Los yihadistas más peligrosos del mundo ya no rinden cuentas a Al Qaeda. Ahora se alistan por su cuenta. Son jóvenes y encuentran el sentido de sus vidas en el terrorismo y a sus camaradas en la Red. Esta nueva generación es aún más temible e impredecible que la de sus predecesores, pero su propia evolución desvela las claves para su desaparición.

 

Cuando, en octubre de 2005, la policía británica echó abajo la puerta de Yunis Souli en un barrio residencial al Oeste de Londres, este estudiante universitario de 22 años, hijo de un diplomático marroquí, era sospechoso de poco más que de haber intercambiado correos electrónicos con unas personas que planeaban un atentado en Bosnia. Sólo después de comenzar a examinar el disco duro de su ordenador se dieron cuenta de que habían dado con uno de los ciberyihadistas más tristemente célebres –e insólitos– del mundo.

Descubrieron que el nombre de usuario de Suli en Internet era Irhabi007 (“Terrorista007”, en árabe). Se trataba de un apodo bien conocido por los servicios antiterroristas internacionales. Desde 2004, este joven sin antecedentes de actividades radicales se había convertido en uno de los propagandistas más influyentes del mundo en los chats yihadistas. Se había radicalizado a raíz de imágenes de la guerra de Irak que había visto en la Red. Empezó a dedicar su tiempo a crear y asaltar webs para colgar vídeos de decapitaciones y atentados suicidas y a ofrecer enlaces a manuales para fabricar bombas. Desde su habitación en Londres, acabó convirtiéndose en un organizador clave de redes terroristas virtuales a escala mundial, guiando a otras personas a sitios donde podían aprender su mortífero oficio. Al final, atrajo la atención de Abu Musab al Zarqaui, el líder de Al Qaeda asesinado en Irak. Cuando la policía británica descubrió a este estudiante en su apartamento londinense, era su portavoz en Internet.

La transformación de Suli, de friki de la informática a yihadista radical, es representativa de la evolución general de las redes terroristas islamistas. Desde el 11-S, la amenaza a la que se enfrenta Occidente ha cambiado mucho, pero la mayoría de los gobiernos siguen imaginándose un enemigo similar a la vieja Al Qaeda. Ahora mismo, el enemigo no surge de la pobreza, la ignorancia o el lavado de cerebro por la religión. Los individuos que más deberían preocuparnos no han sido entrenados en campamentos terroristas y no rinden cuentas ante Osama Bin Laden ni Ayman al Zawahiri. A menudo, ni siquiera son seguidores de las ramas más severas y dogmáticas del islam. Esta nueva generación del terror está integrada por aspirantes que han crecido en el país que acogió a sus padres, han entrado por sí mismos en el mundo radical, carecen de líderes y se interconectan a escala global a través de Internet. Buscan emociones, sentir que son relevantes y que forman parte de algo en la vida. No tienen estructura ni principios organizativos, por lo que son aún más temibles y volátiles que sus predecesores.

Los cinco años que transcurrieron desde que, en 1996, Bin Laden declaró la guerra a EE UU desde su santuario en Afganistán hasta los atentados del 11-S, fueron la edad de oro de lo que podríamos llamar la central de Al Qaeda. Hace mucho que aquello acabó, pero el movimiento social que inspiró continúa igual de vigoroso y de peligroso. Simplemente, su estructura ha evolucionado con el tiempo.

 

LA NUEVA CARA DEL TERRORISMO

La actual generación de terroristas constituye la tercera oleada de extremistas a los que la ideología de la yihad mundial ha impulsado a combatir. La primera estaba integrada por árabes afganos que en los 80 fueron a Pakistán y a Afganistán a luchar contra los soviéticos. En contra de lo que la gente suele pensar, se trataba de gente con alto nivel educativo proveniente de las clases medias. Eran, además, hombres maduros, que rondaban los 30 años cuando tomaron el fusil. Lo que queda de aquella época sigue formando la columna vertebral de la actual jefatura de Al Qaeda, pero son, como mucho, unas pocas docenas de hombres escondidos en la zona fronteriza del noroeste de Pakistán.

La segunda oleada estaba formada, principalmente, por expatriados de las élites de Oriente Medio que fueron a Occidente a estudiar en la Universidad. La lejanía de su familia, sus amigos y su cultura hizo que muchos añorasen su tierra y se sintiesen marginados, sensaciones que se agravaron hasta formar las semillas de su radicalización. Esta generación fue la que, en los 90, viajó a los campos de entrenamiento en Afganistán. Se incorporaron a la central de Al Qaeda y, en la actualidad, quedan como mucho cien de ellos, escondidos también en el noroeste de Pakistán.

