¿Cómo se cura a un país entero que padece neurosis de guerra?

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Dek Berry/AFP/Getty Images

Si buscan en Google "Afganistán” y "síndrome de estrés postraumático”,  lo resultados mostrarán retratos de miles de veteranos de guerra estadounidenses dignos de la Odisea: inquietos, dados a estallidos de violencia, enfrentados a sus monstruos internos, años después de haber dejado la zona de combate, de regresar emocionalmente. Uno de cada cinco veteranos que han estado en Irak o Afganistán -400.000 hombres y mujeres- sufre depresión grave o trastorno de estrés postraumático, una mezcla tóxica de depresión, desesperación, ataques de pánico, dolores psicosomáticos, ira e insomnio. Un reciente informe del Ejército de Estados Unidos dice que el índice de suicidios entre los soldados en activo pasó de 9,6 por cada 100.000 en 2004 a 24 en 2011. Hasta junio de este año, había más militares en activo muertos por suicidio que en combate. El trastorno mental se ha convertido en la lesión más característica de las últimas guerras de Washington, y tanto el término como sus siglas en inglés, PTSD (en español, TEPT), han pasado a ser de uso corriente en todo el país.

Ahora bien, ¿puede tener estrés postraumático un país entero? ¿Es posible que existan heridas invisibles que sangran a toda una sociedad? Hablo de Estados fallidos como Somalia y la República Democrática del Congo, sádicas dictaduras como Zimbabue y Corea del Norte, o países que intentan recobrarse de conflictos fratricidas como Irak y Sudán.

O de Afganistán, una zona de guerra que conozco bien. ¿Qué ocurre cuando los campos de batalla físicos y emocionales convergen en una tierra cuya gente intenta labrarse una existencia en medio de una violencia interminable desde hace generaciones? En esos países asolados por la guerra, los síntomas individuales característicos del trauma bélico –depresión, angustia y exceso de agresividad– envenenan a poblaciones enteras y crean en ella una inmensa desconfianza étnica y sectaria, así como la seguridad de que la violencia es la única forma de acabar con la violencia.

Esos pueblos, como los veteranos traumatizados que examinan un centro comercial en busca de francotiradores, ven peligros incluso donde no tienen por qué existir. Decenas de afganos me han dicho en privado que no obedecieron la orden dada por el Gobierno en 2006 de dejar las armas y mantuvieron sus fusiles guardados en secreto y al alcance: en pozos poco profundos excavados en sus patios, bajo el suelo de tierra de sus casas, detrás de las nudosas vigas de chopo que sostenían los tejados de quincha. Un taxista explicó que su familia tenía suficientes fusiles para armar a un pelotón de infantería. Tenía una Luger Parabellum en el coche, envuelta en una manta de pelo de camello. Dijo que se sentía amenazado por las tropas del Gobierno, la policía, los talibanes, las milicias étnicas… en resumen, prácticamente por cualquiera que no fuese de su familia. No es extraño que un sondeo hecho por Gallup en 2009 mostrara que dos tercios de los afganos se sentían inseguros si estaban fuera de su casa por la noche.

En 2002, poco después de que cayera el Gobierno talibán en Kabul, el Centro de Control y Prevención de Enfermedades estadounidense envió un equipo de investigadores a Afganistán para estudiar la presencia de traumas mentales entre la población civil, el único estudio moderno, de ámbito nacional y exhaustivo que se ha hecho sobre la salud mental de los afganos. Descubrió que el 42% de los afganos padecía PTSD y el 68% mostraba síntomas de depresión grave. En otras palabras, hasta 19 millones de los 28 millones de habitantes del país sufrían lesiones psicológicas. Y eso era hace nada menos que 10 años, con toda la guerra que ha habido desde entonces.

En un pueblo a casi 50 kilómetros de Mazar-e-Sharif, en el norte de Afganistán, comí una vez en un castillo que dominaba seis hectáreas de tierras de labranza y pertenecía a dos hermanos. Admiré la vista que se contemplaba en todas direcciones desde las primitivas almenas de la torre, con unos muros de arcilla de 1,25 metros. Los hermanos me dijeron que necesitaban el castillo, construido 60 años antes por su abuelo, para defender a sus mujeres, su riqueza y su honor. ¿De quién?, les pregunté. Respondieron al unísono: "De todo el mundo”.

"Los sentimientos de odio y venganza, y el deseo de actuar inspirados por ese sentimiento de venganza, influyen de manera directa en el proceso de paz”, dice Barbara Lopes Cardozo, la psiquiatra que supervisó el sondeo sobre salud mental de 2002 en Afganistán y que ha estudiado también la salud mental de las poblaciones civiles en lugares que tanta guerra han sufrido como Kosovo, Somalia y Uganda. "En Afganistán encontramos cifras muy elevadas de personas con esos sentimientos de odio y venganza, casi un 80%”.

