El enésimo intento de integración del continente latinoamericano está ya en marcha. ¿Qué lo diferencia de los anteriores, todos fracasados? Que Brasil está detrás.

 

Veintitrés de febrero de 2010. Playa del Carmen. México. El paradisíaco lugar junto al mar cristalino no podía ser mejor sitio para que los latino-americanos y caribeños se declararan su amor. Nada menos que 32 jefes de Estado desde el Río Bravo hasta Tierra del Fuego se dieron el “sí”: Sí, queremos ser una mancomunidad. Sí, queremos cumplir el sueño de Bolívar… Sin gringos ni canadienses, sólo nosotros. “Nuestra América”, como proclamara el cubano José Martí en 1891 en Nueva York. Ese día se creó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELC), un nuevo organismo que debe comenzar a andar a mediados de este año y que supone el último y más ambicioso proyecto de integración regional. ¿Pero cuántas veces se intentó en 200 años de independencia? ¿Qué diferencia hay con respecto a otros planes similares? Hay una fundamental: Brasil.

Los intentos de integración que comenzaron en los 70 tuvieron siempre un fin primordialmente comercial. ALALC, ALADI… elija la sigla. Todos fueron proyectos marcados por los intereses mercantiles de una región donde la mayoría de los países no ha mantenido un rumbo económico estable. Nuevo gobierno, de derecha o de izquierda: borrón y cuenta nueva. Sin embargo, en los últimos años algo ha cambiado. Hay países como Chile, Brasil, Uruguay o Colombia que, aun cuando les queda mucho trabajo para forjar una sociedad más justa e igualitaria, han logrado un enorme grado de estabilidad tanto política como económica, al margen del color de sus gobiernos. Y no hay duda de que la fortaleza y el potencial del Brasil que empezó a construir el ex presidente Fernando Henrique Cardoso y que afianzó su sucesor, Lula da Silva, marcan una diferencia clave entre los anteriores intentos de integración y el que alumbra la CELC. Es poco probable que los cimientos de las políticas públicas y económicas brasileñas cambien, independientemente de quien gane las elecciones este año. Sea la candidata del Partido de los Trabajadores (PT) de Lula, Dilma Rousseff, o su rival del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), José Serra, también es previsible que ambos compartan las grandes ambiciones internacionales que Brasil ostenta.

Ilustraciones de Elena Ferrándiz para FP Edición Española

Porque no hay duda de que los más recientes proyectos de integración tienen la marca de Brasilia. Aunque justamente la CELC es un empeño del presidente mexicano Felipe Calderón por recuperar algo de la influencia que ha perdido México en la región, los cimientos de esta iniciativa se pusieron en la cumbre extraordinaria del Grupo de Río de 2008 en Salvador de Bahía. Es difícil encontrar en la historia brasileña una etapa donde la diplomacia haya sido tan activa como durante la era Lula: el país tiene todo que decir en la Organización Mundial de Comercio y en el debate sobre el cambio climático, es unos de los fundadores del G-20, lleva la batuta en la campaña para ampliar el Consejo de Seguridad de la ONU, ha forjado un polo mundial de peso con China –que será el segundo mayor inversor en América Latina para 2020–, Rusia e India (los BRIC) y, recientemente, ha sido aceptado por Irán para mediar en la crisis nuclear que lo enfrenta a EE UU.

Dentro de América Latina, Brasil mantuvo vivo Mercosur a pesar de los roces con Argentina y la decepción de Uruguay, lideró la fuerza de paz de la ONU en Haití y ahora es uno de los mayores contribuyentes a la reconstrucción tras el terremoto que devastó el país caribeño en enero pasado. Itamaraty jugó un papel clave en la crisis tras el golpe en Honduras. Y aunque el resultado no fue el deseado por Lula –la restitución de Manuel Zelaya en el poder–, Brasilia arrebató a México su papel de potencia en América Central. Hay que recordar que la diplomacia mexicana fue clave en los procesos de paz centroamericanos a través del Grupo Contadora de los 80. Sin embargo, la enorme dependencia comercial de EE UU y la división política interna han ido menguando la influencia mexicana en la región. Y Brasil, que política y económicamente es más estable, ha ocupado ese lugar.