La tercera y nueva hornada es diferente a las anteriores. Está formada en su mayoría por aspirantes a terroristas que, enfurecidos por la invasión de Irak, sueñan con unirse al movimiento y a hombres que consideran héroes. Pero les resulta prácticamente imposible contactar con la central de Al Qaeda, que tras el 11-S pasó a la clandestinidad. En vez de eso, crean redes fluidas e informales que se financian y entrenan de forma autónoma. No tienen ningún cuartel general o santuario físico, pero el tolerante ambiente virtual de Internet les ofrece una aparente unidad y un objetivo claro. Su estructura social es dispersa y descentralizada, una yihad sin líder.

Ése es el caso de Mohamed Buyeri, probablemente el integrante más notorio de unos aspirantes a yihadistas que las autoridades holandesas apodaron la Hofstad Netwerk (Red Capital) en 2004. Buyeri, hijo de inmigrantes marroquíes en Ámsterdam, tenía 26 años y había sido trabajador social. Su radicalización también tenía origen en su indignación por la guerra de Irak. Cobró influencia entre un grupo poco cohesionado de unos cien jóvenes musulmanes holandeses, la mayoría nacidos en el país y menores de veinte años. El grupo se aglutinó, de manera informal, en torno a tres o cuatro miembros activos, algunos de los cuales habían adquirido cierta reputación local por haber intentado (sin conseguirlo) irse al extranjero a combatir en la yihad. Algunos de sus primeros encuentros se produjeron en manifestaciones a favor de causas islámicas internacionales, otros en mezquitas radicales, pero la mayoría de las veces se encontraban en los chats. También en cibercafés o en unos pocos apartamentos de los miembros de más edad, ya que casi todos los integrantes vivían aún en casa de sus padres. El grupo no tenía un líder claro ni conexión con redes terroristas extranjeras establecidas.

El 2 de noviembre de 2004, Buyeri asesinó brutalmente al director holandés de cine Theo Van Gogh en una calle de Ámsterdam, cortándole prácticamente la cabeza y dejando clavada en su pecho una carta de cinco páginas amenazando a los enemigos del islam. Estaba indignado por un cortometraje de Van Gogh, Sumisión, sobre el trato a la mujer y la violencia doméstica en el islam, escrito por la antigua parlamentaria holandesa Ayaan Hirsi Ali. Tras matarle, esperó tranquilamente a las fuerzas de seguridad, pues albergaba la esperanza de morir en el tiroteo que se produciría. Pero sólo resultó herido y, menos de un año después, fue condenado a cadena perpetua. Una serie de operaciones policiales contra otros miembros puso al descubierto pruebas de planes para atentar contra el Parlamento holandés, una central nuclear y el aeropuerto de Ámsterdam, así como para liquidar a políticos holandeses de primera fila. La fluidez de la Red Hofstad ha creado problemas a los fiscales holandeses. En los primeros procesos consiguieron que se condenase a algunos miembros por pertenencia a organización terrorista, alegando que se reunían de forma regular. Pero en juicios posteriores, en los que los acusados se enfrentaban a cargos más graves, la argumentación de la fiscalía empezó a hacer aguas. Algunos veredictos de culpabilidad han sido revocados posteriormente. En enero, un tribunal de apelación holandés anuló las condenas de siete hombres acusados de pertenecer a Hofstad porque “no había quedado demostrado que existiese una cooperación estructurada”. Es difícil condenar a sospechosos que apenas se reúnen cara a cara y que no persiguen sus objetivos a través de ninguna organización formal.

El mayor atentado de Europa: los autores del 11-M en Madrid constituían una red autónoma e insólita unidos de manera azarosa.

