El sometimiento de la ayuda al desarrollo a estrategias de seguridad se cobra su primera víctima: la educación.

(AFP/Gettyimages)

Nadie duda a estas alturas que la línea entre desarrollo y seguridad internacional se ha difuminado notablemente en los últimos años. La llamada guerra contra el terror ha hecho que algunos países donantes, encabezados por Estados Unidos, hayan establecido la ayuda al desarrollo como parte de la respuesta ante las amenazas globales. Este enfoque ha provocado que la lucha contra la pobreza no se entienda como un objetivo en sí mismo, sino como un medio para conseguir la pretendida seguridad. Las políticas surgidas de esta perspectiva entienden que la pobreza, unida a la fragilidad de los Estados, puede ser el caldo de cultivo para el terrorismo, el crimen internacional o la proliferación de armas.

El conocido como “enfoque 3D” –diplomacia, defensa y desarrollo– defiende las virtudes de la unión entre seguridad y desarrollo. La integración entre estas cuestiones es sin duda pertinente, aunque no lo es tanto la forma en la que se lleva a cabo. El desarrollo termina siendo supeditado a la seguridad y, por tanto, se acaba dañando más que ayudando.

 

La unión entre seguridad y desarrollo, fortalecida por las guerras de Afganistán e Irak, no es una propuesta exclusiva de EE UU. Canadá, Australia, Países Bajos o Reino Unido han integrado el desarrollo en el marco del “enfoque 3D”. Sin embargo, “pocos donantes son tan explícitos como Estados Unidos al presentar la ayuda como parte de un esfuerzo por suscitar lealtades políticas, ‘ganándose el corazón y la mente’ de las poblaciones, en el marco de una estrategia contra la insurrección”, señala el reciente informe ‘Educación para Todos 2011’ de la Unesco.

 

En Afganistán, casi dos tercios del gasto global de Estados Unidos en ayuda a la educación se efectuaron en 2008 a través del Programa de Respuesta a Casos de Emergencia del Mando Militar (CERP). En el caso de Irak, el CERP administró la totalidad de los 111 millones de dólares (unos 78 millones de euros) que EE UU destinó al sector; una cifra que representa el 86% del total del dinero destinado a la educación por el conjunto de los países donantes.

 

Los riesgos que se corren con este tipo de actuaciones son muy preocupantes. En primer lugar, la defensa de la seguridad puede erigirse como pilar de las actuaciones de los países donantes en detrimento de la lucha contra la pobreza, que pasaría a un segundo plano. Por otra parte, los fondos tienden a concentrarse en las naciones situados en la cabeza de la guerra contra el terrorismo. Tal es el caso de Afganistán, donde en el último lustro los fondos destinados a educación se multiplicaron por más de cinco frente a Estados como Chad, donde aumentaron muy lentamente o Costa de Marfil, que incluso vio cómo disminuía la ayuda. Afganistán, Irak y Pakistán, los tres países que se hallan en la primera línea de lucha contra el terrorismo, están recibiendo importantes cantidades de ayuda.

 

La participación de militares en la construcción de por ejemplo escuelas las convierte en objetivo de las partes enfrentadas al mezclar y difuminar los roles de los distintos actores implicados. En ocasiones, incluso se recurre a contratistas privados que asumen medidas de seguridad. En esos casos, “la coexistencia, en el marco de una misma empresa, de administradores civiles de proyectos de desarrollo que pueden participar en la construcción de escuelas y de guardias de seguridad dotados de armamento pesado podría contribuir a la impresión de que la ayuda forma parte de una estrategia general de índole militar”, apunta el informe de la Unesco. La vulnerabilidad de los centros escolares ha aumentado de manera exponencial en los últimos años, prueba de ello es que  el número de ataques a colegios ha pasado de 242, en 2007, a 670, en 2008.

 

La tendencia a ligar la ayuda al desarrollo a cuestiones de seguridad puede ser evitada con ciertas medidas que reduzcan riesgos y fomenten el desarrollo. Las consecuencias que los conflictos suponen para millones de niños en el mundo son nefastas para el fomento de sus capacidades y para su futuro. Promover que esta crisis encubierta deje de serlo será ya un paso importante para garantizar que más de 28 millones de menores vean cumplido uno de sus derechos humanos fundamentales: el derecho a la educación.

 

Es recomendable que los recursos destinados a la enseñanza se agrupen en un fondo común y exclusivo para educación con el que se gane en eficiencia y se disminuyan los riesgos. Un fondo que debe ir acompañado de ciertas estrategias. El desarrollo no debe ocupar un lugar secundario condicionado a la defensa, sino principal. El objetivo de la ayuda debe ser disminuir la pobreza y promover las oportunidades de las personas.

 

En un contexto de enfrentamientos bélicos, la educación tiene la posibilidad de promover procesos de diálogo y pacificación. El diseño de programas de educación para la paz, en colaboración con las comunidades locales promoverá no sólo la estabilidad y la convivencia, sino que además permitirá el reconocimiento de las poblaciones del trabajo que se realiza. A pesar de ese potencial de pacificación, la educación apenas recibe el 2% de la ayuda humanitaria.

 

Las cifras demuestran que 6 días de gasto militar cubrirían el déficit educativo. La educación como fuerza de paz tiene un potencial enorme para prevenir los conflictos, promover la reconstrucción postbélica y garantizar el futuro de los países. Tal vez de lo que se trata es de apostar por otro tipo de enfoque en el que la “D” signifique Desarrollo y eDucación.

 

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