Unasur es un invento brasileño. El organismo político regional ha sido clave para desactivar la crisis interna boliviana y enfriar los ánimos entre Venezuela y Colombia, y ha funcionado como un mecanismo de integración política complementario a los dos bloques comerciales de la región, Mercosur y la Comunidad Andina. Pero, sobre todo, ha sido un organismo con el que Brasilia ha ejercido el control sobre sus vecinos. Su poder ha sido determinante para excluir al presidente hondureño Porfirio Lobo de la reciente cumbre UE–América Latina y el Caribe de Madrid, en la que tampoco participó el líder venezolano Hugo Chávez. Lula no reconoce a Lobo como presidente legítimo, y España tuvo que ceder a la presión de Unasur para evitar el fiasco.

 

 


 

 

La internacionalización no ha sido sólo política, también empresarial. El país es el que más avanza en el programa de integración de infraestructuras (IIRSA), y su banco de desarrollo, el BNDES, el segundo mayor del mundo, está presente en muchas iniciativas de la región. Sin el apoyo brasileño, el Banco del Sur, proyecto encabezado por Chávez, no hubiese existido. Lula ha forjado una Unasur claramente capaz de hacer frente al ALCA impulsado por EE UU y de mantener a raya al ALBA dirigido por Venezuela. Uno para todos y todos para Brasil.

“Una verdadera integración latinoamericana no puede existir sin la presencia activa de Brasil. Y aunque el país es, por razones culturales, institucionales y territoriales, tremendamente distinto de los países de la América hispana, éste no es el principal obstáculo para el desarrollo de la CELC. El principal problema es la propia motivación: un proceso de integración jamás será exitoso si sólo se forja como reacción a un factor externo [como la rivalidad con EE UU]. La integración perdura cuando hay motivaciones comunes entre sus miembros, que permiten que un eventual alineamiento táctico ante una determinada amenaza evolucione hacia la construcción de una visión común de espacios y de políticas compartidas que resultan en un mayor bienestar y en una mejor posición de los Estados parte frente al mundo, algo que no hubieran conseguido cada uno por su lado. El problema es que nadie, ni siquiera Bolívar en su tiempo, ha sido capaz de crear una hoja de ruta para la integración latinoamericana”, explica el brasileño Alberto Pfeifer, director del Consejo Empresarial de América Latina.

Una de las personas que más ha estudiado el tema de la integración en el continente, el veterano político y académico brasileño Helio Jaguaribe, ha sostenido que lo más saludable para conseguir la integración es dar a sus miembros la mayor autonomía posible. En la misma línea se ha expresado Marcel Fortuna Biato, asesor especial de asuntos internacionales en la presidencia de Brasil. “Brasil no pretende ejercer liderazgo, pero confía en que sus avances en estabilidad económica con inclusión social sean de relevancia más allá de sus fronteras (…) la integración regional no es incompatible con la globalización. Más bien al contrario: la capacidad de actuación soberana de cada país en una economía globalizada se refuerza en el contexto de un bloque regional”.

Sin duda, Brasilia ha diseñado un plan de integración, pero teniendo muy en cuenta el principio de no intervención consagrado en el derecho panamericano. Quizá esto es lo que guió a Lula a no abrir la boca cuando falleció el disidente cubano Orlando Zapata tras una huelga de hambre de 86 días y en el mismo día en el que nacía la CELC. El presidente brasileño llegó de visita a La Habana horas después de producirse la muerte, y su silencio, al margen de cuestiones ideológicas, supuso un revés en la buena relación de Lula con Washington y probablemente acabó con la posibilidad de que Brasilia actuara como mediador entre Obama y los Castro. Tal vez es una cuestión de tiempo que la diplomacia brasileña se atreva a echar el guante a los asuntos más espinosos, como la dictadura cubana. Quizás la ha frenado lo que Fortuna Biato llama “paciencia estratégica”: “En un mundo que abandona antiguos paradigmas económicos y quiebra mitos ideológicos, reforzar la confianza y disolver los recelos, atreverse a crear nuevos nexos de interés y ganancia mutua, sobre todo con países vecinos, debe ser el eje de la política exterior brasileña”.

