Periodistas colombianos protestan por la violencia que se ejerce contra los informadores en el país. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images
Periodistas colombianos protestan por la violencia que se ejerce contra los informadores en el país. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images

En los últimos años ha disminuido el número de muertes, pero no los casos de amenazas y amedrentamientos.

Colombia es uno de los países del mundo donde es más peligroso ejercer el periodismo. 152 comunicadores han sido asesinados entre 1977 y 2015, según un reciente informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), y los victimarios han gozado en la mayoría de los casos de impunidad. Narcotraficantes, paramilitares, guerrilleros y agentes corruptos del Estado los han amedrentado, agredido e incluso asesinado para silenciar su voz y esto, concluye el informe, “ha tenido repercusiones directas no sólo en el campo del periodismo, sino en la vida democrática de la nación”.

La amenaza persiste sobre los informadores, como atestiguan recientes informes de Reporteros Sin Fronteras (RSF) y la Federación Colombiana de Periodistas (Fecolper). Ambas organizaciones realizaron una investigación sobre la situación en el departamento de Valle del Cauca, tras del asesinato de Edgar Quintero, de la radio local Luna. Después de entrevistar a medio centenar de profesionales, el estudio Informar en el Valle del Cauca: entre terror, presiones económicas y autocensura concluye que “los periodistas trabajan entre el terror, la autocensura y las presiones económicas”. Así lo resumió la responsable de la oficina de Américas de RSF: “Los hechos son indiscutibles. Los periodistas de Valle del Cauca se enfrentan a la violencia brutal de grupos armados, de los paramilitares y de la guerrilla. Algunos se ven obligados a la autocensura por miedo a represalias; otros, a cambiar de lugar de residencia”. Entre 1980 y 2015, 29 periodistas han sido asesinados en Valle del Cauca.

En diciembre de 2014, un grupo de 14 periodistas y 12 medios de comunicación, en su mayor parte alternativos o comunitarios, denunció públicamente los riesgos que corren. RSF expresó en aquel momento su preocupación por la nula reacción del Gobierno colombiano ante las amenazas de los paramilitares de Águilas Negras, que publicaron tres listas negras y exhortaron a los informadores a abandonar las ciudades donde ejercen su profesión. Para RSF, es ese periodismo comunitario “el nuevo blanco militar”, calificado como guerrillero por los criminales.

 

Una historia de la violencia contra los periodistas

La situación viene de lejos. El informe La palabra y el silencio: La violencia contra periodistas en Colombia (1977-2015) repasa casi cuatro décadas de violencia contra los periodistas, analizando las distintas etapas: así, la década más mortífera, con 62 asesinatos, fue la de 1986 a 1995, cuando los narcotraficantes, temerosos de que la prensa destapase sus crímenes y su vinculación con miembros del Estado, fueron el principal grupo victimario. El Espectador fue el medio más hostigado: su director, Guillermo Cano, fue asesinado, y también se colocó una bomba en la redacción.

En la década siguiente, de 1996 a 2005, los paramilitares fueron los principales victimarios de las 58 muertes documentadas en el período, mientras que las víctimas no fueron ya los redactores o altos cargos de los grandes periódicos, sino los comunicadores de pequeños medios en las regiones más afectadas por el conflicto armado. Allí, los paramilitares extendieron su ofensiva de terror a los periodistas, como modo de garantizarse el control territorial, puesto que con estas acciones los grupos paramilitares “muchas veces terminan acabando con el único medio de comunicación de una región y con la posibilidad de que la gente se informe libremente”, según ha manifestado el coordinador de la investigación, Germán Rey.

Desde 2006 hasta agosto de 2015, el número de homicidios se ha reducido a 14, en parte por la disminución de la violencia paramilitar tras la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en 2006, y también por el apoyo de organizaciones internacionales que protegen a periodistas y activistas sociales y por la acción de organizaciones de defensa de derechos de los periodistas, como la propia Fecolper, que entre otros servicios brinda asesoría jurídica, y la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), que se define como una ONG que hace seguimiento a las violaciones contra la libertad de prensa, para lo que cuenta con una red de 30 corresponsales que reportan las agresiones y amenazas contra periodistas en todo el país.

