Manifestación tras los atentados en el Museo Nacional Bardo. (Valery Hache /AFP/Getty Images)
Manifestación tras los atentados en el Museo Nacional Bardo. (Valery Hache /AFP/Getty Images)

Naciones Unidas, la UE y la OTAN han de proponer un Plan Marshall al país más pequeño del Norte de África.

En invierno de 2011, una alianza bajo los auspicios de la OTAN intervino en Libia para proteger a los habitantes de Bengasi de las intenciones asesinas de Muamar Gadafi. Dirigida por Francia y Reino Unido -Estados Unidos fue un socio más reacio-, la intervención sobrepasó el mandato de la ONU y acabó, con gran apoyo de Qatar, derrocando al régimen y con el dictador asesinado. Cumplida la tarea, los franceses, británicos y estadounidenses se fueron, ajenos al peligro de que las armas acumuladas durante los 42 años de gobierno de Gadafi cayeran en malas manos, a pesar de las advertencias de veteranos militares y diplomáticos argelinos y occidentales.

En enero de 2013, Malí estuvo a punto de desintegrarse cuando se apoderaron de la región norte varios grupos de malienses armados que habían luchado con Gadafi y que se habían quedado con el armamento moderno y los vehículos militares abandonados sin vigilancia en el centro de Libia. Fue necesaria una intervención militar de Francia para impedir que el país desapareciera. Ese mismo mes, el yacimiento argelino de gas de In Amenas, próximo a la frontera con Libia, fue tomado por terroristas a los que dirigía el hoy famoso árabe chamba del sur de Argelia Mokhtar Benmokhtar. La reacción de las fuerzas de seguridad argelinas fue brutal, pero lograron impedir que el yacimiento de gas se convirtiera en una bola de fuego.

Entre 2011 y 2012 llegaron a Túnez 1,3 millones de refugiados procedentes de Libia. Con el tiempo se evacuó a 600.000 trabajadores extranjeros y el millón de libios restante descendió poco a poco hasta 500.000. Esta cifra podría aumentar si en Libia se agrava el caos. Los tunecinos mostraron una enorme solidaridad con los refugiados libios, pero la paciencia se les está agotando. Durante los últimos cuatro años, ni Naciones Unidas ni la Unión Europea, ni mucho menos la OTAN, han arrostrado las consecuencias de una intervención que, según dijo el mes pasado en Bruselas uno de los máximos responsables de la Alianza a un grupo de altos funcionarios argelinos, “fue un grave error de la comunidad internacional y los libios”.

Después del ataque asesino contra turistas extranjeros que visitaban el Museo del Bardo de Túnez, que forma parte de un antiguo conjunto palaciego a las afueras de la ciudad en el que también se incluye la Asamblea Nacional, ha llegado el momento de que la Unión Europea esté a la altura de las ambiciones de la política mediterránea que tanto le gusta proclamar y el irresponsable entusiasmo del ex presidente Nicolás Sarkozy ante la intervención en Libia. Ha llegado el momento de que la OTAN afronte las consecuencias inesperadas que ha tenido para la seguridad lo que confiesa -aunque sea en privado- que fue “un grave error”. Ha llegado el momento de que Naciones Unidas organice un Plan Marshall para evitar que Túnez caiga presa de más disturbios.

Si empeorase la situación, la llegada cada vez más numerosa de refugiados africanos, que, empujados por los pillajes de las milicias armadas, huyen en barcos hasta las costas del sur de Italia, se convertirá en una avalancha con repercusiones en toda Europa. Túnez ya no tiene los medios militares necesarios para controlar su frontera con Libia, en la que unos contrabandistas cada vez más violento trafican con armas, drogas y todo tipo de productos asiáticos que inundan el país y destruyen las industrias locales. Los atroces asesinatos de hace unos días disuadirán a muchos extranjeros de visitar Túnez, ahora que, cuatro años después de la caída del ex dictador Zine el Abidine Ben Alí, el sector turístico estaba recuperándose. El año pasado visitaron el país más de seis millones de turistas.

Los cuatro turbulentos años transcurridos desde el fin de la dictadura han dejado una economía más frágil. La deuda exterior ha aumentado, el déficit comercial también, los productos básicos se han encarecido y hay menos puestos de trabajo. Era algo inevitable, y habría sido posible controlar las consecuencias si no hubiera sido por el caos en Libia. La transición de Túnez ha sido genuina: en ningún otro país árabe hay un Gobierno islamista que haya ganado y perdido el poder en elecciones libres. No hay ningún otro Estado de la orilla sur del Mediterráneo que no sea hoy una autocracia religiosa o militar.

Durante muchos años, el Banco Mundial, la Unión Europea y Davos han dicho que Túnez era un modelo de desarrollo en el mundo árabe. Es cierto que allí hay una dinámica clase media, trabajan muchas empresas extranjeras y las mujeres gozan de más derechos que en ningún otro país árabe, una igualdad (salvo en los asuntos relacionados con la sucesión) que el fundador del Túnez moderno, Habib Burguiba, les concedió en 1956, décadas antes de que las mujeres de España, Francia o Italia obtuvieran los mismos derechos. Túnez ha sido tradicionalmente una voz de moderación y pragmatismo en el Mediterráneo; entre otras cosas, a propósito de Palestina. El pasado otoño, el Banco Mundial hizo público un nuevo informe que daba que pensar. El documento confesaba sus errores con una sinceridad nada habitual en una institución así. Reconocía que el sistema de la seguridad social no protege a los más pobres y que “paradójicamente, beneficia sobre todo a los más acomodados, de modo que agudiza las desigualdades y las tensiones sociales”. El informe hablaba de las cosas que no había sabido ver “detrás de la fachada reluciente que solía presentar el régimen anterior”. Para quienes deseen entender por qué el crecimiento de Túnez estuvo atrofiado tantos años, el capítulo 3 del informe, sobre “Amiguismo, rendimiento económico y desigualdad de oportunidades”, ofrece una guía excelente sobre unas prácticas que, en diferentes grados, se observan en la mayoría de los países de la región.

Ninguna de estas cosas va a hacer que regresen los miles de millones de dólares escondidos por el clan de Ben Alí en bancos, propiedades y oro y repartidos por toda Europa, empezando por Francia y Suiza. ¿Pero no es evidente que Europa tiene una deuda moral con Túnez? Si no lleva a la práctica la retórica de su política exterior, en este caso mediterránea, perderá de inmediato toda credibilidad. Ha llegado la hora de que países mediterráneos como España e Italia propongan un Plan Marshall para Túnez. Los 15.000 millones de dólares que se calcula que necesita el país en préstamos, inversiones y ayuda de seguridad durante los próximos cuatro años no son nada en comparación con el precio que tendrán que pagar la UE, la OTAN y el mundo en general si hunden las condiciones de seguridad en el punto de paso estratégico entre el Mediterráneo oriental y occidental.

En contra de lo que muchos dirigentes occidentales parecen creer, la historia no comenzó el día que juraron sus cargos. En el Mediterráneo, la gente tiene buena memoria, y no solo en la orilla sur: en Grecia también. En Túnez, el Gobierno otorgó a su pueblo la primera Constitución moderna del mundo árabe y otomano en 1861. La historia de Túnez está entretejida con la de Europa desde hace siglos. Ya es hora de que la ONU y Occidente ofrezcan un Plan Marshall al país más pequeño del Norte de África.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia