Solo apostando por una sociedad de propietarios, configurada por ciudadanos libres y no dependientes del Estado y de las grandes corporaciones, puede hacerse frente a los males surgidos del capitalismo.

En enero 2015 entrará en vigor la reforma fiscal aprobada por el Gobierno español, que supondrá una ligera disminución de la tributación de las rentas del trabajo y, al mismo tiempo, un nuevo ataque a las ganancias patrimoniales. Esto último se debe a que, a partir del año próximo, en el cálculo de las plusvalías obtenidas en una venta dejará de aplicarse un coeficiente de actualización que compense la devaluación sufrida por el dinero desde el momento en que se compró lo vendido y también a que, progresivamente, dejará de aplicarse el coeficiente de abatimiento. Dicho de otra manera, la reforma del Ejecutivo da algo de aire a los asalariados a cambio de infligir un nuevo golpe a una institución que en España y en buena parte del planeta no goza de buena salud: la propiedad.

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Puede resultar sorprendente que en el mundo surgido de la desaparición del bloque comunista y el triunfo del capitalismo nos atrevamos a decir que la propiedad privada no pasa por buenos momentos, pero lo cierto es que hay muchas y buenas razones para hacerlo.

A la siempre creciente cantidad de impuestos y tasas que los ciudadanos se ven obligados a pagar por los conceptos más inverosímiles y que a menudo impiden la conservación de la propiedad si no se cuenta con ingresos muy importantes, podríamos sumar las enormes limitaciones para disfrutar y gestionar las propiedades, el grave peligro que entraña defenderlas –habitualmente mucho mayor que el que entraña robarlas o violarlas–, las siempre inadecuadas compensaciones por expropiación o la proliferación de figuras con efectos similares a la expropiación que directamente evitan todo deber de compensación manteniendo nominalmente al propietario en su derecho.

Pero, sin lugar a dudas, el peligro más importante para la propiedad proviene de un orden económico en el que los propietarios constituyen una clase social de números siempre menguantes. Por paradójico que pueda parecer, el capitalismo no solo engendró la reacción comunista sino que, por otros caminos, ha ido a parar al mismo sitio: la concentración de la propiedad en unas pocas manos y la creación de grandes masas de desposeídos que si no pueden llamarse “proletarios” es porque ya tampoco tienen prole.

En un informen publicado a principios de este año que lleva por título Gobernar para las élites, Intermón Oxfam denunciaba que el 1% de la población global posee casi la mitad de la riqueza mundial, que las 85 personas más ricas del planeta disponen de la misma riqueza que la mitad más pobre de la población o que, en Estados Unidos, el 95% del crecimiento económico producido tras la crisis ha ido a parar al 1% más rico de la población, mientras que el 90% menos afortunado se ha empobrecido. Datos parecidos han hecho que Credit Suisse haya dado la voz de alarma hace unas semanas: el patrimonio de los estadounidenses ha alcanzado niveles record a pesar de que la renta media ha disminuido hasta niveles de 1995, lo que hace pensar que el incremento se debe en buena medida a una burbuja de activos financieros en manos de un reducido número de privilegiados.

Todos los días se oyen llamadas a que las empresas familiares dejen de serlo, a que las pequeñas y medianas empresas se fusionen para crear entidades más competitivas y a que se liberalicen los horarios. El Reino Unido, donde de acuerdo con datos de Eurostat de 2013, las compañías con más de 250 trabajadores representan el 0,4% del total pero acaparan al 45,8% de los trabajadores y producen el 50,1% del valor añadido, sería un buen modelo a imitar.

Poco a poco, se van concentrando más recursos en manos de cada vez menos personas, directivos de un puñado de entidades intensamente interconectadas. En un estudio publicado en 2011 y titulado The Network of Global Corporate Control, tres investigadores de la Universidad de Zurich demostraban que 1.318 empresas controlan el 60% de la riqueza mundial, mientras que un núcleo duro de 147 corporaciones controla el 40%.

Y frente a esta enorme acumulación de riqueza en pocas manos, las instituciones políticas, lejos de tratar de introducir medidas correctoras, pugnan por asegurar que nada se interponga en el proceso. La decisión del Gobierno de aumentar los impuestos sobre la venta de viviendas, por ejemplo, encuentra perfecto acomodo en un programa destinado a desincentivar su compra y fomentar el alquiler, lo que debería permitir vivir con salarios más bajos y, además, tener más flexibilidad laboral. En esto también seguimos las recomendaciones de la Unión Europea, que incluyó la rebaja de las ayudas a la compra de viviendas entre las condiciones para que España recibiera el rescate bancario y que frecuentemente aboga por aumentar la carga impositiva que pesa sobre ellas.