 

Luces y sombras

Esta última década presenta luces y sombras. El número de muertes se ha reducido, pero el de amenazas se mantiene. Según cifras de la FLIP, el número de periodistas agredidos en Colombia en 2014 es del tamaño de la sala de redacción de la versión en papel de El Tiempo, el principal diario del país. 164 periodistas fueron ese año amenazados, perseguidos o golpeados; dos fueron asesinados. También el último informe de Human Right Watch se hace eco de la violencia que limita el ejercicio de la profesión periodística, así como también el del activismo por los derechos humanos y el sindicalismo.

La violencia se concentra hoy en las regiones donde la presencia estatal es débil y “la institucionalidad es permeada por actores armados ilegales y mafias locales que, a través de distintos métodos, siguen intimando la labor periodística”, según el director ejecutivo de la Flip, Pedro Vaca. Algunos de esos puntos calientes son el Urabá antioqueño, el Bajo Cauca y el norte de Santander. Pero en las ciudades también hay obstrucción de la labor informativa a través de “detenciones arbitrarias o robo de cámaras” en situaciones como la cobertura de protestas sociales.

En definitiva: persisten diversas formas de amedrentamiento que obstaculizan el ejercicio de un periodismo libre en Colombia. El año pasado, con motivo de las elecciones locales y regionales, arreciaron las agresiones: la FLIP registró 72 casos de ataques a informadores en cuatro meses; según la ONG, en 28 de esos casos los responsables estaban vinculados al Estado.  Otro ejemplo reciente es el del periodista independiente Bladimir Sánchez, que ya fue amenazado en 2012 y que este mes de abril sufrió un robo en su casa en el que se llevaron material audiovisual que atesoraba para varios documentales sobre los impactos de empresas petroleras y mineras como Pacific Rubiales y Drumond.

La situación llega al punto de que Colombia ha sido el primer país en incluir a los periodistas en programas de protección especial. Más de 90 de informadores colombianos están sujetos a este sistema, y de ellos, alrededor de un tercio cuentan con medidas duras como vehículos blindados y escoltas, que se retiran o renuevan según la evaluación de cada caso que hace la Unidad Nacional de Protección.

 

Impunidad y exilio

Este violento silenciamiento de los comunicadores se reproduce en medio de una “escandalosa impunidad”, como denunció el pasado mes de marzo la Sociedad Interamericana de la Prensa (SIP). La SIP se refería al asesinato de 16 periodistas entre 1993 y 2009. Los procesos judiciales “se encuentran suspendidos, archivados o han sido objeto de resoluciones inhibitorias por parte de los fiscales”, aclara un informe de la Unidad de Respuesta Rápida de la SIP.

Como consecuencia de esa impunidad, casi la mitad de los casos de asesinatos a periodistas ya han prescrito. Para llamar la atención sobre este punto, la Flip, en su página web, lleva un contador con el tiempo que falta para el próximo caso: 245 días para que prescriba el asesinato de Santiago Rodríguez Villalba, que fuera jefe de prensa de la Corporación Autónoma Regional de Sucre.

Tres casos han sido declarados como crímenes de lesa humanidad para evitar su prescripción: el de Guillermo Cano, el de José Eustorgio Colmenares, director de La Opinión, y el de la periodista Jineth Bedoya. Esta última sobrevivió a los ataques de grupos paramilitares que, durante 16 horas, la secuestraron, violaron y torturaron, hasta dejarla desnuda en una carretera, creyéndola muerta. Dos semanas después del ataque, volvió a su trabajo como reportera en El Espectador. Años después, se animó a contar su vivencia.

No extraña entonces que, para algunos, la única salida sea el exilio. Fue el caso de Amalfi Rosales Rambal, una periodista de 40 años con años de oficio en La Guajira. Según la informadora relató al diario El Tiempo, todo comenzó cuando empezó a cubrir la relación del gobernador de la región, Juan Francisco Gómez, con una empresa criminal. “Me empezaron a llamar al celular, a dejarme mensajes amenazantes: ya puede comprar el cajón, me decían”. Amalfi recibió de la UNP un chaleco antibalas, un celular y apoyo financiero para la seguridad de su vivienda, pero no el esquema de seguridad que esperaba, así que decidió trasladarse a Bogotá. Pero tampoco allí la dejaron tranquila, y, con ayuda de la FLIP, optó por irse del país. Así explicó ella su decisión: “La única salida es irse, porque quedarse es sumarle más muertos al periodismo, y en un país como el nuestro lo que se necesitan son colegas vivos”.