Israel y los palestinos no pueden hacer las paces. Hay muchas y complicadas explicaciones, pero los hechos sobre el terreno sugieren una razón muy sencilla: los asentamientos.

 

 

Cada vez que salgo en coche de Jerusalén y penetro en Cisjordania, me sorprendo: las colinas están cambiando. Los asentamientos israelíes están rediseñando el paisaje día tras día, sin descanso. Los gobiernos cambian, comienzan conversaciones diplomáticas, se paralizan, vuelven a iniciarse…, pero las excavadoras y las grúas continúan su trabajo.

Desde mi casa en Jerusalén Oeste, la carretera que emplean los israelíes para dirigirse a Hebrón, al Sur, pasa por dos túneles entre montañas. Esta vía, conocida como la carretera del túnel, fue construida a mediados de los 90 durante el proceso de paz de Oslo, cuando Belén fue entregada a los palestinos, y los israelíes querían un camino que les permitiera llegar a los asentamientos que seguían bajo su control, sin pasar por esa ciudad. Un desvío de la carretera del túnel lleva a Beitar Illit, una colonia más allá del pueblo palestino de Hussan. Las calles están formadas por edificios de apartamentos, con fachadas de piedras desiguales de un blanco amarillento, todas con sus tejados de teja roja, tan parecidas las unas a las otras que podrían haberse hecho en serie en la misma fábrica. En 1993, cuando Isaac Rabin y Yaser Arafat se dieron la mano y la paz parecía estar tan cerca, unas 4.000 personas vivían en Beitar Illit. Ahora son 34.000, y vendrán muchas más.

El mensaje escrito en el paisaje es sencillo: los asentamientos se expanden cada día. También cada día Israel se enreda más en Cisjordania. En gran medida, los pueblos israelí y palestino han aceptado que son necesarios dos Estados. Pero el tiempo y la construcción trabajan en su contra. Nadie sabe dónde está el punto de no retorno, el momento en el que se habrán mudado tantos israelíes a casas fuera de las fronteras anteriores a 1967 que no habrá vuelta atrás. Pero cada día que pasa nos acerca más a ese punto de inflexión. Si no se impone una solución, pronto podría ser inalcanzable.

El fracaso de la diplomacia a cámara lenta puede explicarse con números. En 1993, cuando comenzó el proceso de Oslo, 116.000 israelíes vivían en la franja de Gaza y en Cisjordania (sin contar con la anexionada Jerusalén Este). Siete años más tarde, cuando las negociaciones se vinieron abajo, los colonos habían aumentado hasta 198.000.

Observando este ascenso constante, Ehud Olmert, entonces viceprimer ministro de Ariel Sharon, asombró a los israelíes a finales de 2003 al renunciar a su compromiso de toda la vida de mantener Gaza y Cisjordania en manos israelíes. “Estamos llegando a un punto en el que cada vez más palestinos dirán: ‘No hay sitio para dos Estados entre el Jordán y el mar”, alertó. Por el contrario, afirmó, demandarán la igualdad de derechos en una sola entidad compartida: una persona, un voto. La única forma de preservar el Estado judío es retirarse, sostuvo. Para entonces, y según el Ministerio de Interior israelí, había 236.000 colonos. Las declaraciones de Olmert presagiaban la decisión de Sharon de salir de Gaza. En 2006, Olmert fue elegido primer ministro. En ese momento, a pesar de la evacuación de Gaza, superaban los 253.000 habitantes.

El año pasado, cuando Olmert dimitió y se convocaron nuevas elecciones, el número de colonos en Cisjordania había pasado de los 290.000, los cuales vivían junto con 2,2 millones de palestinos (otros 187.000 israelíes vivían en Jerusalén Este con 247.000 palestinos). Cuando el próximo primer ministro tome posesión de su cargo, se prevé que vivan en Cisjordania más de 300.000 israelíes, y el número seguirá aumentando.

¿Por qué siguen creciendo los asentamientos? En parte, porque ha sido difícil para los israelíes aceptar las fronteras anteriores a 1967. Sus líderes se han aferrado a la esperanza de conservar porciones del territorio conquistado en la guerra de los Seis Días. Olmert comenzó su mandato aspirando a una frontera que se establecería siguiendo la barrera de seguridad que Israel está construyendo en Cisjordania. El muro, construido oficialmente para alejar a los terroristas suicidas de Israel, rodea los grandes asentamientos de las afueras de las ciudades, situando lugares como Beitar Illit en el lado israelí. Mientras negociaba con los palestinos promovía la construcción de colonias dentro de esos límites.

Pero la actividad constructora ha continuado también en pequeños asentamientos al otro lado delmuro, en los feudos de los colonos más comprometidos con mantener Cisjordania bajo control israelí. Son ellos quienes han tomado la iniciativa de extender sus comunidades. También gozan de respaldo dentro de las filas del funcionariado. El ministro de Vivienda aún concede hipotecas subvencionadas para casas en esos asentamientos. Una cultura burocrática arraigada triunfa sobre las órdenes que vienen de arriba.

El poder creciente de los colonos dificulta la acción de todos los líderes israelíes

Olmert no tuvo fuerza suficiente para acabar con esa burocracia ni para enfrentarse a los colonos. Entre sus potenciales sucesores, Benjamin Netanyahu es el candidato de la derecha que apoya los asentamientos,  y Tzipi Livni, del partido Kadima, de Olmert, no ha mostrado signos de que esté dispuesta a paralizar la construcción en ausencia de un acuerdo de paz.

El poder creciente de los colonos dificulta la acción de todos los líderes israelíes. El jefe del Shin Bet, el órgano de seguridad interna, reveló que los colonos están “muy dispuestos” a “usar la violencia –no sólo piedras, sino armas reales– para evitar o parar el proceso diplomático”. Estaba verbalizando los miedos que el país reconoce a media voz: la retirada no implica sólo los costes financieros y sociales de desplazar a miles de personas. Supone un riesgo de conflicto civil, de judíos contra judíos. Cuantos más colonos hay, mayor es el peligro. Cuanto más se espere, más colonos habrá. Cuantos más colonos haya, más dudarán los políticos sobre su desalojo, y más aún sobre la posibilidad de hacer cualquier otra cosa al respecto. Nadie sabe dónde está el punto de no retorno.

Pero no hay buenas alternativas a la retirada. El plan de Olmert de rediseñar las fronteras partiría el territorio palestino, mientras que las pequeñas y más radicales colonias tendrían que evacuarse. Algunos observadores aún se aferran a la solución de un solo Estado, una fantasía albergada por los que creen que el nacionalismo está a punto de desvanecerse. Dicho Estado oscilaría entre la violencia comunitaria y la paralización política, y los palestinos intentarían establecer un Gobierno estable, pero fracasarían.

El tiempo se agota. Ahora que Obama ha asumido el cargo, puede que se sienta tentado de retrasar su intervención en este conflicto. Pero hacerlo podría cerrar definitivamente la vía para alcanzar una solución. La alternativa es ejercer presión sobre el Gobierno israelí para congelar la construcción de asentamientos y avanzar hacia un acuerdo definitivo.

Por supuesto, los mayores responsables son los líderes israelíes. El próximo primer ministro tendrá que elegir entre aprender de la promesa incumplida de Olmert o repetir su inhibición. Si Israel va a retirarse de Cisjordania, el primer paso es ordenar el cese de la construcción de asentamientos. Enfrentarse a los colonos requerirá un gran valor. Pero no hacerlo pondría en peligro la existencia de Israel como un Estado judío. Ésa es la lección escrita en las colinas.