 

TRAS LOS PASOS DE BOLÍVAR

Para la historia latinoamericana es curioso que Brasil, que nunca demostró interés por el proyecto bolivariano, sea hoy su máximo impulsor y garante. Cuando la América hispana soñaba en el siglo XIX con la integración, el imperio luso-brasileño se sentía existencialmente apartado de las repúblicas herederas del imperio español por la lengua y las rivalidades dinásticas. El régimen brasileño representaba el continuismo monárquico, esclavista y expansionista contra el cual se habían rebelado los libertadores Simón Bolívar y José de San Martín.

Brasil fue ajeno a los varios intentos regionales de integración del siglo XIX, como fueron la Gran Colombia, las Provincias Unidas de América Central o la Peruano-boliviana; y distante de la riqueza de ideas de cómo debía funcionar esa gran mancomunidad latinoamericana. Muchos historiadores atribuyen el primer esbozo unionista al padre del movimiento de emancipación americana, el venezolano Francisco de Miranda, que ya en 1791 propone “formar de la América Unida una gran familia de hermanos”. Entre 1810 y 1865, la llama de unidad se mantiene viva y hay muchos ejemplos de ello: en el proyecto de declaración de los derechos del pueblo chileno de 1810 se recoge la necesidad de unir a Hispanoamérica para garantizar su seguridad interior y exterior. Cinco años después, Bolívar plasma en la Carta de Jamaica su sueño de una América unida y, al mismo tiempo y con gran lucidez, las dificultades para ver ese sueño cumplido.

Escribe Bolívar: “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras partes del mundo”.

Ante la proximidad del fin de las guerras de emancipación, el ímpetu integracionista cobra aún más fuerza. El 7 de diciembre de 1824, dos días antes de que el mariscal Antonio de Sucre pusiera fin al conflicto por la independencia en la batalla de Ayacucho, Bolívar, como presidente de la Gran Colombia (que abarcaba los actuales Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela), propone a los gobiernos de México, Centroamérica (Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica), Perú, Chile, Brasil y las Provincias Unidas de Buenos Aires debatir la posibilidad de una confederación.

En junio de 1826 se instaló en la Ciudad de Panamá un congreso al que asistieron casi todos los representantes convocados por Bolívar, a excepción de los de Brasil y los del Río de la Plata, por entonces en guerra por la posesión de la Banda Oriental (Uruguay). En poco más de 20 días de sesiones se acordó la creación de una liga de las repúblicas y una asamblea supranacional, y se selló un pacto de defensa. Sin embargo, el Tratado de Unión, Liga y Confederación perpetua que surgió de este congreso fue ratificado tan sólo por la Gran Colombia. Pero como ésta se disolvió en 1830 y las Provincias Unidas de América Central algunos años después, el Congreso de Panamá pasó a la historia. Eso sí, lo hizo como el primer hito en la creación de la mancomunidad latinoamericana.

 

UNIDAD ECONÓMICA

A través de diferentes ensayos e investigaciones históricas se ha extendido la idea de que el proyecto de confederación bolivariano implicaba la división de los territorios al sur del río Bravo en al menos cinco: los Estados mexicanos, las repúblicas centroamericanas, las del Pacífico (Perú, Bolivia, y Chile), la del Plata (Argentina, Uruguay y Paraguay) y la Colombiana (Panamá, Venezuela, Ecuador y Colombia). Cuba y Puerto Rico quedan en un principio fuera del debate de la integración porque cuando éste surge ambos territorios caribeños permanecen bajo el poder colonial.