No hay duda de que este tipo de recetas pueden ser crematísticamente eficientes para unos pocos, pero desde luego no son socialmente eficientes.

Frente a una sociedad constituida por un pequeño núcleo de grandes propietarios y una gran masa de asalariados, una constituida por pequeños propietarios tiene numerosas ventajas. Una sociedad de propietarios es una sociedad de personas libres, no dependientes del que paga el salario ni del Estado; es también una sociedad más cohesionada, pues al haber propiedades que conservar y transmitir se refuerza la solidaridad entre sus miembros y entre las diferentes generaciones; y es una sociedad más fuerte, cuyos miembros están más dispuestos a defender los bienes materiales y morales que constituyen el humus en el que han arraigado. Incluso desde el punto de la actividad económica tiene ventajas: no solo las pequeñas empresas suelen producir con más esmero que las grandes corporaciones cuyos dueños ni siquiera saben que lo son, sino que es evidente que una persona con cien millones de dólares necesita un solo coche, mientras que cien personas con un millón de dólares necesitan cien coches.

Otto von Bismarck fue el primero en darse cuenta de los problemas políticos y sociales que plantea una sociedad sin propietarios y, para evitar un estallido, puso los fundamentos de lo que, andando el tiempo, se convertiría en el Estado del bienestar. El remedio evitó la muerte del paciente, pero lo hizo al precio de renunciar a su curación y dejarlo para siempre conectado a la máquina estatal. Actualmente, en España, el Estado paga más de 9.000.000 de pensiones, entrega 2.500.000 de subsidios por desempleo, debe atender a casi 900.000 personas en situación de dependencia y destina miles de millones de euros a ayudas a la educación, al sector cultural o a organizaciones que, contra toda evidencia, sostienen que son “no gubernamentales”.

Lo que se ha llamado “redistribución de la renta por el Estado”, dista mucho de ser un remedio a los problemas causados por la desaparición de los pequeños propietarios. Lejos de favorecer la autosuficiencia de los ciudadanos, que es la primera de las funciones sociales de la propiedad, las ayudas estatales los mantienen inseguros y dependientes; tan solo crean un nuevo nivel de dependencia. Son ayudas que no generan arraigo de la población, que se perciben como injustas por los que las han pagado y que reducen la voluntad de emprender de aquellos que las perciben.

El Estado no puede ser ni el único ni el principal medio por el que la riqueza realice su función social. Es el propio sistema económico el que tiene que funcionar de forma que la riqueza y la propiedad se distribuyan satisfactoriamente. Lo contrario es tolerar dos perversiones: un sistema económico que reparte mal los bienes y un Estado que se arroga el derecho de decidir quién debe tener menos, quién debe tener más y cómo deben hacer caridad los ciudadanos. Un Estado que, no lo olvidemos, está gestionado por personas que deben hacerse elegir cada cuatro años y que, en consecuencia, tienen pocos escrúpulos a la hora de recaudar y gastar riqueza ajena.

Desde 1965, la presión fiscal en España ha aumentado en más de 18 puntos, pasando del 14,7% al 32,5% en 2012, un nivel que, sorprendentemente, se considera muy insuficiente. Para muchos, los españoles deberían aspirar a soportar presiones fiscales en torno al 40%, lo que nos pondría en la media de la eurozona y permitiría sostener el gasto público sin incurrir en déficits excesivos. Que el peso de ese gasto sobre el PIB no baje del 45% en los principales países europeos y que sobrepase incluso el 50% en países como Francia o Italia, no parece escandalizar a nadie.

En 1938, el británico Hilaire Belloc defendía que una redistribución de la propiedad que asegurase la maximización del número de propietarios era la única salida humana, justa y duradera de los males surgidos del capitalismo industrial. Hoy, en los tiempos del capitalismo financiero, la afirmación de Belloc es más válida que nunca. Algún día habrá que abordar una reforma económica que asegure, no la capacidad del Estado para ayudar a los ciudadanos, sino la capacidad de los ciudadanos para ayudarse a sí mismos. Probablemente no lo hagamos hasta que la locomotora sin frenos en la que vamos todos subidos termine de descarrilar y quede convertida en un amasijo de hierros humeantes.