Los autores de los atentados de Madrid en marzo de 2004 constituyen otro ejemplo de yihad por cuenta propia y sin líder. Se trataba de otra insólita red de jóvenes inmigrantes que se juntaron por azar. Algunos eran amigos de toda la vida en su barrio de la ciudad marroquí de Tetuán, y acabaron dirigiendo una de las organizaciones de venta de hachís y éxtasis más extendida en la capital de España. Su líder informal, Yamal Ahmidan, El Chino, oscilaba entre la delincuencia sin sentido y la redención religiosa. Tras salir en 2003 de una cárcel marroquí donde había pasado tres años acusado de homicidio, se obsesionó cada vez más con la guerra de Irak. Contactó con el tunecino Serhan Ben Abdelmayid Fajet, que había ido a Madrid a hacer un doctorado en Economía. Formaban parte de un grupo poco cohesionado de inmigrantes musulmanes que quedaban a la salida de los partidos de fútbol y los rezos en la mezquita. Más tarde, planearon el 11-M, el ataque terrorista más mortífero que se ha cometido en Europa. Unas semanas después, las autoridades españolas estrecharon el cerco en torno a su escondite. Fajet, Ahmidan y varios cómplices se volaron por los aires mientras la policía entraba en la casa.

Por más que lo hayan intentado, las autoridades españolas no han encontrado ninguna conexión directa entre los terroristas de Madrid y las redes internacionales de Al Qaeda. En 2007, la sentencia del juicio a los colaboradores concluyó que Al Qaeda inspiró los atentados, pero no los dirigió. Las pruebas de la existencia de jóvenes promesas yihadistas no se circunscriben a Europa Occidental. En junio de 2006, las fuerzas de seguridad canadienses realizaron varias operaciones contra dos grupos en Toronto y sus alrededores. Los detenidos eran, en su mayoría, canadienses de segunda generación que rondaban los veinte años y provenían de hogares laicos de clase media. Se les acusaba de planear atentados terroristas a gran escala en Toronto y Ottawa, y en el momento de su detención ya habían adquirido grandes cantidades de material para la fabricación de bombas. El núcleo del grupo estaba constituido por amigos íntimos del instituto, cuando crearon un Club de Concienciación Religiosa y un foro en Internet para compartir sus opiniones sobre la vida, la religión y la política. Varios de ellos acabaron casándose entre sí antes de llegar a cumplir los 20 años.

La red se expandió cuando sus miembros se mudaron a otros lugares de la zona de Toronto, donde acudieron a mezquitas radicales y entraron en contacto con jóvenes con ideas parecidas. También se metieron en los chats internacionales, donde contactaron con Irhabi007 antes de que fuese detenido. A través de su foro pudieron dirigirse a páginas web que les proporcionaron información sobre cómo fabricar bombas. Otros activistas en Bosnia, Reino Unido, Dinamarca, Suecia, e incluso en la ciudad norteamericana de Atlanta, se comunicaron a través de este foro y planearon atentados activamente. Tampoco en este caso hay pruebas de que ninguno de los cabecillas de la trama hubiese estado nunca en contacto con Al Qaeda; era una conspiración completamente local.

Lo que hace que estos ejemplos den tanto miedo es la facilidad con la que unos jóvenes marginados son capaces de traducir sus frustraciones en atentados, a menudo apoyándose en una supuesta solidaridad con terroristas del otro extremo del mundo a los que nunca han conocido. Intentan formar parte de un movimiento que les viene grande, y sus acciones y planes se fraguan localmente, aconsejados por otras personas en Internet. Su forma de comunicación hace pensar que será cada vez más difícil detectarles. Al no tener conexiones con yihadistas conocidos, es más complicado descubrirles con métodos de espionaje tradicionales. Evidentemente, su falta de formación y experiencia podría reducir su eficacia, pero eso no resulta de mucho consuelo para sus víctimas.

 

POR QUÉ LUCHAN

Cualquier estrategia para enfrentarse a estos terroristas debe basarse en comprender por qué piensan lo que piensan. ¿Qué hace que personas corrientes se transformen en fanáticos que usan la violencia con fines políticos? ¿Qué les lleva a considerarse especiales, parte de una pequeña vanguardia que intenta construir su versión de una utopía islamista?

La explicación de su comportamiento no se encuentra en sus ideas, sino en sus sentimientos. Una de las cantinelas más repetidas por los radicales islamistas es que se sienten indignados moralmente. Antes de 2003, el principal motivo eran las matanzas de musulmanes en Afganistán durante los 80. En los 90 fueron las guerras de Bosnia, Chechenia y Cachemira. En 2000, llegó la segunda Intifada de los palestinos. Y desde 2003, todo ha girado en torno a la guerra de Irak, centro de la indignación moral de todos los musulmanes del planeta, junto a las humillaciones de Abu Ghraib y Guantánamo. En el ámbito más local, los gobiernos que se muestran demasiado abiertamente a favor de EE UU hacen que los radicales se sientan víctimas de una conspiración más amplia contra su religión, conectando los ataques locales y mundiales que los musulmanes perciben en su contra.