Ante la ya evidente dificultad del continente para forjar una unidad política, algunos pensadores de la región desarrollan las bases para la integración económica. Uno de los trabajos más destacados en este campo es el del padre de la Constitución argentina, Juan Bautista Alberdi. Para 1844, cuando publica Memoria sobre la conveniencia y objeto de un congreso general americano, el jurista tucumano entiende que hay que trascender la etapa de la defensa de la independencia territorial y encauzar el sentimiento de hermandad hacia la expansión del comercio. “La causa de la América es la causa de su población, de su riqueza, de su civilización y provisión de rutas, de su marina, de su industria y comercio”, escribió el político. Alberdi describió los requisitos que debe tener un mercado común 120 años antes de que estos proyectos se pusieran en marcha en la región. Habló de la eliminación de las restricciones aduaneras, de la creación de un banco de crédito continental y del reconocimiento transnacional de las letras de cambio, pagarés, contratos y otros documentos públicos y privados vitales para el comercio. También vislumbró la posibilidad de crear una moneda única.

En plena ebullición de ideas, los discursos más encendidos a favor de la unidad comienzan a incorporar el sentimiento antiestadounidense. La relación de admiración y cierto recelo que Bolívar había mantenido con el poderoso vecino del Norte empiezan a tener tintes de desconfianza y temor al sur del río Bravo y, desde luego, a ser motivo de división en el continente. Es memorable a este respecto el poema Las dos Américas, del escritor y diplomático colombiano José María Torres Caicedo, publicado en 1857:

 

Más aislados se encuentran, desunidos,
Esos pueblos nacidos para aliarse:
La unión es su deber, su ley amarse:
Igual origen tienen y misión;
La raza de la América latina,
Al frente tiene la sajona raza,
Enemiga mortal que ya amenaza
Su libertad de destruir y su pendón.

La América del Sur está llamada
A defender la libertad genuina,
La nueva idea, la moral divina,
La santa ley de amor y caridad.
El mundo yace entre tinieblas hondas:
En Europa domina el despotismo,
De América en el Norte, el egoísmo,
Sed de oro e hipócrita piedad

 

Torres Caicedo reforzó la visión bolivariana de integración al proponer la creación de un Estado supranacional tendiente a desterrar “la inferioridad que el aislamiento engendra en cada uno de los Estados latinoamericanos”. Su propuesta de confederación perseguía reunir “en un haz único y robusto todas las fuerzas dispersas de América”. Abogó por la conformación de un parlamento y un tribunal superior comunes, además de un ejército para impedir que potencias extranjeras pudieran apropiarse de territorios de la unión. Torres Caicedo también concibe la abolición de los pasaportes locales en favor de la nacionalidad latinoamericana, y hasta un sistema educativo primario homologable.

Para entonces, el chileno Francisco Bilbao, a quien se le atribuye haber sido el primero en utilizar la expresión “América Latina” durante una conferencia celebrada el 22 de junio de 1856 en París frente a un grupo de exiliados hispanoamericanos, intensifica su campaña para impulsar una Confederación Latinoamericana o de Repúblicas del Sur. “Tenemos que perpetuar nuestra raza americana y latina; que desarrollar la república, desvanecer las pequeñeces nacionales para elevar la gran nación americana… y nada de esto se puede conseguir sin la unión, sin la unidad, sin la asociación”, declaró. Más de un historiador interpreta que Bilbao empleó la expresión América Latina en un contexto antiimperialista, puesto que ya temía al expansionismo continental impulsado desde Washington.

En un extenso ensayo a favor de la unidad continental titulado La Confederación Colombiana(1859), el neogranadino José María Samper rechazó la búsqueda de la identidad hispanoamericana en un simple parentesco racial o por la comunidad de lengua, cultura o religión. “El hecho determinante de las razas es la civilización. Y la civilización colombiana es una, la democrática, fundada en la fusión de todas las viejas razas en la idea del derecho. Tal es la obra que debemos conservar y adelantar, y es para ese fin de unificación que conviene crear la Confederación Colombiana…”. Más tarde, Samper recoge en otro ensayo la idea de las dos Américas, y propone utilizar el término de Colombia para designar a todo el territorio al sur de Estados Unidos. La guerra mexicano-estadounidense (1846-1848), tras la que México pierde la mitad de su territorio, las andanzas del aventurero William Walker en Centroamérica –se autoproclamó presidente de Nicaragua entre 1856 y 1857 y acabó fusilado en Honduras tres años después–, el incidente conocido como de la “tajada de sandía” entre estadounidenses y panameños de 1856 y los intentos por apoderarse de Cuba avivaron el debate sobre la necesidad de una integración hispanoamericana en contra de la América sajona.