Es frecuente que el estrés postraumático desencadene actos de violencia doméstica –el Departamento de Asuntos de Veteranos en Estados Unidos dice que los soldados que regresan tienen hasta el triple de posibilidades de maltratar a sus parejas que los ciudadanos civiles–, y Afganistán no es ninguna excepción. La espeluznante fotografía que publicó la revista Time de Bib Aisha, la mujer de 18 años cuyo marido le había cortado la nariz y las orejas, se convirtió en el rostro de los malos tratos conyugales en el país. Dos tercios de los niños afganos estudiados por unos antropólogos británicos en 2006 decían haber vivido experiencias traumáticas; dos años después, un estudio del Journal of Marital and Family Therapy descubrió que más de la mitad de los niños encuestados en Kabul hablaban de haber presenciado tres tipos o más de violencia doméstica. ¿Era esa experiencia la que había vaciado la mirada de los niños que conocí en los pueblos y ciudades de Afganistán, la que había convertido a unos niños que aún no eran ni adolescentes en unos pequeños ancianos de gesto amargo y escéptico? La generación que decidirá el futuro del país está creciendo con la idea de que no existe ningún lugar seguro y la crueldad es lo normal.

"La gente se acostumbra a utilizar la violencia para arreglar sus disputas, y es difícil encontrar una manera de desaprender esas conductas”, dice Peter Bouckaert, director de emergencias en Human Rights Watch, que ha trabajado en zonas de guerra de todo el mundo. "Acabamos teniendo una economía dirigida por los señores de la guerra, increíblemente difícil de romper y que produce una reanudación constante del conflicto, como sucederá en Afganistán”.

Hace unos años, unos investigadores en el norte de Uganda –donde el Ejército de la Resistencia del Señor, del autoproclamado mesías Joseph Kony, había matado y mutilado a decenas de miles de civiles y había secuestrado a innumerables niños para emplearlos como siervos, hasta que huyó a la jungla de la República Centroafricana en 2006– llevaron a cabo un estudio para averiguar las repercusiones emocionales de la violencia en los residentes de la zona. El estudio, publicado en el Journal of the American Medical Association en 2007, estableció que los civiles que sufrían estrés postraumático –alrededor del 74% de los ugandeños entrevistados por el especialista de la Universidad de California en Berkeley Eric Stover y sus colegas– "tendían más a preferir medios violentos para acabar con el conflicto” que los que no lo sufrían. El trauma genera trauma y violencia.

En comparación con las investigaciones sobre los efectos de la guerra en los veteranos estadounidenses, los estudios sobre el trauma de los combates en la población civil son escasos. Pero existe un consenso cada vez mayor entre los científicos y expertos en conflictos de que el precio emocional que se cobra la guerra en la población civil es más importante de lo que se suponía. Durante la Primera Guerra Mundial, cuando los médicos militares empezaron a calificar las reacciones traumáticas de los soldados de "conmoción por los bombardeos”, aproximadamente nueve de cada 10 víctimas de la guerra eran combatientes. Pero ahora, después de casi 50 años de guerra fría y más de 10 años de guerra contra el terrorismo, la forma de librar la guerra es más personal. Los campos de batalla del terrorismo no reconocen ningún frente. Se producen ataques sectarios sanguinarios que enfrentan a unos vecinos contra otros. Las víctimas de las campañas genocidas, muchas veces, conocen el nombre de sus atacantes. En los últimos conflictos, se cree que al menos nueve de cada 10 víctimas de guerra son civiles, escribe el psicólogo Stanley Krippner en su libro The Psychological Impact of War Trauma on Civilians. En Irak, donde ha muerto 1 millón de personas desde 2003, ese porcentaje podría ser aún mayor. Nadie siguió la pista de las bajas civiles en Afganistán entre 2001 y 2007, y los cálculos son muy variados; dado que Naciones Unidas da una cifra de casi 12.000 muertos civiles desde comienzos de 2007, parece razonable hablar de entre 20.000 y 30.000 víctimas civiles desde 2001.

Las HERIDAS PSICOLÓGICAS COMUNITARIAS, lo que el antrópologo médico Arthur Kleinman ha denominado "sufrimiento social”, invaden las vidas de los supervivientes que intentan salir adelante en medio de una pobreza inimaginable e infraestructuras destruidas, las consecuencias habituales de la guerra moderna. Según el Centro de Control y Prevención de Enfermedades, entre el 30 y el 70% de las personas que han vivido en zonas de guerra conservan las cicatrices del estrés postraumático y la depresión.

