Carteles en los que se puede leer “Je suis Charlie” y “La libertad es grande” en uno de los monumentos de la Plaza de la República en París, Francia, enero 2015. Martin Bureau/AFP/Getty Images)
Carteles en los que se puede leer “Je suis Charlie” y “La libertad es grande” en uno de los monumentos de la Plaza de la República en París, Francia, enero 2015. Martin Bureau/AFP/Getty Images)

Dejar enfriar la alarma social, responder de manera proporcionada, no legislar con prisas… Algunas claves para que la batalla contra el extremismo islamista no ponga en riesgo las libertades y valores que implica, de verdad, “Je suis Charlie”.

Esto no es un debate académico de chaquetas oscuras de pana, coderas, gafas de pasta y PowerPoint. Hablamos de que exista otro motivo más para que las fuerzas de seguridad intervengan las comunicaciones sin la autorización de un juez. Hablamos también de que a alguien se le limite la salida de un país por meros indicios, de que algunas comunidades étnicas y religiosas se vean criminalizadas por sus ideas y de que se cometan errores de bulto legislando en caliente para enfriar la alarma social en año de elecciones.

Juan Santos Vara, profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Salamanca, subraya a esglobal que “antes de nada debemos reconocer que no tenemos instrumentos legales suficientes para combatir el yihadismo en Europa y que los nuevos instrumentos deben respetar el equilibrio entre seguridad y libertad”. El primer requisito para que ese equilibrio funcione es que la respuesta a la amenaza sea proporcionada y la única forma de que lo sea es que no la exageremos.

Daniel Byman y Jeremy Shapiro denuncian en un artículo reciente para la publicación Foreign Affairs que Irak demostró que los yihadistas retornados no eran tan violentos como se creía y sugieren que corremos el riesgo de sobredimensionar el peligro una vez más con Siria. Otro experto, Thomas Hegghammer, ha publicado en una de las revistas especializadas más prestigiosas del mundo una base de datos con la proporción de combatientes islamistas retornados desde 1990 hasta 2010 que cometieron actos terroristas a su regreso. Las cifras que maneja, como él mismo reconoce, tienen limitaciones, pero sirven para apreciar que se trata de una fracción mínima.

 

Alarma social

Por lo tanto, aunque la amenaza existe y el reguero de víctimas resulta innegable, hay que ser muy cautos con la respuesta porque puede acabar siendo desproporcionada. Un elemento adicional atiza el fuego de esta posibilidad: los debates sobre inmigración o terrorismo, bien engrasados por la alarma social, propician una legislación exprés que a veces recorta libertades innecesariamente. Los políticos aspiran a demostrar, más si cabe en año electoral y cuando las intenciones de voto anuncian cambios sustanciales en el mapa del poder, que están haciendo algo, que actúan con contundencia a la hora de resolver problemas acuciantes.

Hay ejemplos muy recientes de ello. Uno, recuerda el profesor de Derecho Constitucional y experto en inmigración de la Universidad de Barcelona Eduard Roig, es el caso de “las llamadas devoluciones en caliente que practican las fuerzas de seguridad en la valla de Melilla y que establece la Ley de Seguridad Ciudadana aunque son inconstitucionales”. Y otro ejemplo, señala Juan Santos Vara, es la segunda vida que está experimentando ahora mismo el debate sobre “la recopilación de datos de pasajeros de aviones, conocidos como passenger records, sin suficientes garantías y para todos los países de la Unión Europea”. Ni Santos ni Roig son alarmistas pero quieren que los legisladores extremen la prudencia.

Todas las precauciones son pocas cuando las dificultades a las que se enfrentan son tan enormes y empiezan con la propia definición de lo que es un yihadista. Según una resolución clave del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, tienen que cometer o planificar atentados, reclutar o financiar a otros para que los lleven a cabo o proporcionar o recibir adiestramiento con fines terroristas. También se puede considerar yihadista a quien paga las facturas de grupos como el Estado Islámico y hace posible con su dinero que estos delincuentes viajen a frentes como Siria, Irak o Afganistán.