Justo Arosemena, considerado “el padre de la nacionalidad panameña”, pronunció en Bogotá un discurso incendiario en julio de 1856: “Señores: hace más de veinte años que el Águila del Norte dirige su vuelo hacia las regiones ecuatoriales. No contenta ya con haber pasado sobre una gran parte del territorio mexicano, lanza su atrevida mirada mucho más acá. Cuba y Nicaragua son, al parecer, sus presas del momento, para facilitar la usurpación de las comarcas intermedias y consumar sus vastos planes de conquista un día no muy remoto”.

Recupera Arosemena el concepto bolivariano de “mancomunidad” hispanoamericana, y también propone renunciar al nombre de América. “Siga la del Norte desarrollando su civilización, sin atentar a la nuestra. Continúe, si le place, monopolizando el nombre de América hoy común al hemisferio. Nosotros, los hijos del Sur, no le disputaremos una denominación usurpada, que impuso también un usurpador. Preferimos devolver al ilustre genovés la parte de honra y de gloria que se le había arrebatado: nos llamaremos colombianos; y de Panamá al Cabo de Hornos seremos una sola familia, con un solo nombre, un Gobierno común y un designio. Para ello, señores, lo repito, debemos apresurarnos a echar las bases y anudar los vínculos de la Gran confederación colombiana”. Muchos años después, ya entrado el siglo XX, Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador y líder histórico de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (el hoy Partido Aprista Peruano) acuña para el territorio el nombre de Indoamérica.

Pero la guerra de la Triple Alianza de 1865 a 1870 acaba de un mazazo con los ideales de mancomunidad. Paraguay queda prácticamente diezmado en población y territorio tras el brutal conflicto que lo enfrenta a los ejércitos de Brasil, Argentina y Uruguay. Fue la primera gran guerra de conquista entre los países emancipados de España y Portugal. Más tarde, en 1879, Chile libra la guerra del Pacífico contra Bolivia y Perú, arrebatando a ambos países importantes trozos del territorio y riquezas naturales. Los bolivianos incluso pierden su salida al mar.

Por esos años, los partidarios de la expansión estadounidense, encabezados por James Blaine –dos veces secretario de Estado y candidato republicano a la presidencia–, buscan arrebatar a Gran Bretaña la influencia que ejercía sobre Hispanoamérica desde antes de la emancipación, y proclaman la doctrina del panamericanismo, que se materializa en la Primera Conferencia Panamericana (Washington, 1889-1990). Martí fue testigo y cronista de esta reunión clave. Le preocupó ver que Blaine defendía la anexión de Cuba por parte de EE UU y el uso de América Latina como una plataforma natural para la expansión industrial estadounidense. Allí, en oposición a la nueva conquista, germina la célebre expresión del escritor cubano: “Nuestra América”.

A la cumbre con EE UU asisten todos los gobiernos del hemisferio, salvo República Dominicana. El logro más duradero de la conferencia fue la creación de la Oficina Comercial, que tenía la labor de recopilar información económica de los países del hemisferio. Pronto se convirtió en la Oficina de Repúblicas Americanas; para 1910 se la rebautizó Oficina de la Unión Panamericana; en 1948, se transformó en la Organización de los Estados Americanos (OEA).

Muchas voces en América Latina se alzan en favor de que la región resuelva por sí misma sus diferencias, sin la injerencia de Washington. Para muchos, la CELC tiene el potencial para desterrar a la OEA –aquejada por la falta de credibilidad y la falta de fondos– y para convertirse en un centro de debate y decisiones para el bienestar de los latinoamericanos. Tal vez nunca se forme la confederación que soñó Bolívar, pero sí la mancomunidad política, social y económica que imaginaron muchos pensadores hispanoamericanos, desde Miranda hasta Martí. Ahora tienen a Brasil de su parte.