Son personas como Farida, una agotada madre de tres hijos que vive en el norte de Afganistán. Tenía dos años cuando los muyahidines derrocaron al Gobierno comunista de Kabul y sumieron al país en una guerra fratricida. Tenía seis cuando los carros de combate de los talibanes entraron en Khanabad, su pueblo natal, un lugar de caminos polvorientos flanqueados por álamos. Tenía 11 cuando varias incursiones aéreas de Estados Unidos bombardearon el pueblo en busca de fortificaciones de los talibanes y mataron a casi 150 habitantes. Pronto, un variopinto ejército de muyahidines volvió a atravesar el pueblo con su artillería y a ejecutar a los luchadores talibanes que no habían conseguido huir a tiempo. Cinco años después, los talibanes habían vuelto. Hubo emboscadas, decapitaciones, bombas en la cuneta, actos de una brutalidad indescriptible. A los 20 años, Farida ya no tenía fuerzas ni para cocer arroz para la cena o colgar la colada en las cuerdas que se combaban contra las paredes de barro de su casa familiar. Todos los días sufría oleadas de pánico. Por las noches no dormía. Las voces agudas de sus tres hijos pequeños le atravesaban el cráneo. No podía comer. No encontraba paz ni en el interior de su granja.

Conocí a Farida en una de las pocas clínicas psiquiátricas de Afganistán, en Mazar-e-Sharif, a un día de distancia de Khanabad. Su marido había reunido alrededor de 50 dólares para pagar el transporte y el tratamiento y la había llevado allí. Estaba sentada en una calurosa habitación de la tercera planta, sobre unos tablones de madera cubiertos con alfombras y sujetos a un marco de metal que hacía las veces de cama, con los brazos rodeando las rodillas, meciéndose con suavidad. Su viejo vestido de percal, que se le había quedado grande, le colgaba sin forma de los hombros. Las moscas se posaban sobre unas clavículas que parecían palillos. Farida seguía meciéndose.

"Ataques de pánico y depresión”, explicó Mohammad Nader Alemi, el dueño y médico jefe de la clínica. "Y trastorno de conversión”. Casi todos los pacientes de Alemi –más de 6.000 desde que abrió su hospital hace siete años– sufren los mismos síntomas, todos ellos manifestaciones corrientes de un trauma mental.

Los especialistas en estudiar conflictos dicen que ocuparse de las consecuencias del trauma de la guerra para la psique es tan importante como dar a los supervivientes comida, alojamiento y cuidados físicos. Proporcionar ayuda conductual a los millones de personas que cuidan a sus hijos, crían su ganado, trabajan sus campos y van a la escuela cada día en un entorno macabro de violaciones en masa, ataques aéreos, tiroteos, campos de minas, torturas y ejecuciones políticas se está convirtiendo en "un aspecto fundamental de la seguridad nacional, la salud pública y la reconstrucción de una sociedad traumatizada”, dice Richard Mollica, catedrático de psiquiatría en la facultad de Medicina de Harvard y uno de los pioneros de la idea de que sanar la mente es fundamental para la recuperación después de una guerra.

¿Pero cómo se ayuda a curar a un país que se ha formado a lo largo de milenios de conflicto casi constante? No existe un Plan Marshall para la mente. Casi todos los profesionales de la salud mental están de acuerdo en que la guerra hiere la psique, pero no todos creen que el diagnóstico de trastorno de estrés postraumático, reconocido formalmente por la Asociación Americana de Psiquiatría en 1980, pueda aplicarse a personas de culturas no occidentales, que quizá perciben y experimentan la pena y la conmoción de una manera diferente. Unas sesiones semanales de terapia pueden ser aconsejables para un sargento de Arkansas, pero imaginemos lo que es tratar de conseguir que un aciano pastor del Hindu Kush nos cuente sus pesadillas.

La mayoría de los afganos buscan consuelo en los santuarios religiosos, pequeños mausoleos o zigurats del tamaño de un ataúd, rodeados de una simple valla, pintados de verde y cubiertos de jirones de tela brillante que relucen como joyas en las carreteras rurales y las colinas. Los peregrinos van a arrodillarse o tumbarse boca abajo al lado de las empalizadas de metal, a librarse de los djinns que los poseen, los espíritus malos que les hacen tener repentinos estallidos de violencia y largas rachas de melancolía, plagan sus noches insomnes de pesadillas y convierten sus días en duros caminos aletargados. En algunas carreteras, durante una hora de trayecto se puede ver hasta media docena de santuarios de ese tipo.

Un santuario popular entre la gente que padece trastornos emocionales se encuentra en la base del Minarete de Zadyan, el más antiguo de Afganistán, un cilindro con un intrincado trabajo de albañilería que se eleva 20 metros sobre el pardo suelo del desierto, a dos horas de coche de Mazar-e-Sharif. Bajo los techos abovedados del santuario, unos lagartos de color pálido corren sobre los pliegues de grueso terciopelo verde que protegen una tumba atribuida a Saleh, un profeta preislámico. De la pared, cerca de la puerta –que da la única luz al santuario–, nace una extraña planta trepadora albina. Fuera, las raíces retorcidas de los las moreras se aferran al costado de un estanque de color jade y perfectamente redondo.