 

Los grandes riesgos de la letra pequeña

Puede parecer una definición perfecta pero el diablo está en los detalles y ahí es donde residen las amenazas contra la libertad. Supongamos que un musulmán de ideas extremistas y nacionalidad española nunca ha ido a la guerra ni ha recibido formación terrorista. Asumamos que tampoco ha patrocinado con sus ahorros el asesinato de inocentes ni ha reclutado a nadie. Aunque la ONU recomendaría en este caso que se le impida salir del país si las fuerzas de seguridad ven un riesgo claro en sus intenciones, Eduard Roig matiza que “la Constitución no permite tomar una decisión tan grave como retirar el pasaporte por indicios de delitos futuros”. Eso significa que si se permite limitar sus movimientos por algo que no ha hecho y que nadie sabe si hará alguna vez, se abriría la puerta a que otros muchos españoles vean restringidos los suyos por idénticas razones.

Otro problema grave aparece cuando queremos determinar que un integrista pertenece a una banda armada como la que fundó Osama Bin Laden. Las leyes españolas están preparadas sobre todo para fenómenos como ETA, que poseía una estructura jerarquizada y prácticamente militar donde a los miembros casi les faltaba el carnet de socio y nadie reivindicaba un atentado que no era suyo. Mark Dechesne, de la Universidad de Leiden, recuerda en un análisis que esto no tiene nada que ver con la descentralización y vaga coordinación tecnológica de grupos como el Estado Islámico o Al Qaeda. No sólo es más difícil saber quién es realmente uno de sus miembros sino que, advierte Dechesne, se corre el peligro de confundir a los auténticos terroristas con los movimientos religiosos a los que dicen representar.

Por supuesto, hay que ser muy ingenuo para negar que dentro de esos movimientos se integran miles de personas que justifican los atentados en aras de un supuesto bien superior (sea religioso, patriótico o de cualquier otro tipo). Es natural que la mayoría de los españoles rechacen esas ideas con la misma intensidad, pasión y razón que rechazaron las de quienes veían en el terrorismo etarra una forma legítima de alcanzar la independencia del País Vasco.

Resulta mucho más peligroso, sin embargo, que relacionen a una amplia comunidad de millones de miembros con aquellos que defienden la violencia, y también lo es que confundan a los delincuentes con quienes aceptan de buen grado sus métodos. Sería lo mismo que vincular a todos los independentistas vascos con ETA e identificar a todos los pro-etarras con los asesinos. Estaríamos poniendo en peligro la libertad de conciencia y de culto, dos pilares básicos que garantizan la democracia y los derechos que intentamos defender frente al horror yihadista. Por el camino, además, facilitaríamos el reclutamiento de nuevos candidatos para el EI o Al Qaeda, porque estos grupos utilizarían nuestros prejuicios para poner de relieve que la guerra tiene dos bandos: el que lidera Occidente y el que ellos aspiran liderar.

Si es difícil demostrar que alguien pertenece a las filas del terrorismo islamista, no lo es menos documentar que ha cometido atentados concretos en lugares como Siria o Irak. Como recuerda el experto de la Universidad de Salamanca Juan Santos Vara, “es distinto afirmar que alguien ha combatido en una guerra civil, algo que es legal, y acreditar que ha quebrantado el derecho internacional humanitario bombardeando escuelas”. No puede haber tampoco en este caso presunción de culpabilidad si queremos respetar los derechos humanos, los suyos y los nuestros, y se necesitarán pruebas, no indicios, de que estamos ante un terrorista. Habrá que tener en cuenta, igualmente, que no empuñan el kaláshnikov contra la Guardia Civil o un Estado de Derecho sino contra las milicias de un dictador, Bashar al Assad, que ha llegado a utilizar armas químicas contra la población civil.

Cuando nos enfrentamos a un asunto tan laberíntico y decisivo en año de elecciones, debemos asegurarnos de que nuestros líderes políticos no legislen en caliente para calmar una alarma social que exagera la amenaza que representan los islamistas retornados de los baños de sangre que tiñen de tristeza y tragedia Oriente Medio. Corren el serio riesgo no sólo de cometer unos errores de bulto que se opongan a nuestros valores y principios más sagrados, sino también de espolear el reclutamiento de nuevos yihadistas. No es así cómo se defienden las libertades que pagaron con sus vidas los dibujantes y redactores de Charlie Hebdo. No debemos olvidar nunca lo que significa realmente “Je suis Charlie”.