La organización renuncia a las reformas democráticas y reafirma el rechazo del continente a las interferencias externas.

 

El líder de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, aumió la presidencia de la Unión Africana en la última cumbre de la organización, celebrada en enero de 2011. AFP/Getty Images

El rumor que corría por la twittersfera mientras la reciente cumbre de la Unión Africana estaba en todo su apogeo era que el panel seleccionado para mediar en la crisis de Costa de Marfil iba a incluir a Robert Mugabe. Que surgiera una historia así –y que se le diera credibilidad– da testimonio de la pobre imagen que los ciudadanos y los analistas de África tienen de esta institución continental.

El presidente Mugabe nunca llegó a formar parte del panel, pero la cumbre de la UA terminó no obstante con varias decisiones importantes. Éstas incluían el cambio de actitud respecto a Costa de Marfil –de exigir la renuncia de Gbagbo a buscar un fin negociado a la crisis (léase acuerdo de reparto de poder estilo Zimbabue)– ; la elección de Teodoro Obiang, de Guinea Ecuatorial, como presidente de la UA; y el respaldo al llamamiento de Kenia para aplazar el procesamiento del Tribunal Penal Internacional contra seis altos oficiales implicados en la violencia que siguió a las elecciones de 2008 en el país.

No es probable que ninguna de estas decisiones contribuya a reforzar la imagen de la institución en el continente o fuera de él. Responden en parte a la dinámica interna de la UA y en parte al contexto internacional, pero el mensaje parece inequívoco: África rechaza las interferencias externas en sus asuntos. Al elegir a Obiang como presidente, no está tomando ninguna dirección nueva; simplemente se adhiere al antiguo principio de no interferencia. Obiang es el líder de una nación soberana (que ha gobernado con mano de hierro durante más de tres décadas) y por lo tanto está cualificado para dirigir este órgano continental –como lo hizo Muammar el Gadaffi, hace dos años– sin importar las protestas que esto pueda provocar.

Al respaldar el llamamiento de Kenia al Consejo de Seguridad de la ONU para que se produzca una suspensión de un año de los casos del Tribunal Penal Internacional contra “los seis de Ocampo”, la UA está enviando un mensaje más potente, pero que no carece de cierto fondo de legitimidad. Desde su puesta en marcha en 2002, el TPI sólo ha aceptado casos africanos –y numerosos episodios de violencia en el continente han venido seguidos de la declaración por parte de la acusación de “estar siguiendo de cerca los acontecimientos”. Para muchos esto ha convertido al TPI en el “tribunal de Europa para África”, e incluso remontándonos a 2008 algunos ya expresaron la necesidad de que el próximo caso del tribunal no proviniera de África. Esta dinámica, sin embargo, ha continuado y el resentimiento contra sus acciones ha ido creciendo.

Quizá la consecuencia más interesante de la cumbre de la UA, no obstante, es el giro en la postura sobre Costa de Marfil. En diciembre de 2010, la posición de la UA se mantenía con firmeza (aunque se expresara discretamente) en la misma línea de las de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (ECOWAS, en sus siglas en inglés), la Unión Europea y la ONU, declarando a Alasane Ouattara como legítimo vencedor y haciendo un llamamiento para que Gbagbo renunciara al poder. A medida que la confrontación política se dilataba en el tiempo, las soluciones que parecen más probables han ido cambiando –la opción de una rápida intervención militar ha dejado paso a un juego de la espera más prolongado– y también lo ha hecho el enfoque del conflicto (gracias en parte a una campaña diplomática bien orquestada desde el bando de Gbagbo) que es presentado ahora como un caso de intromisión internacional en las cuestiones africanas –un argumento que se ha reforzado con la reciente visita de Nicolas Sarkozy en Addis Abeba.

Las dinámicas internas de la UA han tenido su papel en el cambio de postura continental, en particular el que Angola –un país de creciente importancia en la región y uno de los más firmes partidarios de Gbagbo– haya visto como su posición era apoyada por otros pesos pesados como Suráfrica, Ghana y Uganda. En el otro bando, Nigeria ha mantenido su llamamiento para que Gbagbo dimitiera. Una lectura interna de la decisión subraya el argumento, planteado muchas veces antes, de la necesidad de que el eje Nigeria-Suráfrica funcione si se pretende que la UA desarrolle todo su potencial.

La nueva posición de la Unión Africana reafirma el rechazo del continente a las interferencias externas y la naturaleza sacrosanta del Estado soberano (lo que podríamos decir que es ahora más importante que nunca, en previsión de que los vientos de revolución que soplan en el norte del continente emprendan rumbo hacia el sur). Que la única manera que la UA pueda encontrar de enfatizar su papel y la posición del continente en el mundo sea renunciar a apoyar reformas democráticas es una prueba no sólo de los límites de los actuales dirigentes africanos, sino también de la necesidad de fortalecer la relación entre la comunidad internacional y el continente.

 

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