Para que esta indignación moral se traduzca en extremismo, es necesario que las frustraciones se interpreten de un modo especial: las humillaciones se consideran parte de una estrategia occidental común, concretamente de una guerra contra el islam. De todos modos, esa visión deliberadamente vaga del mundo no es más que una frase. Los nuevos terroristas no son eruditos de su religión. Los yihadistas que quieren ir a Irak no están interesados en debates teológicos, sino en hacer realidad sus fantasías heroicas.

La manera en que cada individuo interpreta esta visión varía de unos países y otros, y es una de las principales razones por las que el terrorismo de origen local es mucho menos probable en Estados Unidos que en Europa. Hasta cierto punto, la creencia de que EE UU es un crisol de culturas protege al país de atentados de origen interno. Independientemente de que sea o no una tierra de oportunidades, la gente piensa que sí lo es. Una reciente encuesta mostró que el 71% de los musulmanes de EE UU creen en el sueño americano, más que los propios estadounidenses en su conjunto, el 64%. En Europa, por el contrario, las mitologías nacionales impiden que los inmigrantes musulmanes que no son del Viejo Continente se sientan realmente parte de ellas.

Claro está que sentirse marginado no conduce directamente a la violencia. Lo que hace que unas pocas personas se conviertan en terroristas es la movilización en redes. Hasta hace pocos años, éstas eran grupos presenciales, ya se tratase de bandas locales de jóvenes inmigrantes, miembros de asociaciones de estudiantes o grupos de estudio en las mezquitas radicales. Los amigos se radicalizaban juntos en estas pandillas. El grupo hacía de caja de resonancia, amplificando los agravios, intensificando los lazos entre sus miembros, y alimentando valores contrarios a los de las sociedades que les hospedaban. Esta dinámica natural de grupo provocaba una espiral de incitación mutua y una escalada que transformaba a unos pocos musulmanes en terroristas entregados, deseosos de imitar el modelo de sus héroes sacrificándose por los camaradas y por la causa. Su salto a la violencia era una decisión colectiva más que individual.

Sin embargo, en los últimos dos o tres años la radicalización presencial ha sido reemplazada por el ciberespacio. El mismo apoyo y aprobación que los jóvenes obtenían de sus compañeros de grupo ahora lo encuentran en los foros de Internet, que fomentan la imagen del héroe terrorista, introducen a los usuarios en el movimiento social virtual, les guían y enseñan tácticas. Estos mercados de ideas extremistas se han convertido en la mano invisible que organiza las actividades terroristas por todo el mundo. El auténtico líder de este movimiento social violento es el discurso colectivo de media docena de foros influyentes que están transformándolo, captando a miembros cada vez más jóvenes y ahora a mujeres.

A día de hoy, la central de Al Qaeda no puede imponer su disciplina sobre estos nuevos aspirantes a terrorista, básicamente porque no sabe quiénes son. Sin su mando y control, cada red actúa según su criterio y posibilidades, pero globalmente sus acciones no forman parte de ningún objetivo ni estrategia común a largo plazo. Estos grupos separados no pueden unirse en un movimiento tangible, lo que les condena a seguir siendo una aspiración virtual sin líder. Estos rasgos les hacen muy volátiles y difíciles de detectar, pero al mismo tiempo ofrecen una estrategia tentadora para aquellos que quieran enfrentarse a estos peligrosos individuos: el secreto para acabar con este movimiento se encuentra en él mismo.

 

¿EL PRINCIPIO DEL FIN?

Se ha hablado del resurgir de Al Qaeda pero, en realidad, los miembros del núcleo de la primera y segunda generación de terroristas han muerto o han sido capturados. El movimiento que inspiraron sobrevive gracias a la entrada continua de nuevos acólitos, pero es vulnerable a cualquier factor que reduzca su atractivo entre los jóvenes. Su encantamiento sólo funciona en el mundo de la fantasía abstracta. Las pocas ocasiones en las que sus aspiraciones se han hecho realidad –los talibanes en Afganistán, parte de Argelia durante la guerra civil, y más recientemente la provincia iraquí de Anbar– resultaron especialmente desagradables para la mayoría de los musulmanes.