Mohammad Yusuf, cuya familia guarda el santuario desde hace ocho generaciones, dice que sus paredes de adobe, de más de un metro de grosor, son una cura infalible para los djinns que atormentan a muchos de los peregrinos que se acercan a ese remoto oasis.

"Ponemos al loco dentro. Cerramos la puerta. Cuando el loco entra, los djinns no pueden entrar con él”, explica Yusuf.

Los afganos que desean terapias más convencionales disponen de menos opciones. En gran parte del país hay demasiada inseguridad para que los profesionales de salud mental puedan trabajar bien; o trabajar, punto. En todo Afganistán, no existen más que 200 camas para pacientes de salud mental.

"En Afganistán todos han sufrido los efectos mentales de la guerra”, me dijo en una ocasión un funcionario del depauperado Ministerio de Sanidad afgano. Su departamento, explicó, no tenía recursos para ocuparse de los afectados. "Todo el mundo necesita ayuda, y muy pocos pueden obtenerla”.

20 de las camas psiquiátricas del país están en el Hospital Neuropsiquiátrico de Alemi en Mazar-e-Sharif, el edificio de ladrillo de cuatro plantas al que Farida había ido desde Khanabad. Alemi, el médico jefe, que durante años situó su clínica en una casa alquilada, construyó el hospital en 2011 con ahorros y dinero que pidió prestado a sus amigos ricos. "Es un sector en expansión”, decía medio en broma. En el interior de la clínica, un equipo mal remunerado de dos psicólogos, cinco psiquiatras, cuatro enfermeras, un farmacéutico y un técnico de laboratorio, equipados con los genéricos equivalentes a Zoloft, Paxil, Lithonate y Prozac y procedentes de Irán, India y Pakistán, trata a unos 100 pacientes diarios.

El año pasado, un día, había dos docenas de hombres y mujeres en la sala de espera. Casi todos habían viajado durante días por carreteras peligrosas y sin asfaltar para llegar a Mazar. Sufrían fatiga inexplicable, ataques de pánico, dolores de cabeza persistentes, dolor de estómago crónico. Para la mayoría, los tres dólares que costaba la consulta eran quizá el salario de una semana. El plazo de espera habitual era de 10 días.

"Nuestras instalaciones no bastan para sus necesidades”, dijo Alemi con acento afgano en un inglés preciso que aprendió cuando estudiaba medicina en la Universidad de Kabul en los años 80. Necesitamos trabajadores sociales, psiquiatras, psicólogos sociales, psicoterapeutas, enfermeras psiquiátricas. Y no tenemos psicoterapeutas. Y no tenemos enfermeras psiquiátricas. Lo siento”.

Alemi –que está en la cincuentena y tiene una barba recortada y gafas, como si se hubiera escapado de un chiste sobre psiquiatras de The New Yorker— no paraba de pedir perdón. Pidió perdón por la falta de personal de su clínica. Por las condiciones rudimentarias del ala de pacientes ingresados, con las moscas y las camas sin sábanas. Por la ausencia de gente para llevar a cabo terapia cognitiva. Por lo que denominó, en inglés, sus "míseros conocimientos de inglés”. No pedía perdón a nadie en concreto sino, daba la impresión, a su propio sentido de la honestidad.

Mientras hablaba, la clínica sufrió un apagón. En Mazar-e-Sharif, las centrales eléctricas, administradas por el Estado, cortan la luz en distintos barrios por turnos, durante varias horas, en días alternos. Ese día, la cuota de electricidad estatal del hospital se había agotado a mediodía.

"Lo siento”, volvió a decir Alemi.

El médico hizo sus visitas. Echó un vistazo a una paciente de 20 años cuyas oleadas de pánico la habían vuelto incapaz de hacer ni las más elementales tareas domésticas. Miró a una anciana acurrucada sobre una especie de cama en la habitación de al lado. Vio a una chica de 19 años cuya madre la había llevado desde la provincia de Jowzjan, a unos 150 kilómetros. También ella tenía ataques de pánico: miedos repentinos y primitivos, inexplicables, que le hacían creer que estaba muriéndose. Estaba escondida bajo una manta azul. Solo se le veían las pálidas plantas de los pies descalzos.

"Aquí vienen muchos casos de PTSD”, explicó Alemi. "Lo siento, no tenemos mucho personal. Pero por lo menos les escuchamos”. "Les recibimos con empatía”.

El acento afgano del médico hizo que esa última palabra sonara muy parecida a empty (vacío): "Los recibimos vacíos”.