la ausencia de pruebas concluyentes no significa que algo no sea cierto. Aunque en la actualidad se habla de los posibles nexos de Kim Jong Il con el incipiente programa nuclear sirio, un episodio de hace 25 años me recuerda los peligros, muy reales, que Corea del Norte plantea a la estabilidad internacional.

Un brillante ex alumno mío había ascendido hasta convertirse en alto cargo del Departamento de Propaganda y Agitación del Partido Central. Un día de octubre de 1983 nos invitó a mí y a otros dos profesores a cenar a su casa. Vivía en un complejo de pisos de lujo para dirigentes del partido por encima del rango de director. Compartía la vivienda con su hijo, que era reportero especial de la agencia oficial de noticias de Corea del Norte.

De repente, en medio de la cena, el hijo de nuestro huésped entró corriendo sin aliento en la sala.“Papá, tenemos un serio problema”, dijo. “¿Has oído las noticias?”

Nos dio un vuelco el corazón. ¿Qué podía haber ocurrido para que un reportero experimentado estuviese tan alterado?

“Acaba de llegar esto por telegrama. Han fallado. La situación es grave. El muy tonto ha sobrevivido, y en vez de él han muerto sus subordinados. Nuestro reportaje ya no sirve para nada, y nos han mandado a todos a casa”.

Rápidamente nuestro huésped se excusó y regresó a toda prisa a su oficina. Los tres invitados nos marchamos del piso desconcertados y preocupados.

En un par de días, las noticias sobre un atentado terrorista se habían propagado mucho más allá del piso de mi amigo. En aquel momento nos contaron que un atentado con bomba en Birmania (ahora, Myanmar) había errado por poco su objetivo: el presidente de Corea del Sur, que se encontraba allí de visita. En Pyongyang, manifestantes de todo el país culparon del atentado a un agente surcoreano sin escrúpulos y, más en general, a los “imperialistas americanos”. Por todas partes se escuchaban llamamientos a liberar a los hermanos del Sur mediante una guerra revolucionaria. Sólo entonces pude adivinar el motivo de la conmoción ocurrida dos noches antes en casa de mi amigo: su hijo había sido informado con antelación del atentado en Birmania y, dando por hecho que tendría éxito, había redactado la noticia por adelantado. Había supuesto que el presidente surcoreano y todos sus acompañantes estarían muertos. Nuestro huésped, mi antiguo alumno, con el cargo que ostentaba, no sólo debía de estar al tanto de la operación, sino que probablemente había ayudado a planearla.

En Corea del Norte existe un brazo poco publicitado del Partido Comunista, llamado Oficina 3, que supervisa todas las operaciones relacionadas con su vecino del Sur. Otro ex alumno que trabaja en este departamento comentó que el director de un equipo especial asignado a la operación birmana fue súbitamente despedido. Después nos enteramos de que había sido degradado a secretario del partido en una pequeña fábrica en la ciudad costera oriental de Sinpo, por hacer fracasar la misión secreta de asesinar al presidente de Corea del Sur.

El atentado terrorista con bomba del 9 de octubre de 1983 en el mausoleo de Aung San se cobró las vidas de 17 miembros del Gobierno surcoreano, incluyendo la del viceprimer ministro Suh Suk Joon y la del ministro de Asuntos Exteriores, Lee Beom Suk. Otras quince personas sufrieron heridas graves. Un año después, el Gobierno birmano informó a la ONU de que Corea del Norte estaba detrás del atentado y cortó relaciones diplomáticas con el régimen comunista. Yo me enteré de esto sólo años después, cuando fui a Seúl. En su momento no pude conocer la verdad, me encontraba ocupado siendo convocado diariamente a manifestaciones de condena al régimen surcoreano por el atentado.

Ahora, cuando oigo hablar de algún suceso trágico ocurrido en la península, como lo que pasó en julio, cuando un soldado norcoreano mató de un disparo a un turista surcoreano de 53 años, pienso en las mentiras que el Gobierno del Norte debe de estar contando a sus ciudadanos. Quiero decir, si es que siquiera llegan a oír algo.

 

EL ENEMIGO DE MI ENEMIGO

Han pasado 30 años desde que vi a Kim Jong Il por última vez. Tras dejar Pyongyang, pasé unos diez años en Corea del Sur. Y ahora vivo en Estados Unidos, el país que, según me decían, era mi enemigo a muerte.

Desde el otro extremo del mundo, a menudo pienso en Kim. Supongo que cualquier día la bala de un subordinado dolido acabará con él. ¿Y quién podría reprochárselo? Kim ha llevado a su pueblo a la muerte por inanición. Es la única persona en todo el país que disfruta de libertades fundamentales y derechos humanos. Ha conseguido cerrar los ojos, los oídos y la boca al pueblo norcoreano. Y aún así, espero que no muera de forma tan trágica. En ocasiones, rezo por él. Más que nada, me entristece ver cómo ha cambiado desde aquel día en el que le conocí, hace tanto tiempo. A veces, incluso me siento culpable, pues podría decir que estoy en deuda con su familia. Gracias a la gran devoción de su padre por la educación, yo estudié gratis y llegué a ser profesor de Universidad.

En estos momentos mantengo el optimismo. Las noticias del mundo exterior han ido filtrándose de forma silenciosa. Cada día que pasa, aumenta el número de personas que se marchan del país. Más de 10.000 norcoreanos se han reinstalado en el Sur, y decenas de miles viven ocultos en China. Por mucho que Kim intimide a su pueblo con las armas, cada vez más gente está dispuesta a abandonarle. Aunque se niegue a abrir las pesadas y resistentes puertas del régimen, la corriente de la historia ha cobrado suficiente fuerza para reventar ese dique de contención.

Si alguna vez Kim Jong Il se da cuenta de que le conviene abrir Corea del Norte, yo regresaré a Pyongyang al día siguiente. Quiero diseñar el mejor sistema educativo del mundo, apoyándome en las experiencias que he acumulado en Seúl y Estados Unidos. Pero ya tengo más de 75 años. Siento cómo me marchito cada día que pasa. Antes de que esté tan débil que mi experiencia no valga para nada, me encantaría ver a Kim Jong Il por última vez y enseñarle una última lección. Yo, que llegué a profesor de Universidad gracias a su padre; yo, que he viajado a Rusia, a Seúl y ahora, a Washington. Ya no le odio. Siento lástima por él. Aunque mató a mi familia, le he perdonado.

 

¿Algo más?
North of the DMZ: Essays on Daily Life in North Korea (McFarland & Company, Jefferson, Virginia, EE UU, 2007), de Andrei Lankov, describe los sin sentidos que caracterizan la difícil pero audaz existencia de muchos norcoreanos. Para conocer una de las mejores descripciones de la vida en un gulag norcoreano, lea Aquariums of Pyongyang (Basic Books, Nueva York, 2001), de Kang Chol Hwan y Pierre Rigoulot. En The Reluctant Communist: My Desertion, Court-Martial, and Forty-Year Imprisonment in North Korea (University of California Press, Berkeley, 2008), Charles Robert Jenkins y Jim Frederick relatan la vida de Jenkins como desertor estadounidense prisionero en el reino ermitaño.

Para saber más sobre cómo el sistema educativo de Corea del Norte transforma la mente de los jóvenes en obedientes siervos del Estado, lea Human Remolding in North Korea: A Social History of Education (University Press of America, Lanham, 2005), de Kim Hyung Chan y Kim Dong Kyu. Korea’s Place in the Sun: A Modern History (W. W. Norton, Nueva York, 1997), de Bruce Cumings, es un ameno relato de la historia reciente de Corea.