Además, un movimiento social sin líderes se encuentra a merced de sus participantes. Cada generación intenta definirse a sí misma por contraposición a su predecesora, así que lo que atrae a la actual generación de aspirantes a radicales puede no gustar a la siguiente. Una de las principales fuentes de su actual atractivo es la ira y la indignación moral provocadas por la invasión de Irak. A medida que la huella de Occidente allí se borre, luchar contra ella irá perdiendo su aliciente. Siempre habrá nuevos exaltados que llegaran más lejos con tal de hacerse notar y cometerán actos cada vez más horribles. La magnitud de estas atrocidades probablemente ahuyentará a posibles nuevos miembros.

El terrorismo islamista radical desaparecerá por razones internas, si EE UU tiene la sensatez de dejar que siga su curso y se desvanezca

La estrategia de EE UU sigue paralizada por los horrores del 11-S, más basada en deseos ilusorios que en comprender a fondo al enemigo. Ir a por objetivos valiosos directamente implicados en esos atentados hace más de seis años fue un primer paso correcto para llevar a los autores ante la justicia. Y Washington ha logrado debilitar la capacidad de acción de la central de Al Qaeda. Pero no es sólo que esta estrategia no funcione frente a una yihad sin líderes; es que contribuirá a que el movimiento prospere. El terrorismo islamista radical nunca desaparecerá porque Occidente lo derrote. Lo más probable es que lo haga por razones internas, si el Gobierno estadounidense tiene la sensatez de dejar que siga su curso y se desvanezca. La principal amenaza para el terrorismo islamista es el hecho de que su propio atractivo lo autolimita. La clave es acelerar este proceso de decadencia interna. Ésta no tiene por qué ser una guerra larga, salvo que EE UU haga que lo sea.

Hay que despojar al terrorismo de gloria y reducirlo a delincuencia común. La mayoría de los aspirantes a terrorista sólo quieren figurar en la lista de los más buscados por el FBI. “[Soy] uno de los terroristas más buscados de Internet”, se jactaba Yunis Suli pocos meses antes de su detención en 2005. “Tengo a los federales y a la CIA, a los dos les encantaría cogerme”. Cualquier política o reconocimiento que les coloque en un pedestal simplemente los convertirá en héroes ante los ojos del resto, y animará a otros a seguir su ejemplo. Estos jóvenes no aspiran a nada más glorioso que combatir contra soldados de la única superpotencia que queda. El papel del Ejército debería limitarse a impedir que los terroristas dispongan de santuarios. Es igualmente crucial no convertir a los yihadistas muertos o detenidos en el centro de atención, porque eso sólo sirve para convertir a criminales en héroes.

EE UU subestima el valor de la acción judicial, que muchas veces puede ser tremendamente desmoralizante para los grupos radicales. No resulta muy glorioso que te lleven a la cárcel esposado. Los detenidos caen en el olvido; los mártires perviven en la memoria colectiva. Ésta es, en gran medida, una batalla por el corazón y la mente de los jóvenes musulmanes. Cualquier atisbo de persecución para obtener victorias tácticas será una derrota estratégica en este campo. Lo importante es reconquistar la posición de superioridad moral que tanto ayudó a EE UU y sus aliados durante la guerra fría. Con la llegada de Internet, se ha producido un movimiento hacia las redes virtuales en las que los jóvenes comparten anhelos, sueños y agravios. Eso ofrece la oportunidad de potenciar voces que rechacen la violencia.

Es necesario reenfocar el debate, pasar de la gloria imaginaria al horror totalmente real. Esos jóvenes deben saber que el terrorismo tiene que ver con la muerte y la destrucción, no con la fama. Las voces de las víctimas deben oírse por encima de los alardes de esos foros radicales en Internet. Sólo entonces la yihad sin líderes morirá, envenenada por su propio mensaje tóxico.

 

 

¿Algo más?
Para más análisis e información sobre los antecedentes de la nueva amenaza terrorista, consulte los libros de Marc Sageman Leaderless Jihad: Terror Networks in the Twenty-First Century (University of Pennsylvania Press, Philadelphia, 2008) y Understanding Terror Networks (University of Pennsylvania Press, Philadelphia, 2004). El Departamento de Inteligencia de la Policía de Nueva York publicó recientemente uno de los análisis más sofisticados sobre el riesgo de terrorismo interior en Radicalization in the West: The Homegrown Threat (NYPD, Nueva York, 2007). Fawaz Gerges hace un seguimiento de la evolución de terrorismo islamista internacional en The Far Enemy:Why Jihad Went Global (Cambridge University Press, Nueva York, 2005). En el Índice de terrorismo que elabora FP en colaboración con el Centro para el Progreso de América, expertos en política exterior evalúan los esfuerzos de EE UU en la guerra contra el terrorismo.